El reciente aumento de poder de una fuerza yihadista suní en el noroeste de Irak es espectacular, en el sentido literal del término. Recuerda al vodevil malo: en ese país, hay, por así decirlo, un terrorista en el armario. Cuando aparece en escena, el primer ministro chií Nuri al-Maliki finge sorpresa, clama contra el asesino y pide ayuda a sus amigos para expulsarlo de casa. Pero a ese yihadista, él mismo le abrió la puerta y le dio de comer. Sus amigos, y en especial los iraníes, lo saben, pero les conviene prestarse al juego. Porque el terrorista es la excusa perfecta para eclipsar los abusos de aquel que, al fin y al cabo, sigue siendo uno de los suyos.
Así pues, en junio de 2014, los yihadistas suníes, que operan bajo el nombre de Estado Islámico de Irak y el Levante (EIIL, también conocido por su acrónimo árabe, Daash), toman (...)