Nos encontramos en un barrio recóndito de Estambul que alberga a la clase media turca, en uno de los cientos de pequeños conjuntos de bloques de viviendas que existen por toda la ciudad. Seis torres de hormigón de veinte plantas. Todo el mundo se conoce. Todo el mundo está al corriente de la desgracia que se cernió sobre una de las familias de la torre C: la de Ravza K., quien, por temor a las represalias, aporta su testimonio con un nombre falso. “Estamos sumidos en una guerra psicológica librada por el Gobierno –suspira esta mujer de 42 años, madre de dos adolescentes–. En cuanto llaman a la puerta, tememos que nos vayan a arrestar. Nuestra vida puede pararse en cualquier momento, durante un control de tráfico o con una simple llamada telefónica”.
Este clima es el resultado de la ofensiva llevada a cabo por el Gobierno del presidente Recep Tayyip Erdogan contra su exaliado, el multimillonario y predicador musulmán Fethullah Gülen, fundador del movimiento Hizmet (1). Después de haber ayudado a Erdogan a acceder al poder a principios de los años 2000, Gülen, quien reside ahora en Estados Unidos, se convirtió en el “traidor” que habría iniciado y dirigido bajo cuerda los procedimientos judiciales contra su clan a finales de diciembre de 2013. El presidente lo acusa ahora de haber orquestado el golpe de Estado fallido del 15 de julio de 2016 –sin haber recabado ninguna prueba tangible hasta ahora–.
La caza de brujas que lleva a cabo contra los partidarios de Gülen ha causado decenas de miles de víctimas colaterales. Los arrestos masivos, las exclusiones del sector público, del Ejército y de los servicios de seguridad o el acoso judicial dan muestras de una purga sin precedentes en el seno de la sociedad. Desde el 24 de diciembre de 2017, dos decretos refuerzan aún más el estado de excepción, en vigor desde el golpe de Estado fallido. Ni siquiera las oleadas de represión tras los golpes de Estado militares que se sucedieron entre 1960 y 1980 alcanzaron semejante magnitud. Y en el punto de mira no solo se encuentran los simpatizantes gülenistas. A finales de febrero, la condena a cadena perpetua del escritor y columnista Ahmet Altan, por “intentar derrocar la Gran Asamblea Nacional Turca”, “intentar derrocar al Gobierno” e “intentar derrocar el orden constitucional”, conmocionó tanto en Turquía como en el exterior.
El 18 de julio de 2016, mientras Ravza K. se encontraba de viaje con su marido en Konia, su ciudad natal, esta se enteró de que todas las dersane (aulas) gülenistas iban a ser clausuradas, entre ellas aquella donde estudiaba su segundo hijo. Su marido volvió a Estambul para matricular al adolescente en otro centro. Cuando estaba de camino, su empleador lo llamó para anunciarle su despido. Ciertamente, el marido de Ravza K., profesor de Historia, había trabajado antaño en un colegio gülenista; pero, desde hacía cuatro años, trabajaba en un instituto público. Unas horas más tarde le comunicaban a Ravza K. que había finalizado su contrato como profesora de Teología en otro colegio, también público. Esa misma noche, la policía se presentó en el domicilio de la pareja. El apartamento se llenó de agentes encapuchados. Tiraron al suelo al marido de Ravza K., esposado. Llovían los golpes; le pidieron que diera nombres de miembros del “grupo terrorista” en el origen del golpe de Estado. Más tarde, los agentes se lo llevaron. Según Ravza K., ella y su marido, electores del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP, por sus siglas en turco), el partido del presidente, siempre han “alabado los méritos de la nación y de la República turcas” ante sus alumnos. Le resulta incomprensible que se les trate de “terroristas”. Su caso ilustra la estrategia del poder: hacer que se cierna la amenaza sobre todo el mundo, también entre los apoyos pasados y actuales del AKP.
Durante cinco días, Ravza K. intentó localizar la comisaría en la que se encontraba retenido su marido. Era diabético y temía que los policías no le proporcionaran las inyecciones de insulina que necesitaba. Finalmente se enteró de que estaba retenido en la comisaría central de Vatan, pero no volvió a verlo con vida. Oficialmente murió de un infarto. No obstante, el informe médico (donde se menciona, entre otras cosas, una costilla rota) y varios testimonios de otros detenidos evocaban interminables sesiones de tortura. Desde entonces, para vivir con sus dos hijos, Ravza K., de luto y privada de trabajo, solo puede contar con la solidaridad de los pocos vecinos que no desvían la mirada cuando se cruzan con ella y con pequeños trabajos de costura con los que gana 700 liras turcas (150 euros) al mes. Tras un año de esfuerzos desesperados, las acciones judiciales que emprendió para conocer la verdad fueron admitidas por la Justicia. A mediados de 2017 se inició una investigación y aún sigue esperando sus resultados.
Por tres días, Taner N. –también un seudónimo– no se habría cruzado con el marido de Ravza K. en Vatan, el lugar de su suplicio. “Cehennem” y “terör” (“infierno” y “terror”): dos palabras repetidas sin cesar por este profesor de 31 años, que quiere pasar desapercibido y se gira constantemente para verificar que nadie le está escuchando. Exprofesor en una escuela gülenista, fue denunciado por un antiguo estudiante, también arrestado después de que el portero de su edificio viera cómo se deshacía de un libro de Gülen tirándolo a una papelera. Cuando se encontraba en detención preventiva, el joven proporcionó el nombre de un profesor, amigo de Taner N., con quien se había intercambiado algún SMS recientemente. Bajo los golpes de los policías, este amigo, a su vez, dio las coordenadas de Taner N.
Cuando llegó a Vatan, cinco agentes se ensañaron con él durante varias horas, recibió una brutal paliza con el fin de hacerle confesar su participación en un “grupo terrorista gülenista”. “Soy un simple profesor, no tenía nada que ver con el golpe de Estado”, suspira el interesado, con lágrimas en los ojos, mientras cuenta las torturas sufridas. Después de tres días de detención lo llevaron ante el tribunal. “No me escucharon –lamenta–. Para ellos era una simple formalidad”. A continuación fue transferido a prisión, hacinado con treinta personas en una celda prevista para siete, de la cual no salió hasta el 28 de diciembre de 2016. A la espera de su sentencia definitiva, vive en casa de sus padres. Abatido, está “seguro” de que lo condenarán a quince años de prisión. ¿Por qué no huye al extranjero, como han hecho muchos desde hace dos años? “Lo he perdido todo y mi familia ya ha sufrido mucho. Soy musulmán, sigo creyendo que el bien triunfará sobre el mal”.
Igual que Ravza K. o Taner N., miles de turcos viven en la actualidad esperando su sentencia. Desde agosto de 2016, el boletín oficial publica listas de nombres. Cada mes, de 2.000 a 3.000 personas son sospechosas de colusión con las organizaciones terroristas. Los medios de comunicación cercanos al poder las divulgan. Así, 115.000 ciudadanos han sido despojados de todos sus derechos: ya no pueden votar, han perdido sus derechos para recibir una pensión de jubilación, así como su pasaporte. El miedo se ha adueñado de todos los sectores de la sociedad. Varias decenas de personas con las que hemos contactado no han querido respondernos, por miedo a ir o a volver a la cárcel con cualquier vago pretexto. “Las personas incluidas en las listas se han convertido en parias”, explica Ekin F., un joven psicólogo desempleado desde que su nombre apareció en la lista. Como los demás, ya no tiene ni empleo ni pasaporte; tampoco tiene derecho a la prestación por desempleo ni a la seguridad social. Sus amigos han dejado de verse con él. Sobrevive como puede. “Lo más duro es el aislamiento. Sigo trabajando un poco para consultas privadas. Pero la soledad, los amigos que te dan la espalda por miedo a verse ‘contaminados’… Afortunadamente, me organizo con otras personas que sufren el mismo trato”. Una vez a la semana se reúnen para hablar y utilizan las redes sociales para intentar divulgar su caso. Siempre con miedo a ser arrestados próximamente.
Con el paso de los meses se ha ido tejiendo una solidaridad inédita, más allá de las etiquetas políticas. “Algunos islamistas vienen a vernos para que les ayudemos –cuenta Mustapha Görkem Dogam, del sindicato de izquierdas Egitim-Sen, representante de los docentes de la enseñanza primaria y secundaria–. Nosotros estamos acostumbrados a la represión, pero para ellos es algo nuevo. Les ayudamos como podemos”. No obstante, cada vez acude menos gente a las manifestaciones del sindicato. A mediados de diciembre de 2017, durante la cita semanal en la plaza Altiyol, cerca del puerto de Kadikoy –en la orilla asiática del Bósforo en Estambul–, solo se concentraron nueve personas para reclamar el restablecimiento de sus derechos.
Con 58 años, Cihangir Islam ha decidido sufrir su destino en solitario. Expulsado de la Universidad de Kars, donde impartía clases de Ortopedia, se vio obligado a abrir su propio gabinete. Ningún hospital emplea ya a este médico, fundador de la organización no gubernamental (ONG) Mazlumder, que defendía a las víctimas de la represión, en particular a las mujeres que llevaban velo, a mediados de los años 1990. En el crepúsculo de su carrera, él también ha visto su nombre inscrito en una lista, sin duda por haber firmado hace dos años una petición a favor de varios académicos encausados por la Justicia.
Frente a esta arbitrariedad, algunas personalidades intentan reaccionar. De origen kurdo y diputado del Partido Republicano del Pueblo (CHP, por sus siglas en turco, de centroizquierda), Mustapha Sezgin Tanrikulu lucha desde los años 1980 en varias ONG para intentar hacer que se respete el derecho. Algunos de sus compañeros han muerto asesinados. En los vídeos que divulga cada viernes en Twitter entre sus 511.000 seguidores, intenta informar sobre lo que considera una situación “sin precedentes”. Él mismo también está siendo encausado en virtud del artículo 301 del Código Penal, que castiga con entre seis meses y dos años de cárcel a cualquiera que critique “la democracia turca, al Gobierno y las instituciones”. Cada semana se reúne con un grupo de abogados para defender la causa de detenidos como el periodista Ahmet Sik. Pero el Parlamento ya no es más que una cámara reducida a la mera aprobación de las voluntades del palacio presidencial. “Ya no hay ningún tipo de actividad parlamentaria digna de ese nombre”, nos confía Ayhan Bilgen, diputado del Partido Democrático de los Pueblos (partido kurdo de izquierdas, HDP por sus siglas en turco). Desde hace un año y medio, él mismo ha pasado varias veces por prisión; por su parte, los dos líderes de su formación, Selahattin Demirtas y Figen Yüksekdag, encarcelados desde el otoño de 2016, corren el peligro de sufrir severas condenas a prisión, pues la Justicia los acusa de apoyar al Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK, por sus siglas en kurdo) (2). “El poder destruye todo lo que se opone a él –constata Bilgen–. Esto tiene que acabar o pronto estallará una guerra civil”.
Para numerosos observadores, esta estrategia del terror se hace eco de otros episodios de la historia de Turquía. “El poder ha necesitado regularmente buscarse algún enemigo –relata un periodista exiliado en Francia–. Han sido los alevíes, los armenios, los kurdos… En la actualidad es la cofradía de Gülen. Sin duda, se debe a que Turquía no es una nación homogénea, sino una combinación de pueblos a los que hay que unir a la fuerza contra un enemigo común”.
Se trata de una idea atractiva desde el punto de vista intelectual, pero que subestima el carácter excepcional del periodo actual, considera Ahmet Kuyash, profesor en la Universidad de Galatasaray. “No se trata simplemente de un partido político que, después de haber llegado al poder, despide a los burócratas preexistentes, tal y como vimos de 1908 a 1913, más tarde con Mustafa Kemal en 1923, en 1950 cuando los demócratas se hicieron con el poder, o incluso tras el golpe de Estado militar de 1960. Gülen y el AKP llegaron al poder juntos. Y hoy en día, el Gobierno está llevando a cabo su purga. Es algo completamente nuevo. Incluso en 1908 y 1913 se imponían jubilaciones, pero no se despojaba de todo a esas personas como sucede actualmente con aquellas acusadas de ser gülenistas”.
“La alianza con Gülen fue fructífera para el AKP –explica por su parte Selim Koru, asesor para un centro de reflexión de centroderecha vinculado a la Cámara de Comercio de Ankara–. Utilizaron a Gülen y ahora se deshacen de él”. Sin embargo, Kuyas ve venir el final de ese “momento excepcional”, cuando todos los “purgados” se volverán contra el Estado para reclamar su rehabilitación. “El AKP ya ha perdido las grandes ciudades: Estambul y Ankara votaron ‘no’ en el referéndum del 16 de abril de 2017”.
El sindicalista de Egitim-Sen reconoce que la intensidad de las purgas está disminuyendo, pero considera que “el AKP aún tiene un gran margen de maniobra y, en cualquier momento, puede caer una nueva lista”. El terror, por su parte, se arraiga cada día un poco más en el inconsciente turco, ya que nadie sabe hasta dónde el Gobierno, habiendo disciplinado al aparato judicial y los últimos contrapoderes, está dispuesto a llegar.