Yo, señores, sin jactancia, tengo el oído absoluto, o perfecto. Escucho una sinfonía, oigo cantar a Juanito Valderrama, me llega un choque de vasos, y sé exactamente las notas que emiten. Hace unos quince años penetré en la abadía gregoriana de Solesmes (Sarthe, Francia) para entrevistar al director del coro. Le pedí al eclesiástico y maestro que me explicara los diferentes modos del canto llano. Me entonó los primeros compases del salmo: “Jesús, hijo de David…” No más empezar lo interrumpí: “No, padre, dice usted ‘sol’ y está cantando un ‘fa’ ”. Me miró asombrado: “¿Posee usted el oído absoluto? Es una virtud que, a mí, Dios no me ha concedido”. “No me sirve de nada, padre, pues entono muy mal”. “Vaya a ver de mi parte al doctor Tomatis. Otros milagros ha hecho”.
Fui a ver al doctor Tomatis y me dio varias lecciones. Muy caras, por eso lo dejé (...)