En Londres, el 9 de noviembre de 2016, el amanecer tardaba en llegar. Un australiano de 45 años, de un metro ochenta de altura, se atareaba encogido delante de su ordenador. En la planta baja de un edificio de ladrillo, acariciando su barba y su pelo de un blanco roto, sabía que, como todos los días desde hacía cuatro años, estaría rodeado de unos cincuenta policías y de un número desconocido de agentes de los servicios de inteligencia que lo observaban, listos para intervenir al menor movimiento. Esa mañana, Donald Trump acababa de ser elegido 45º presidente de Estados Unidos. Una leve incertidumbre parecía haberse adueñado del mundo. Los alrededores de la embajada de Ecuador, por su parte, temblaban ante el día a día inalterado.
Unos meses antes, en pleno verano, Julian Assange burlaba la vigilancia de sus carceleros y publicaba, en las narices de la primera potencia mundial, miles de correos electrónicos que revelaban cómo la dirección del Partido Demócrata había manipulado sus primarias para favorecer a Hillary Clinton en detrimento de su competidor de izquierdas, Bernie Sanders. El hombre más vigilado del mundo, que recorría, azorado, los estrechos pasillos del ajado inmueble que sirve de territorio diplomático a la República del Ecuador, había logrado burlar a la vigilancia de todos sus enemigos. En un golpe de efecto, de pronto su suerte se encontraba en el centro del juego geopolítico mundial. El refugiado político más conocido del planeta, culpable de haber publicado información verificada, demostraba su capacidad para no derrumbarse. En febrero de 2016, la Organización de las Naciones Unidas (ONU), a través de su grupo de trabajo ad hoc, había condenado al Reino Unido y a Suecia (en el origen de la orden de arresto europea), pues consideraba arbitraria la detención de Assange y exigía su liberación. Todo parecía autorizar una feliz resolución. Sin embargo, la divulgación de los correos electrónicos de John Podesta, director de campaña de Clinton, iba a provocar una onda expansiva mediática que haría inaudible toda voz razonable, empezando por las conclusiones de Barack Obama favorables a WikiLeaks (1).
19 de mayo de 2017. Baltasar Garzón, director del equipo de defensa de Assange, deseaba avanzar con precaución. Suecia acababa de archivar sus actuaciones judiciales contra su cliente, sospechoso de agresión sexual. Pero el hombre que hizo detener a Augusto Pinochet y que luchó contra Al Qaeda y contra George W. Bush sabía que lo más difícil estaba por llegar. La situación del Estado ecuatoriano, cuyos ingresos anuales no llegaban a la séptima parte del presupuesto militar estadounidense, era precaria.
Años de resistencia a las presiones de Washington acabaron perjudicando la combatividad de su Administración. Lenín Moreno, que se disponía a ser investido presidente en lugar de Rafael Correa, se negaba a reunirse con Assange. Y WikiLeaks acababa de hacer público el arsenal digital de la Central Intelligence Agency (CIA), desactivando de facto el conjunto de armas utilizadas por la agencia para “hackear” entre sus blancos. La Administración de Trump, furiosa, comprendía finalmente que tenía delante a un disidente y no al aliado que había creído poder absorber.
En 2006, cuando Assange creó una obra radical que hizo llamar WikiLeaks, era ya una figura importante entre los “hackeadores”. Pero nadie se esperaba que este hombre de rostro aún juvenil fuera a realizar las filtraciones más masivas de la historia, sumiendo a sus lectores, sucesivamente, en las intrigas de las Embajadas de Oriente Próximo, en los arcanos del régimen de Bachar el Asad o en los juegos oligárquicos de las capitales africanas, sin olvidar la corrupción endogámica de la alta sociedad estadounidense o las relaciones del Servicio Federal de Seguridad (FSB) ruso con sus subcontratistas. Del manual de la cienciología al funcionamiento de un importante banco suizo, pasando por el reglamento interno de la prisión de Guantánamo, las primeras publicaciones de WikiLeaks provocaron serios revuelos y condujeron al Departamento de Defensa estadounidense a llevar a cabo una investigación sobre la organización… que WikiLeaks logró publicar. Se revelaron importantes malversaciones en Islandia; en Kenia, las elecciones presidenciales de 2007 dieron un vuelco tras la divulgación de un informe secreto referente al candidato favorito. Pero al sitio web todavía le faltaba un hecho glorioso que permitiera asentar su reputación definitivamente.
En abril de 2010, un vídeo de un género particular iba a desempeñar ese papel. Se titulaba Collateral Murder. Con comentarios superfluos de fondo se asistía, en blanco y negro, al asesinato de civiles y de periodistas de Reuters por las fuerzas estadounidenses en Irak. La masacre, filmada como un videojuego, con las risas de los asesinos de fondo, provocaba una onda expansiva en el seno de las redacciones occidentales. Al darse cuenta de que se encontraban en el punto de mira, fingieron descubrir el verdadero rostro de las “guerras limpias” llevadas a cabo por Estados Unidos en Oriente Próximo desde 2001, unos conflictos que, en su gran mayoría, habían apoyado hasta entonces. Las pruebas de miles de crímenes de guerra y de crímenes de lesa humanidad publicadas en los meses siguientes por WikiLeaks en el marco de los “Afghanistan War Logs” y de los “Iraq War Logs”, en asociación con las más prestigiosas redacciones occidentales, llevaron a Assange al pináculo de un espacio mediático en crisis.
Mientras un gran número de organizaciones le otorgaban premios, de Amnistía Internacional a Time pasando por The Economist y Le Monde, WikiLeaks publicó decenas de miles de informes de guerra y 243.270 cables diplomáticos estadounidenses. Revelaban la magnitud de la corrupción de los regímenes árabes cercanos a Washington y los manifestantes tunecinos los esgrimían unos días antes de la caída de Zine el Abidin Ben Alí, en 2011. Hillary Clinton, entonces secretaria de Estado del presidente Obama, tuvo que realizar una gira en cuyo transcurso presentó sus excusas a los aliados de Estados Unidos.
Profesores universitarios y medios de comunicación del mundo entero se precipitaron sobre esos archivos para explicar retroactivamente algunos de los principales acontecimientos de los últimos años. Se emprendieron miles de actuaciones judiciales que se apoyaban en las publicaciones de WikiLeaks. Las redacciones asociadas al sitio web comenzaron entonces a inquietarse. Se mostraron desbordadas por un modo de funcionamiento que hacía caso omiso de los lazos de consanguinidad entre los periodistas y sus fuentes. Aunque debían seguir a quien presentaban como el nuevo Hermes, dejaron que se instalara una tensión creciente, que desembocará en una ruptura definitiva.
El 30 de julio de 2010 aparecieron los primeros artículos que acusaban a Assange de tener “las manos manchadas de sangre”, inclusive en periódicos aliados a la organización (2). En el momento en que el Departamento de Estado estadounidense establecía un equipo de más de doscientos diplomáticos encargados de silenciar a WikiLeaks, irrumpió en Suecia una imputación de agresión sexual que apuntaba a Assange. Dio paso a un embrollo jurídico de más de seis años, al cual se precipitó la prensa. La ruptura tuvo lugar cuando WikiLeaks se desvinculó de los métodos de censura que los medios de comunicación intentaban aplicar a los cables diplomáticos. En las cadenas de información estadounidenses se sucedieron los participantes para pedir el arresto de su fundador “cueste lo que cueste” o incluso su ejecución, como hizo Trump en 2010 (3). En diciembre de ese año, cuando Assange fue detenido en Londres, ya no podía contar con el apoyo de aquellos que lo habían alabado.
Siete años y medio más tarde, el 28 de junio de 2018, Michael Pence, vicepresidente de Estados Unidos, se reunió con el presidente Moreno en Quito. Se consumó la ruptura entre Assange y Ecuador. Contra toda expectativa, el sucesor de Correa se esforzó por traicionar su herencia (4) y reclamó el apoyo financiero de Estados Unidos. Pence se frotaba las manos. Algunos meses antes, el secretario de Justicia estadounidense, Jefferson (“Jeff”) Sessions, estableció el arresto de Assange como una prioridad. Ya en abril de 2017, el futuro secretario de Estado Michael Pompeo, entonces director de la CIA, había calificado WikiLeaks de “agencia de inteligencia no estatal hostil”. En efecto, Assange asumió el riesgo de una confrontación directa con Trump, como lo había hecho con Clinton cuando, sin embargo, era favorita.
Mientras que el aislacionismo del presidente de Estados Unidos a menudo le enfrentaba a administraciones –diplomáticas y militares– que temían por sus prerrogativas y sus presupuestos, Assange le pareció una moneda de cambio cómoda en la guerra de desgaste que lo oponía con el “Estado profundo”. ¿Afirmó Moreno, inquieto por las revelaciones de WikiLeaks que lo acusaban de enriquecimiento ilícito, que estaba dispuesto a hacer concesiones? Rápidamente se negociaron acuerdos comerciales, económicos y militares, y la suerte de Assange quedó sellada. Ecuador obtuvo un préstamo de 10.200 millones de euros de las instituciones financieras internacionales bajo influencia estadounidense (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional). Assange comprendió entonces que sus días en la embajada estaban contados. Solicitado por el que escribe, el Palacio del Elíseo se negó a intervenir para recibir a aquel que tiene un hijo en territorio francés y que brindó importantes servicios al país galo, sobre todo al revelar, en 2015, el espionaje sistemático de los servicios de inteligencia estadounidenses a los presidentes franceses y a las empresas francesas que participaron en licitaciones superiores a 200 millones de dólares.
Cuando tuvo lugar el arresto de Assange en la embajada de Ecuador, el 11 de abril de 2019, en violación de todas las convenciones internacionales relativas al derecho de asilo, las redacciones occidentales, de The Washington Post a Le Monde, pasando por The Guardian y The New York Times, se mostraron timoratas e incluso hostiles. La suerte de un periodista detenido desde hace cerca de siete años en veinte metros cuadrados, sin acceso al aire libre ni al sol, sometido a meses de aislamiento completo, en condiciones de vida cercanas a la tortura, y todo por haber hecho su trabajo, no los conmueve. Por mucho que Assange se vea debilitado, con el rostro carcomido por la soledad, ya no es de los suyos.
A cualquier alma ingenua le podría parecer extraño que aquel que hizo públicas algunas de las fechorías más importantes del siglo XXI se encuentre tan abandonado cuando lo que se requiere es solidaridad. Aquel que habrá constituido, paso a paso y en una extrema miseria, la biblioteca de los aparatos de poder más importante de la historia realizó, por añadidura, una hazaña a la que no puede aspirar ninguno de sus competidores: en trece años, divulgando millones de documentos, jamás publicó la menor información falsa. Con todo, esto no ha impedido que Le Monde estime que “Julian Assange no es amigo de los derechos humanos” (5), que Mediapart evoque su “decadencia” (6) o que The Economist se regocije de que sea encarcelado (7).
Para comprender esta ruptura con el mundo mediático hay que tener en cuenta que el periodismo moderno funciona en un marco burgués, en el seno de un mercado de la información donde la proximidad con los poderes es una condición de supervivencia en un espacio competitivo. Diversos modelos coexisten. Órganos como Mediapart en Francia, aparentemente más transgresores, practican un “periodismo de revelación” que recicla golpes bajos y traiciones sin cuestionar el sistema en el cual se insertan esos medios de comunicación. En esto no se distinguen del periodismo venerable que encarnan instituciones como Le Monde, The Guardian o The New York Times.
Assange rompió con esos dos modelos. Autor de una teoría sobre el “periodismo científico”, se apartó de las prácticas de lo que considera como un oficio de connivencia y, a medida que iba revelando información más importante, aprendió a mantenerse distanciado de cualquier aparato de poder. Se limitó a publicar datos con fuentes verificadas, seleccionados y analizados rigurosamente tras haber sido filtrados a través de una plataforma en la que se anonimiza y que solo él controla. Toda información que figura en su plataforma va acompañada de una fuente original que permite que cada uno la verifique y la haga propia, lo que suprime los privilegios que se otorgó la casta periodística.
Semejante apuesta por la inteligencia colectiva derriba los principios de nuestro tiempo. Más allá del efecto de revelación inmediato, permite el surgimiento de una mirada crítica compartida, alejada de toda forma de connivencia. Convertido en una suerte de metamedia, WikiLeaks aplasta cualquier competencia y suscita intensos celos.
La radicalidad del proceder de Julian Assange no autoriza ninguna forma de compromiso con las instituciones existentes. En consecuencia, amenaza un espacio mediático que se había adaptado a la comodidad que le ofrecía su proximidad con los que dominan. E inquieta a los aparatos de poder tradicionales, que temen que sus fechorías salgan a la luz en cualquier momento. Convertido en disidente a su pesar en el espacio occidental, el outsider australiano, lógicamente, ha visto sucederse acusaciones de violación, de antisemitismo, de conspiración e incluso de sumisión a los servicios secretos rusos. Así pues, ocho años después de su repentino surgimiento, aquel que era un héroe apareció, en el momento de su arresto, como un “absolutista de la transparencia” (8) para unos y, para otros, como un “enemigo de las libertades” (9).