Todo parecía tranquilo en la estratificada sociedad guadalupeña. De un lado, funcionarios y empleados de las grandes firmas. Del otro, obreros y empleados con puestos precarios en pequeñas empresas subcontratistas y de servicios, junto a simples trabajadores no declarados y a quienes viven de la ayuda del Estado. Unos, remunerados correctamente; los otros, viviendo en la miseria.
Durante treinta años, las relaciones sociales en Guadalupe se redujeron a una carrera consumista para unos, y a una vida improvisada, a veces con pequeños comercios ilegales, para muchos otros. Cada cual se iba adaptando, entre ayudas sociales –recurso mínimo de inserción (RMI), Caja de ayuda familiar (CAF) o Asociación para el empleo en la industria y el comercio (Assedic, seguro de desempleo)– y trabajo clandestino; entre salarios miserables y desocupación (24% de la población activa, de promedio). En el caso de los menores de 30 años, ese porcentaje llega al 45%, y en (...)