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Cuando el miedo compite con el odio

La locura se apodera de Estados Unidos

El nombramiento por parte de Donald Trump de una nueva jueza en el Tribunal Supremo divide a Estados Unidos, con tanta más violencia cuanto que dicho tribunal podría desempeñar un papel decisivo en caso de controversia con respecto a los resultados de las elecciones presidenciales del 3 de noviembre. Ahora bien, ninguno de los dos bandos está dispuesto a aceptar una derrota.

por Thomas Frank, octubre de 2020

En este, el peor año de nuestras vidas, yo he tenido un verano de lo más agradable. Por motivos familiares, pasé el mes de julio en la casa de los suburbios de Kansas City en la que me crie –una casa de madera tirando a decrépita situada en un barrio de verdes céspedes e imponentes mansiones de aires nobiliarios–. Me pasé el mes leyendo novelas sobre la Segunda Guerra Mundial, haciendo chapucillas caseras, viendo películas antiguas, bebiendo vino de Misuri… y en más de tres o cuatro ocasiones pude olvidar que una pandemia letal y el colapso económico asolaban el mundo que me rodea. El sol brillaba por la mañana, las flores exhalaban su perfume y el tráfico brillaba por su ausencia. Podía montar en mi bicicleta y recorrer los silenciosos caminos de la que probablemente sea la ciudad más bonita de Estados Unidos para luego, tras este ejercicio, recoger el periódico a la puerta de casa, abrir Twitter y…

Pum. Todo volvía a estar ahí, igual que el día anterior: el miedo, la confusión, las acusaciones, las denuncias. Vídeos de gente gritándose en público, de gente blandiendo armas de fuego, de gente embistiendo con sus coches contra masas de manifestantes, de personajes histéricos recitando pasajes de los textos fundacionales de la nación en un intento de aferrarse a la cordura. Cada día traía consigo nuevos síntomas de degeneración y, por encima de todo, la creciente sensación de que nadie sabe realmente qué narices está pasando.

A modo de ejemplo, cito aquí dos noticias sacadas del diario Kansas City Star a fecha de 14 de julio de 2020:

En un asador que hay cerca de mi casa, se presentó un tipo con una de esas chillonas gorras rojas pro-Trump y sin mascarilla. Cuando el chaval de la caja (que cobra 8,5 dólares la hora, apunta el diario) le pidió al cliente que se cubriera la boca y la nariz según la normativa local, este se subió la camisa como Clint Eastwood en un spaghetti western para que el muchacho viera que llevaba pistola.

La portada de aquel día estaba consagrada a la “transmisión descontrolada del coronavirus” en el estado de Kansas, conclusión a la que el periódico no llegó utilizando sus propias fuentes desplegadas sobre el terreno, sino consultando un mapa de la epidemia en Internet; al parecer, las lejanas autoridades a cargo de este mapa en concreto habían pasado a Kansas de la categoría roja (mala) a la categoría granate (¡peor!). Y esa, más algún que otro detalle local, era toda la noticia. Y ese era el impactante titular para los dos millones de habitantes del área metropolitana de la ciudad de Kansas porque alguien de no se sabe dónde había cambiado algo en una página web de aspecto oficial.

No estoy diciendo que redactar una noticia a partir de un mapa sacado de Internet sea mal periodismo; al contrario, hoy en día es la norma en Estados Unidos. Los periódicos regionales no pueden recoger las informaciones recibidas de todos los rincones del estado sobre el que informan sencillamente porque ya no tienen suficientes reporteros para hacer ese trabajo. Al igual que otros diarios similares en Estados Unidos, el Kansas City Star ha ido pasando de mano en mano durante años, lo que ha dejado su redacción en los huesos. Hace unos años vendió su sede histórica y, el pasado febrero, su propietario se declaró en bancarrota. En julio fue adquirido por un fondo buitre con sede en Nueva Jersey.

Y en esas estamos en Estados Unidos, año 2020: nadie está seguro de nada ya, y la agonía de la prensa es solo el principio del problema. Gracias a los confinamientos sin precedentes que resistió el país, la interacción con otros humanos se ha tornado complicada; los edificios públicos están cerrados o han limitado mucho el acceso; las cifras de asesinatos están en máximos; la gente tiene miedo a volar; la mayoría de colegios se han pasado a la educación a distancia; la gente se comporta como si estuviera en una película de zombis; la cadena Fox News satura a los telespectadores más mayores con imágenes de disturbios violentos y sus viejos teléfonos ya solo suenan para que una voz robótica los amenace con la cárcel a no ser que transfieran ipso facto miles de dólares a la cuenta bancaria de una entidad de crédito cualquiera.

Mientras tanto, los huracanes se disponen a barrer Luisiana y hay tantos incendios en California que el cielo se ha vuelto naranja. Todo el mundo está deprimido. Las cosas se están desmoronando y no hay nadie ahí para reconstruirlas. En mi juventud, los líderes de este país parecían estar especializados en tranquilizar a la gente en los momentos difíciles, pero el actual inquilino de la Casa Blanca no parece tener un gran interés en tal cosa –su única preocupación es sacudirse la culpa como sea–. Ensimismado e incapaz de la menor sinceridad, Donald Trump ha reaccionado a la agonía de su pueblo como un maníaco que cuenta en bucle el terrible accidente automovilístico que acaba de presenciar. El mejor resumen que he visto de esta debacle epistemológica lo dio el alcalde de la ciudad de Kansas cuando el Kansas City Star le preguntó qué opinaba sobre el destacamento de agentes federales que supuestamente había sido desplegado en la ciudad pero que nadie había visto ni oído. Su respuesta: “Es frustrante. Es imposible verificarlo porque ya no se puede verificar nada”.

Cuando nada es verificable, la imaginación toma el control. Y en estos tiempos de coronavirus no hace falta mucha para que nuestros miedos vuelen hasta la estratosfera. Los estadounidenses estamos presenciando el fin del mundo, nos decimos, o el fin de nuestra forma de vida, o el fin de algo grande e importante, algo que somos incapaces de señalar pero que nos preocupa mucho.

Según escribo esto hay al menos una docena de miedos que nos atenazan. Miedo a que los policías maten y apalicen sin castigo. Miedo a los disturbios callejeros. Miedo a que la gente pierda su empleo. Miedo a que la gente se niegue a usar mascarilla. Miedo a que esas mismas mascarillas sean una especie de bozal deshumanizante impuesto por algún lejano poder del que nunca has oído hablar.

Pero, tratándose este de un año de elecciones, el principal miedo es de naturaleza política: que la mismísima democracia estadounidense esté agonizando o a punto de tornarse dictadura. A estas alturas esta cancioncita ya nos suena, claro: la izquierda no ha parado de meter miedo con el tema (1) desde que Donald Trump ganó las elecciones. Durante años, prestigiosos periodistas y superestrellas de las redes sociales han acusado a Donald Trump de ser un agente ruso y han convertido todas y cada una de sus meteduras de pata en parte de una diabólica conjura contra la democracia. Las comparaciones de su mandato con el escándalo del Watergate se han convertido en un lugar común desde que juró el cargo (2). Un exejecutivo de Wall Street se hizo famoso en 2017 al enumerar las mil y una formas en que el idiota del presidente supuestamente estaba arrastrándonos al autoritarismo; al año siguiente, dos profesores de Harvard lograron entrar en la lista de best sellers con un libro académico titulado Cómo mueren las democracias. Este presidente, según el relato de los medios de comunicación, no respeta ni las normas ni las tradiciones, no respeta a la prensa, no respeta a la elite diplomática estadounidense, y se desvive por hacer todo lo que le dicte Vladímir Putin.

Los demócratas ya no hablan mucho del “Russiagate” (3), pero tampoco es que les haga mucha falta. El dogma cultural en estos tiempos de coronavirus –que todo debe exagerarse en busca de la máxima urgencia y miedo– ha revuelto esos viejos temores hasta convertirlos en un huracán de ansiedad que parece ganar potencia a medida que nos acercamos al día de las elecciones. “Me temo que estamos presenciando el fin de la democracia estadounidense”, reza un titular reciente en The New York Times. Entre mis amigos de izquierdas circula últimamente un ensayo que luce el siguiente título: “No sabemos qué más hacer para advertíroslo. Estados Unidos se muere” (4). Advertencias apocalípticas de este estilo –incluida una escrita por oficiales del Ejército retirados– inundan las redes sociales a diario.

Lo que hace que este momento sea tan fascinante como aterrador es que los partidarios de Trump afirman temblar del mismo miedo. Se avecina un golpe de Estado, dicen, solo que son los progres de las elites administrativas y comunicativas los que lo están planeando. Irónicamente, la derecha extrae ese miedo a un asalto al poder por parte de la izquierda… de los lloriqueos de los demócratas sobre un asalto al poder por parte de la derecha. La investigación sobre la injerencia rusa, argumentan, en realidad fue un intento de golpe de Estado perpetrado por “conspiradores anti-Trump infiltrados en el Gobierno y en la prensa”, por citar un popular libro de 2019. Y el miedo expresado por los progres a un asalto trumpista a la democracia, argumentan, no hace sino demostrar los planes de esos mismos progres de asaltar una democracia que sencillamente adora a Trump. Los demócratas, según esta línea de razonamiento, están dejando escapar pistas de su conspiración ahora “para que, cuando se ejecute, no te parezca una conspiración” (5), una ingeniosa pirueta intelectual ejecutada por Michael Anton, ex alto cargo de la Administración de Trump que alcanzó la fama en 2016 al comparar las elecciones de aquel año con una rebelión del pasaje de un avión secuestrado por terroristas.

La epidemia de la covid-19 ha obligado a demócratas y republicanos a cancelar sus convenciones presenciales, que normalmente son el punto álgido del año político, y a sustituirlas por dos insufribles espectáculos televisivos –básicamente, cuatro noches de mediocres monólogos perpetrados por los cabezas de cartel de cada partido–. Ambos espectáculos fueron bastante distintos entre sí: los republicanos gritaron y rugieron y los demócratas pusieron el acento en la diversidad racial y en la supuesta virtud moral de sus líderes. Pero en el sentido más amplio, ambas convenciones covídicas fueron muy similares. Ambas fueron exhibiciones de miedo que conminaban a sus espectadores a creer lo peor sobre sus rivales y, a la vez, a sentir esperanzas de que la normalidad y la calma volverían siempre y cuando el candidato adecuado venciera en noviembre.

Para los demócratas, la parte del miedo fue fácil. Solo tenían que repetir lo que los principales medios de comunicación –menos Fox News– llevan cuatro años repitiendo: que Donald Trump es una amenaza para nuestras instituciones; que siente debilidad por los racistas y reaccionarios; que su respuesta a la pandemia ha sido de circo; que es obviamente incompetente; que ha sembrado la duda sobre el proceso electoral en todas las formas imaginables. Los demócratas lo tuvieron tan fácil porque todas esas acusaciones son más o menos acertadas.

Tammy Duckworth, una senadora demócrata de Illinois, llamó a Trump “cobarde en jefe” y le acusó de haber fallado a los soldados estadounidenses con su insuficiente beligerancia hacia Rusia. La cantante pop Billie Eilish anunció que “Donald Trump está destruyendo nuestro país y todo los que nos importa”. Andrew Cuomo, gobernador del estado de Nueva York, muy metido en su habitual papel de gestor competente (6), sugirió que el trumpismo en sí es una especie de virus. Pero quien realmente estuvo magistral en su resumen de los peligros del trumpismo fue el expresidente Barack Obama. Confesó que le cedió el cargo a Trump convencido de que este se pondría a la altura de su puesto. “Pero no ha sido así –entonó Obama–. [Trump] no ha mostrado interés alguno en su trabajo. Ni en buscar consensos… ni en tratar la presidencia como otra cosa más que un programa de telerrealidad con el que obtener la atención que tanto ansía”. Obama culpó a Trump de todos los muertos del coronavirus, así como de la destrucción de “nuestra reputación alrededor del mundo”, signifique eso lo que signifique. Refiriéndose a los temores manifestados por los republicanos sobre la integridad de las elecciones, Obama ejecutó un doble salto mortal: “Así es como se marchita una democracia –entonó–, hasta que deja de ser una democracia”.

El otro tema destacado de la convención fue el siguiente: Joe Biden, nuestro mejor amigo. Obama dijo que el que fuera su vicepresidente era “un hermano”. Bernie Sanders recurrió a las palabras “empático”, “honesto”, “decente”. No hubo apenas discusión acerca de la interminable carrera de Biden en Washington, en parte porque su balance actual en materia económica y policial solo serviría para espantar a sus votantes, pero también porque en estos tiempos de coronavirus todos los conflictos deben reducirse a la lucha del bien contra el mal o, recurriendo a las palabras de Biden, a la lucha de la luz “por abrirse paso en este periodo de oscuridad en Estados Unidos”.

“Todas las elecciones son importantes –dijo Biden con esa torpeza suya tan adorable–. Pero en nuestras entrañas sabemos que estas son mucho más significativas”. “Determinarán cómo será Estados Unidos durante mucho, mucho tiempo. Nuestra identidad está en juego, la compasión está en juego, la decencia, la ciencia, la democracia, todo eso es lo que está en juego”. El exvicepresidente también descendió al reino de los hechos: durante la pandemia, dijo, Estados Unidos ha hecho gala de “la peor actuación del mundo”. Pero principalmente intentó mantenerse en un plano espiritual, uno en el que los conceptos abstractos libran batallas cruciales: “Ojalá la historia pueda decir que el final de este oscuro capítulo estadounidense empezó aquí esta noche, en la que el amor y la esperanza y la luz se aliaron en la pugna por el alma de esta nación”.

El miedo, una moda ‘sexy’

En décadas pasadas, las convenciones demócratas siempre tuvieron un gran tema predecible: somos el partido de la clase media, el que vela por vuestros intereses económicos y se asegura de que los poderosos respeten las reglas del juego. Con el paso de los años, el mensaje fue alejándose más y más de la realidad, pero esta era la imagen de marca del partido, y se encargaban de recordártelo.

Esta vez no. Sí, hubo referencias aquí y allá a la gente que sufre por la recesión económica causada por “la pandemia de Trump”. Pero, en líneas generales, se pasó de puntillas por el tema. Para alguien que lleva toda la vida escribiendo sobre empresa y trabajo y desregulación y desigualdad –sobre clase, en definitiva– fue un poco confuso. ¿Qué ha pasado con todas esas cosas que solían importarme? ¿Dónde estaban los demócratas que solían hablar tan convincentemente sobre la desigualdad? ¿Adónde había ido a parar la idea de justicia social en estos tiempos de coronavirus? Pues bien, uno de los sitios donde fue a parar fue a la convención republicana, celebrada la semana siguiente. En efecto, el antiguo mantra de los demócratas surgió en el primer discurso pronunciado la primera noche. Justo después del juramento de fidelidad, el escenario fue ocupado por el joven Charlie Kirk, fundador de un grupo de universitarios en guerra con los profesores de izquierdas, que animó a los televidentes a alistarse en la lucha de clases: “Durante décadas, los líderes de ambos partidos vendieron nuestro porvenir. A China. A multinacionales sin rostro. Y a los avariciosos lobistas –sí, un republicano denunciando a las multinacionales y a los lobistas…–. Lo hicieron para preservar su propio poder. Y para enriquecerse. Y todo eso mientras trampeaban el sistema para que oprimiera a los valientes patriotas decentes de clase media que luchaban por formar una familia y vivir una vida decente”. El siguiente orador atacó entonces a los sindicatos de profesores.

Una lucha de clases desigual

El miedo se ha convertido en el gran motivo cultural de 2020, una moda sexy, histérica de la que todos quieren apropiarse, y cuando los demócratas advertían del racismo sistémico y del peligro que suponía Trump para las instituciones democráticas, estaban en clara desventaja. Los republicanos son unos virtuosos del miedo, maestros en el arte de pintar paisajes de pesadilla. Devolvedles el poder a esos liberales, advirtieron, y lo que tendréis no será una simple amenaza a la democracia, sino el fin de la civilización misma. Tendréis disturbios, como el puñado de protestas violentas que estallaron a lo largo del verano. La propiedad privada arderá. Se tumbarán estatuas. Las urbanizaciones blancas serán borradas del mapa a base de leyes. Y no se informará sobre nada de eso porque la prensa y todos los expertos de todos los campos están totalmente hipnotizados por los cantos de sirena de la desnortada progresía anárquica.

Véase a James Jordan, representante de Ohio en el Congreso: “Mirad lo que está pasando en las ciudades del país: crimen, violencia y el gobierno de la turba. […] Los demócratas no te dejan ir a trabajar, pero sí salir a montar disturbios”.

O a Mark y Patricia McCloskey, una pareja adinerada de Saint Louis, Misuri, que se hizo famosa por apuntar con sus pistolas a unos manifestantes pacíficos de Black Lives Matter: “Quieren abolir los barrios residenciales”; “tu familia no estará a salvo en Estados Unidos de los demócratas radicales”; “la turba, espoleada por sus aliados en los medios de comunicación, intentará acabar con vosotros”.

O a Kimberly Guilfoyle, una extertuliana de Fox News e íntima de la familia Trump, que bramó su discurso como si se dirigiera sin micrófono a un estadio abarrotado en vez de a una habitación vacía en algún lugar de Washington DC: “Estas elecciones son una pugna por el alma de Estados Unidos”; “quieren destruir este país y todo cuanto amamos y por lo que hemos luchado”; “¡América está en juego!”.

O a Donald Trump hijo: “En el pasado, ambos partidos creían en la bondad de Estados Unidos. […] Esta vez, el otro partido está atacando los mismísimos principios sobre los que se fundó nuestra nación. La libertad de pensamiento. La libertad de expresión. La libertad religiosa. El Estado de derecho”.

Y eso solo fue el primer día de la convención republicana, amigo lector. Las otras noches fueron consagradas a la construcción de una visión alternativa de la realidad en la que Trump es inocente de todos los cargos. Ha hecho todo lo posible contra la covid-19, dijeron los republicanos. Culparon a China de la pandemia, insistieron en que la recuperación económica está a la vuelta de la esquina y aseguraron que Trump no es racista, tarea que los republicanos delegaron en una sucesión de atletas profesionales negros. Huelga decir que estas intervenciones no gozaron de tanto éxito como el prolongado himno al miedo entonado por el partido.

Para entender realmente las elecciones de este año, no obstante, primero hay que considerar la forma en que los grandes medios de comunicación del país han estado rajando de Donald Trump durante estos últimos cuatro años. The Washington Post, por mencionar un ejemplo, publica tres o cuatro artículos diarios poniéndolo a parir de la forma más salvaje posible. Las noticias en publicaciones respetables etiquetan constantemente sus afirmaciones como noticias falsas y mentiras descarnadas. El objetivo, obviamente, era machacar la popularidad de Trump, pero también ha tenido el efecto irónico de ponerle el listón bien bajito. He aquí uno a quien los estadounidenses han oído describir un día tras otro como un monstruo repugnante, un hombre sin virtudes, un ser despreciable, quizá incluso un traidor. ¿Y si los republicanos presentaran pruebas de que en realidad es un buen tipo con un corazón enorme?

Y esto es lo que explica el único momento de triunfo incontestable de la convención republicana: el gran final, cuando la letanía de discursos aburridos pronunciados por oradores sosos desde habitaciones vacías dio paso repentinamente a Ivanka Trump, la estilosa hija del presidente, saliendo al trote de la Casa Blanca flanqueada por banderas estadounidenses y la ovación de un público de verdad desprovisto de mascarillas –un impactante gesto de desafío al coronavirus en un país donde la pandemia ya había provocado por entonces la muerte de ciento cincuenta mil personas–.

Mientras la brisa agitaba su impecable melena, Ivanka se plantó ante un micrófono situado en el jardín sur de la Casa Blanca y nos invitó a acompañarla a una realidad alternativa en la que Donald Trump –“el presidente del pueblo”, el “defensor del trabajador estadounidense”, la “voz de los hombres y mujeres olvidados de este país”– era el bueno y todos los demás, en los medios de comunicación y en la política, eran los los mentirosos, los deplorables. Al presidente, nos dijo, lo adoran sus nietos. Lo adoran “los estoicos mecánicos y obreros del metal” que no pueden contener las lágrimas cuando lo conocen en persona. Siente “una profunda compasión por aquellos que han sido tratados injustamente”, especialmente los encarcelados. Él hará, nos dijo ella, todo lo que pueda por los ganaderos de Wisconsin. Y, ay, imaginad cómo se sintió cuando tuvo que sacrificar “la economía más fuerte e inclusiva en generaciones… y detenerla para salvar vidas estadounidenses”.

Y entonces Donald Trump en persona se abrió camino hasta el podio y, tras aceptar la nominación de su partido y mostrar a los telespectadores que es capaz de sentir emociones humanas normales, le dio la vuelta a la imaginería maniquea de Joe Biden: “Estados Unidos no es una tierra envuelta en la oscuridad; Estados Unidos es la antorcha que ilumina al mundo entero”. Precisamente Biden, siguió Trump, es la encarnación de todo eso que le achacan a él: un fraude que ha embaucado a la clase obrera. “Aceptó las donaciones de los obreros, les dio abrazos y hasta besos –una clara referencia a la famosa costumbre de Biden de dar muestras de afecto no deseadas a mujeres de su público– y les dijo que compartía su dolor. Y entonces voló de vuelta a Washington y votó a favor de mandar nuestros empleos a China y a otros países lejanos”, arremetió el presidente. Todo lo que creías saber está equivocado.

¿Y qué hay de la “clase política” del país? Son todos alimañas, del primero al último. “Unos enterados de Washington –fingió rememorar Trump–, me suplicaron que permitiera a China seguir robándonos empleos, estafándonos y saqueando nuestro país. Pero yo fui fiel a la promesa que le hice al pueblo estadounidense”. Ah, esos villanos eran demoniacos, viperinos, traicioneros, enamorados del poder… y ejecutarían un programa desquiciado si se lo permitiéramos: “eliminarían” las fronteras del país (“en mitad de una pandemia global”), les darían a los inmigrantes ilegales “abogados gratis financiados con el dinero de nuestros impuestos” y recortarían los fondos para la policía, alentarían los disturbios y soltarían a “400.000 criminales a la calle para que invadan vuestros barrios”. Permitid que la vieja clase dominante vuelva a mandar a su antojo y pronto estaremos ante el fin del mundo. Estos liberales, arremetió el presidente, “quieren eliminar la libre elección de centro escolar mientras ellos matriculan a sus hijos en los mejores colegios privados del país. Quieren abrir las fronteras mientras viven en urbanizaciones vigiladas y en los mejores barrios del mundo. Quieren desfinanciar la policía mientras ellos van con guardaespaldas armados. Este noviembre debemos dejar atrás definitivamente a esta fallida clase política”.

Un pequeño núcleo de verdad

Hay una razón por la que no descarto estas ridículas afirmaciones de Trump como vanas falsedades, comentarios no verificables con los que escandalizarse, y eso es porque sus montañas de patrañas contienen un pequeño núcleo de verdad. Todo el mundo sabe que cierto tipo de posturas de izquierdas están de moda entre la flor y nata de la sociedad; la radicalización de la prensa de prestigio estadounidense, de las universidades caras y de las instituciones culturales frecuentadas por la elite en los últimos años son prueba de esto. Un ejemplo destacable de las últimas semanas: la NPR, una emisora de radio para intelectuales adorada por la elite estadounidense, prestó su altavoz al autor de un libro titulado In defense of Looting (“En defensa del pillaje”). Otro ejemplo que presencié con mis propios ojos no hace mucho: una camiseta confeccionada por Dior, de precio prohibitivo (860 dólares), adornada con el siguiente eslogan: “Todos deberíamos ser feministas”.

“Vienen a por mí porque estoy luchando por vosotros –dijo Trump en su discurso de aceptación–. Eso es lo que está pasando”. En verdad, Trump no está luchando por nosotros, pero “ellos” sí que van a por él. Esa parte es cierta, y a mucha gente le basta con que “ellos” odien a Donald Trump. Él es el enemigo de su enemigo. Y reciben gustosos su odio.

Para una gran parte de Estados Unidos, sospecho, este es el conflicto principal de estos horribles años. No el “Russiagate”. No la falta de respeto a la tradición del presidente o su uso inapropiado del Ejército. Ni siquiera su increíble fracaso en la gestión de la pandemia que puede medirse en decenas de miles de muertos. No, es este peculiar conflicto entre clases: Trump contra los sectores más ilustrados de la elite estadounidense. Los hemos visto unirse contra él con una especie de solidaridad de clase alta que la mayoría nunca antes habíamos presenciado. El odio que sienten hacia él no convierte a Trump en un buen presidente –objetivamente es uno horrible–, pero sí que ayuda a que Trump atraiga a gente que normalmente no querría saber nada de un payaso engreído como él.

El desprecio de la clase alta de Estados Unidos es casi lo único que le queda a Trump. Su economía boyante ahora es un amasijo de metal humeante estampado contra un árbol; esa industriosa y valiente ciudadanía que solía ensalzar está ahora viendo la tele en el sótano a la espera de una enfermedad mortífera que otros países industrializados han conseguido controlar. El miedo a los progres moralistas es literalmente lo único que le queda a este señor de cara a las elecciones del próximo 3 de noviembre.

¿Por qué los estadounidenses desprecian a los progresistas? La respuesta ha estado ante nuestras narices todo el tiempo. Puede que los demócratas hayan dejado de hablar de la clase media, pero son incansables si el tema es su propia virtud y su desdén por sus inferiores menos refinados. La política de la amonestación es el resultado y campa por todas partes en estos tiempos de coronavirus, exhibiéndose constantemente en las mejores redes sociales. En el momento en que escribo esto hay un vídeo (7) circulando por ahí en el que una muchedumbre de manifestantes del Black Lives Matter (una causa en la que sí creo) acorrala a una mujer que come en la terraza de un bar; le gritan y le exigen que levante el puño como muestra de apoyo a su causa. Al verlo, uno entiende cómo debió de ser vivir en tiempos de McCarthy. Episodios similares en los que la acusación y la denuncia alcanzan su paroxismo parecen barrer las redes sociales a diario.

Claro, todo esto no tiene mucho que ver con Joe Biden, que se ha pasado el último mes intentando captar el voto republicano moderado. He de reconocerle el mérito a Biden, parece un tipo decente, una reliquia de una cultura que supo encontrar la forma de tolerar o perdonar las taras morales de los ciudadanos de a pie. Generalmente, un hombre así derrotaría sin dificultad al patán incompetente que ocupa en estos momentos la Casa Blanca. Pero el panorama político actual hace que las cosas estén menos claras.

Que el progresismo se ha convertido en la política de una elite abusona y acosadora es una impresión que cada día se vuelve más y más difícil de evitar. Decir que la gente contempla esta forma de política con odio y miedo sería quedarse muy corto. Miedo, confusión, denuncia histérica: ese es el mundo hacia el que estamos descendiendo, y muchos estadounidenses no consideran culpable a Trump. Culpan a los progresistas.

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(1) Véase, por ejemplo, Bob Fitrakis y Harvey Wasserman, “Will Bush cancel the 2008 election?”, Common Dreams, 31 de julio de 2017.

(2) Elizabeth Drew, “Is this Watergate?”, Politico, 6 de febrero de 2017.

(3) Véase “‘Russiagate’, la débâcle”, La valise diplomatique, 26 de marzo de 2020.

(4) Umhair Haque, “We don’t know how to warn you any harder. America is dying”, Eudaimonia, 30 de agosto de 2020.

(5) Michael Anton, “The coming coup?”, American Mind, 9 de septiembre de 2020.

(6) Un papel para el que ya no parece el más indicado, ya que tampoco es que Cuomo haya hecho milagros contra la epidemia. En marzo, ordenó a las residencias de ancianos del estado de Nueva York a admitir pacientes de coronavirus sin realizarles antes un test para ver si seguían siendo contagiosos…

(7) Véase Lauren Victor, “I was the woman surrounded by BLM protesters at D.C. restaurant. Here’s why I didn’t raise my fist”, The Washington Post, 4 de septiembre de 2020.

Thomas Frank

Periodista e historiador. Autor de The People, No: A Brief History of Anti-Populism (Metropolitan Books, Nueva York, 2020), La conquista de lo cool (Alpha Decay, 2011, Barcelona) y ¿Qué pasa con Kansas? Cómo los ultraconservadores conquistaron el corazón de Estados Unidos (Acuarela Libros, 2008, Madrid), entre otros ensayos.