Un estrecho río color rojo sangre atraviesa un imperio de vegetación. Ciento treinta y cuatro kilómetros de pista olvidados por la modernidad y por el mundo. La carretera de laterita candente, trazada muy deprisa por inmensas máquinas hace cinco años, une Bangassou y Bakouma, en la República Centroafricana. Debía traer prosperidad a todo el país –uno de los más pobres del mundo–, fortuna a sus trabajadores y energía para un siglo a Francia. Se le prometió que se convertiría en la aorta de un Nuevo Mundo, concebido en un abrir y cerrar de ojos entre Sudáfrica, Toronto, París y las islas Vírgenes. Actualmente devorada por una vegetación feroz e insaciable, repleta de grietas, colonizada por las mariposas y por las hormigas rojas, ya sólo alimenta al silencio y a uno de los escándalos industriales más grandes de este principio de siglo.
Se accede a Bakouma desde Bangui, la capital. Después de (...)