Hemos recorrido un largo camino de varios miles de años desde la sociabilidad cercana de la tribu, que apenas tenía unas pocas decenas de individuos, a la sociabilidad extensa que incluye a toda nuestra especie, más de 7.200 millones de individuos.
Por tanto, nuestro éxito evolutivo como especie tiene que ver con nuestra capacidad para desarrollar, de forma cooperativa, sistemas de organización social capaces de proporcionar más felicidad a un mayor número de individuos de la especie. Resulta imprescindible identificar cuáles son los elementos que, al incrementar los niveles de felicidad individual y colectiva, definen qué formas de organización social son más exitosas:
1) En primer lugar que los individuos nos sintamos más libres. Por tanto, un sistema de organización social que garantice que un mayor número de personas alcancen mayores grados de libertad será mejor. Lograr esa mayor libertad para quienes no gozan de un sustancial patrimonio acumulado a lo largo de generaciones está vinculado a unos salarios justos, esto es, a una negociación equilibrada entre trabajadores y empresarios, y a un potente Estado del Bienestar que cubra determinadas necesidades básicas fuera de los precios de mercado: educación, sanidad, dependencia, vivienda.
2) En segundo lugar, del grado de participación en la toma de decisiones colectivas sobre cuestiones que nos afectan como individuos, esto es, la libertad de alta sociabilidad que desde hace siglos ha venido desarrollándose en las densamente pobladas y crecientemente complejas, sociedades europeas.
Esta “libertad de alta sociabilidad” exige la creación de estructuras e instituciones colectivas que sean capaces de proteger esas mismas libertades individuales, tanto del poder logrado por los grandes latifundistas de capital, que intentan entronizarse como los nuevos “monarcas absolutos” del capitalismo, como del poder de algunos burócratas y políticos que intentan mantener sus propios privilegios.
Esta “libertad de alta sociabilidad” está dando lugar a un nuevo individualismo cooperativo en el que los individuos no solo colaboran por necesidades de supervivencia, como en el pasado, sino por haber interiorizado un sistema de valores que incorpora la necesidad de cooperar.
Los seres humanos hemos ido perfeccionando, a lo largo de nuestra milenaria Historia, la destreza para cooperar mediante tres “instrumentos”: la religión, el dinero –que ha dado lugar a la actual hegemonía del capitalismo– y la democracia.
La democracia ha sido el mejor instrumento que ha encontrado el homo sapiens sapiens para modernizar nuestras sociedades, entendida como la capacidad de una sociedad de actuar colectivamente, movilizando personas y recursos materiales y financieros, para lograr un objetivo y, una vez conseguido, poder volver a desplegarlos de manera continua a medida que surgen nuevas necesidades o presiones. La virtualidad de la democracia, frente a la religión y al dinero, es que permite que todas y todos definamos los objetivos por los cuales merece la pena cooperar.
La religión y el capital jugaron, en sociedades más primitivas y más pobres del pasado, un papel similar al que está ocupando la democracia en el presente y, esperemos, que en el futuro. Resulta obvio que la religión y el dinero tienen muchas más contraindicaciones que la democracia.
Gran parte del éxito evolutivo del capitalismo ha venido determinado por lo contrario que indican algunos de sus ideólogos: el capitalismo ha generalizado la utilización de un instrumento, el dinero en sus múltiples caras y formas, que incentiva la cooperación entre las personas. Globalmente la creación de ingentes cantidades de capital, por supuesto, con ciertos límites y regulaciones, ha sido muy funcional para la Humanidad. Ha permitido un exponencial incremento de la asalarización de la población –hoy hay un total de 3.190 millones de trabajadores en el mundo–, lo que ha sido un poderoso catalizador de la modernización social.
El dinero, como un magnífico incentivo para movilizar la voluntad de millones de seres humanos, está detrás de la fascinación que el propio capitalismo generó en Marx. Hannah Arendt consideraba el Manifiesto Comunista como “el mayor elogio del capitalismo jamás visto”. Aunque resulta evidente que el principal problema del capitalismo es que los objetivos para los cuales se coopera son determinados por los grandes propietarios de capital.
No obstante, hasta la fecha se ha venido ignorando, en gran parte de los análisis económicos, políticos y sociales, las consecuencias que, en los países desarrollados, ha tenido el éxito del capitalismo en generar abundancia –aunque muy desigualmente repartida–, en proveernos de bienes que procuran confort material. Se está produciendo un profundo cambio en la escala de valores morales del ser humano en las Sociedades de la Abundancia en el planeta, que son aquellas sociedades capitalistas donde la democracia se ha desarrollado en gran medida.
Los vectores que determinan la evolución del ser humano han empezado a diferenciarse radicalmente respecto a los del resto de seres vivos. La mayor parte de las acciones de los animales, nos dicen los etólogos, obedecen a una razón: la supervivencia. Los animales viven tan solo para alimentarse, para defenderse, huir de depredadores y reproducirse, para sobrevivir. Solo en las crías de grandes mamíferos se observan acciones y juegos que no tienen esa finalidad de supervivencia, y que podrían asimilarse a la emotividad humana.
De forma análoga en las Sociedades de la Necesidad, que eran las predominantes en el pasado, la mayor parte de los comportamientos humanos son simples conductas preprogramadas en nuestro cerebro primate, previas al desarrollo del neocórtex, a la aparición de la conciencia propiamente humana como tal. En ellas la mayor parte de nuestras decisiones morales no son más que el reflejo de simples actuaciones destinadas a garantizar nuestra supervivencia.
Pero según se va saciando el hambre de bienestar material, que está vinculado a valores morales de supervivencia, la felicidad del ser humano, cada vez en mayor medida, pasa a depender de la libertad de las personas para decidir sobre su propio futuro, del grado de autorrealización y autodeterminación personal logrado, de la capacidad de superar dificultades, de implicarse en algo que supere a uno mismo, de tener un entorno afectivo satisfactorio. Este segundo componente de la felicidad, vinculado a la libertad y al desarrollo de actividades mentales superiores, antes estaba vetado a la inmensa mayoría de la población.
Por eso, en las Sociedades de la Abundancia, una vez que se superan ciertos umbrales de escasez de bienes, los criterios morales se alteran: 1) para la mayor parte de la población una vez se han cubierto un bienestar material mínimo –que varios estudios cifran en unos 20.000 euros al año–, la percepción de felicidad deja de tener un componente material y está más vinculada a los elementos inmateriales mencionados, se deja de vivir para trabajar; y 2) el concepto de una justicia social universal va adquiriendo una influencia cada vez mayor entre los valores morales imperantes.
La democracia no debe detenerse ante la puerta de las fábricas
Las empresas son las células de la actividad económica, por lo que los procesos de democratización social no pueden ignorarlas. La empresa es el espacio económico donde se produce la riqueza y en el cual se produce la primera distribución de ella, entre el trabajo y el capital, lo que determina en gran medida los grados de igualdad y desigualdad final del conjunto de la sociedad. La democratización de la empresa es, por tanto, un aspecto fundamental de la democratización de economía, de la inversión La democracia, como dijo Ernst Wigforss, no debe detenerse ante la puerta de las fábricas y, añadiríamos hoy, de las oficinas, comercios, bares, empresas de teletrabajo o start-up punteras en desarrollos aplicados sobre energías renovables.
Ello exige, en primer lugar, poner en valor la consideración de que la creación de riqueza no es un proceso individual. La creación de riqueza es un proceso social en el que intervienen diferentes grupos de intereses (accionistas, acreedores financieros, trabajadores, proveedores, clientes, Estado, comunidad local, etc.) y su reparto es determinante del grado de igualdad social de un país.
Las periódicas reelaboraciones del discurso del “darwinismo social” de Spencer intentaron construir en el imaginario colectivo la idea de que el éxito en la actividad empresarial está vinculado a un alto grado de osadía y capacidad de afrontar los riesgos por parte de algunos individuos. Sin embargo, recientes investigaciones de la Universidad de Berkeley y del Banco de Italia ponen de manifiesto que los ricos siguen siendo los ricos por los siglos de los siglos, independientemente de su valía personal. La mayor parte de los ricos de hoy en día siguen perteneciendo a las mismas familias acaudaladas desde hace siglos.
Por tanto, una verdadera igualdad de oportunidades, que no quiera ser un mero fraude social, exige una distribución de la renta y la riqueza más igualitaria. Y ello hace necesario que junto a las fuertes políticas redistributivas de la socialdemocracia clásica se avance en una decidida democratización del acceso al capital, una puerta que esa misma socialdemocracia no se atrevió a franquear, excepto en honrosas excepciones. El principal reto de transformación social en las densas y complejas sociedades del siglo XXI es la democratización del capital.
Una democratización del capital que es más fácil afrontar en la actualidad que hace doscientos años, cuando el capital era un bien escaso. En un escenario, como el actual, de superabundancia de capital, es un absurdo social pretender que no es posible avanzar en una distribución más equitativa del mismo que permita reducir los enormes grados de desigualdad social que han alcanzado nuestras sociedades.
La democratización de la gestión de la empresa mejora la eficacia económica micro en la empresa (mayor reinversión de beneficios, mayor esfuerzo tecnológico, mayor cualificación y motivación del personal en las empresas), y la eficacia económica macro en la sociedad (mayor importancia de la sostenibilidad medioambiental, de la corresponsabilidad fiscal, mejores condiciones de trabajo y salarios, mayor estabilidad en el empleo, mayor igualdad social, mayor capacidad de consumo).
La democratización de la empresa, al impulsar la reinversión de los beneficios empresariales, es un complemento a las políticas keynesianas, ya que puede atenuar las necesidades de incrementar el endeudamiento público para impulsar la demanda agregada.
Asimismo, en las Sociedades de la Abundancia las nuevas prioridades de muchos trabajadores pasan por exigir mayores espacios de autorrealización personal en la empresa, y fuera de ella, por la conciliación de la vida laboral y familiar, porque la democracia no se detenga ante el centro de trabajo, por construir un mundo más amable para sus hijos en el que los valores de justicia social, de libertad individual de alta sociabilidad, de democracia sean los valores hegemónicos.
Las experiencias de Suecia, Alemania, Canadá, Noruega, Francia, las nuevas propuestas económicas del Partido Laborista de Corbyn, ponen de manifiesto que la participación de los trabajadores en la gestión estratégica de la empresa es enormemente positiva en términos sociales y económicos, y plenamente viable en términos políticos.
Crear un robusto espacio intermedio entre el capital privado y el capital público, “el capital colectivo”, permite un reparto mucho más equitativo de la renta y la riqueza, y sociedades con individuos más felices.