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“The Economist” y sus convicciones de geometría variable

El libre comercio a cañonazos

El semanario más influyente del mundo, The Economist, se proclama liberal. Sin embargo, aunque es partidario del laisser-faire, nunca se ha mostrado reacio a las guerras. Mucho antes de ser el defensor editorial de todas las operaciones militares occidentales (Indochina, Kosovo, Irak, Libia, etc.), aprobó sin escrúpulos las conquistas coloniales más sangrientas del Imperio británico.

por Alexander Zevin, noviembre de 2019

Cuando James Wilson fundó The Economist, en 1843, prometió “editoriales originales en los que se aplicarán los principios del libre comercio con el mayor de los rigores a todas las cuestiones importantes del momento” –una formulación que recuerda más una cruzada que la línea editorial de una publicación del mundo empresarial (1)–. En el extranjero, Wilson identificó, “dentro del alcance de nuestra relación comercial, islas y continentes enteros en los que la luz de la civilización apenas ha llegado”. En Inglaterra, “la ignorancia, la depravación, la inmoralidad y la irreligión proliferan en proporciones indignas para un país civilizado”. En ambos casos, el vector de la civilización es el libre comercio, del cual “pensamos seriamente que hará mucho más que cualquier otro agente visible por extender la civilización y la moralidad, e incluso por poner fin a la esclavitud”.

Durante los dos primeros años de su existencia, la nueva cabecera de la prensa británica permaneció fiel a sus compromisos. Examinó los efectos deletéreos de los aranceles aduaneros sobre la oferta, la calidad y el precio del azúcar, de la lana, del trigo, del vino, del hierro, del maíz, de la cochinilla, de la seda, del pescado, del encaje, del carbón, de los salarios, de la moneda, de los trajes, de los esclavos y de la ropa blanca francesa. Esta información ocupaba dos columnas muy densas bajo una elegante cabecera en caracteres góticos: “The Economist: or the Political, Commercial, Agricultural, and Free-Trade Journal”.

Los editoriales sobrepasaban a menudo la denuncia de leyes particulares que consideraban desacertadas. Planteaban también el marco de grandiosos posicionamientos teóricos, como en una serie de artículos en la que preguntaba: “¿Quién es responsable de la condición de la sociedad?”. Después de haber sopesado bien los papeles respectivos de las clases inferiores, de los capitalistas, de los terratenientes y del Estado, The Economist llegaba a la conclusión de que las primeras y el último eran corresponsables de la situación, pero no a partes iguales. En un mundo donde “cada persona debe rendir cuentas de sus propias acciones ante la naturaleza” y extraer lecciones de ello, los pobres solo pueden responsabilizarse a sí mismos de sus desgracias, pues dilapidan sus salarios y su tiempo libre abandonándose al sexo, a la bebida y al juego en lugar de ahorrar y trabajar por un futuro mejor. “Cuando vemos sus costumbres, su ignorancia, su deferencia hacia los falsos amigos, su inquebrantable confianza en una larga sucesión de dirigentes que no eran sino charlatanes todos ellos, no podemos disculparles. La naturaleza los considera responsables de su conducta, ¿por qué no haríamos nosotros lo mismo? Los vemos sufrir y los declaramos culpables”.

En conjunto, los capitalistas y los terratenientes son egoístas, pero es algo bueno, porque cuanto más elevados sean sus ingresos, mayor será la cantidad neta de productos para la alimentación de la comunidad, la cantidad de empleos y el importe de las retribuciones de las clases trabajadoras. En cuanto al Estado, este se muestra simplemente incapaz de evaluar la dimensión de este complejo organismo social. Al intentar hacer adoptar leyes cuyos efectos nadie puede prever, aborda una tarea “más hecha para Dios que para el hombre”. La realidad es que “el deseo de felicidad o de aquello que designamos como interés personal es universal. No se limita al hombre, sino que invade a todo el reino animal. Es la ley de la naturaleza, y si la búsqueda del interés personal –a la que cada uno es libre de entregarse– no desemboca en el bienestar para todos, ningún sistema de gobierno lo conseguirá”.

En 1847, tras la victoria electoral de los whigs, Wilson entró en la Cámara de los Comunes. Al mismo tiempo que cambiaba de estatus, abandonaba el sector de la industria –en el cual había recibido la ayuda de su padre– para interesarse por las finanzas. En el marco del Imperio británico, estas se beneficiaban del libre comercio mucho más que cualquier otro sector de actividad. Poco a poco, The Economist fue revisando su visión del laisser-faire: cuando los intereses imperiales estaban en juego, el recurso a la guerra se convertía de repente en una necesidad absoluta.

El comienzo de la Segunda Guerra del Opio tuvo lugar en octubre de 1856, cuando la policía china arrestó en Cantón a la tripulación china del Arrow (una variedad de junco), acusado de piratería. El cónsul británico afirmó falsamente que el barco enarbolaba la Union Jack, que estaba registrado en Hong Kong en el marco de un tratado firmado en 1843 después de la Primera Guerra del Opio y que, por lo tanto, los chinos no tenían derecho a detener a quienquiera que estuviera a bordo. Sir John Bowring, plenipotenciario, superintendente jefe de Comercio, gobernador, comandante en jefe y vicealmirante de Hong Kong, se apresuró a enviar una flota para someter Cantón a cañonazos, y eso pese a que el gobernador Ye Mingchen ya había liberado a los cautivos y aceptado las condiciones que se le habían presentado. Sin embargo, se había negado a disculparse porque, según afirmó, el Arrow era chino. Eso le valió a Cantón un diluvio de fuego de tres semanas, seguido de una intervención armada que duraría cuatro años y que terminaría con el saqueo de Pekín. Así se abrió a China a la cultura de Occidente y al comercio con esta zona. Francia, Rusia y Estados Unidos se unirían al encarnizamiento, pero fue el interés particular de los británicos por un único producto el que daría nombre a esta guerra.

Para el Londres de aquella época, los ingresos de este comercio eran considerables. Servían no solo para mantener a flote el aparato estatal en la India –donde se producía la mayor parte del opio–, sino también para transformar un déficit comercial con Asia (seda, té, cerámicas) en excedente global. La demanda de los chinos adictos a este narcótico era muy elevada, pero su prohibición, impuesta por la dinastía Qing, limitaba la oferta.

El pretexto de la invasión y la sospecha generalizada de que beneficiaba al comercio de la droga desencadenaron una tormenta de protestas cuando la noticia del “incidente del Arrow” llegó a Londres en 1857. El 24 de febrero, el líder de la oposición conservadora, Lord Derby, presentó una moción que condenaba la actitud británica, calificada de “exigencias arrogantes de una supuesta civilización”. Fue rechazada por poco por la Cámara Alta.

The Economist salió entonces a la palestra: “El comercio es tan necesario para la sociedad como el aire, los alimentos, la ropa o el calor”. En consecuencia, las intervenciones serían comparables a operaciones humanitarias: “Podemos lamentar la guerra, pero no podemos negar los grandes beneficios que ha proporcionado. (…) Lo mismo sucede con cualquier guerra con China que permita a sus poblaciones participar más plenamente en los intercambios comerciales con todas las demás naciones… y protegerlas de la tentación de matar a los bebés, de dejar morir de hambre a los ancianos y de regular su número exterminándose mutuamente”.

A partir de 1857, The Economist se obnubiló tanto como el resto de la prensa por los relatos de abusos procedentes de la India británica, donde, en Meerut, el motín de los soldados indios –los cipayos– contra sus oficiales europeos se transformó en una rebelión contra la Compañía Británica de las Indias Orientales (British East India Company) (2). Por entonces, esta sociedad, fundada durante el reinado de Isabel I y privatizada casi por completo, reinaba en dos terceras partes del subcontinente indio a cambio de una anualidad de 630.000 libras transferida a Londres y extraída de los ingresos generados por los territorios que controlaba.

Tres ejércitos distintos marchaban bajo su estandarte –uno por cada una de las provincias en las que se organizaba la India: Bengala, Bombay y Madrás– con efectivos de 232.000 indios y 45.000 europeos. La primera de las tres provincias era la más vasta y la más homogénea. Desde mediados del siglo XVII, su ejército reclutó entre los campesinos hindúes de Bengala, de los estados de Oudh y de Bihar [integrado en Bengala hasta 1912], y de Benarés.

El número de hombres amotinados fue aquí mucho más elevado que en ningún otro lugar; los coetáneos atribuyeron este fenómeno a una ofensa religiosa involuntaria: en Meerut, los soldados de infantería habrían recibido cartuchos recubiertos con grasa de vaca o de cerdo y que era necesario morder por un extremo para romper el papel y poder usarlos. Tanto musulmanes como hindúes se negaron a hacerlo. Sin embargo, en realidad, sus reclamaciones eran estructurales. En el ejército recibían sueldos muy bajos, sufrían unas condiciones de vida deplorables y no tenían ninguna posibilidad de promoción interna: el oficial indio con más antigüedad debía obedecer al oficial europeo con menos. En la sociedad, la economía textil, antes boyante, colapsó ante la rivalidad de los tejidos manufacturados británicos, mientras seguía sujeta al modelo empresarial de la Compañía Británica de las Indias Orientales, basado en la búsqueda depredadora de nuevas fuentes de ingresos y de nuevos territorios.

The Economist se mostró tan implacable con los indios como con los chinos. Cuando Londres ordenó a sus tropas, de camino hacia China, que se desviaran para pasar por Calcuta, el periódico exigió que los amotinados fueran juzgados rápidamente por la traición que habían demostrado al emprenderla “de manera indiscriminada contra hospitales, cuarteles y mujeres y niños indefensos”. Achacaba esto “al carácter de los indígenas… medio niños, medio salvajes, presos de pulsiones repentinas e irracionales” más que animados por una motivación o un objetivo coherentes. A mediados de julio, The Economist pensaba que lo peor probablemente ya había pasado, puesto que la toma de Delhi por los rebeldes no había desencadenado ninguna insurrección generalizada. “Tres cuartas partes del ejército de Bengala y la totalidad de los ejércitos de Madrás y de Bombay, así como el conjunto de las poblaciones no militares, de cabo Comorín al Himalaya, se han mantenido al margen. ¿Acaso no prueba eso que, a pesar de sus múltiples errores, la autoridad británica es considerada más como una bendición que como una maldición por los indígenas de la India?”.

Ni siquiera la “masacre bárbara y pérfida de la guarnición de Cawnpore”, masacre de europeos de la cual, al contrario que The Times, The Economist no publicó detalles, logró tambalear apenas su confianza en el futuro del imperio. En realidad, el motín se transformó en sus páginas en una bendición disfrazada: “Ningún acontecimiento menos horrible habría reforzado nuestra determinación hasta este punto”. Si los cipayos hubieran cometido solamente actos de crueldad ordinaria, “el Gobierno habría sido atacado de inmediato por un partido poderoso, equiparando esta revuelta a la de las colonias americanas y recomendando a nuestra nación no oponerse a un movimiento patriótico. (…) Sin embargo, todas esas dudas y todos esos temores ya no tienen cabida. Todo inglés sabe que abandonar la India equivaldría a cometer contra los millones de hindúes un pecado mucho más grave que si se hubiera dirigido contra nuestro propio país. (…) En comparación con los horrores de una anarquía militar, el reinado del terror durante la Revolución francesa fue un modelo de justicia y de clemencia… En Europa, vemos cómo las razas indias son incapaces de refrenar sus supersticiones y sus pasiones; tampoco han interiorizado aún ningún tipo de respeto por la ley, el orden cívico y las obligaciones sociales necesarios en las formas más elementales de autogobierno. (…) Si el poder inglés se retirara, sería el fin del comercio con la India”.

Las fuerzas británicas retomaron la iniciativa a comienzos del año 1858, con la ayuda activa o el consentimiento de los principados del norte y del centro de la India, y con el desvío de regimientos procedentes de Crimea, Persia y China. Después de haber reconquistado o levantado el asedio de ciudades como Delhi, Cawnpore y Lucknow, las tropas imperiales ejercieron terribles represalias sobre poblaciones enteras, juzgadas culpables de haber ayudado a los rebeldes. The Economist señaló con satisfacción la “demostración de fuerza producida por las ejecuciones diarias de amotinados de todos los grados” –algunos fueron amarrados a la boca de un cañón y despedazados–, pero se preguntaba si los periodistas y los oficiales que reclamaban la cabeza de cada cipayo de los regimientos amotinados, incluso si no había cometido ningún acto de violencia, habían reflexionado bien sobre las reacciones que podrían producirse en el país: “Al menos vale la pena –afirmaba– [examinar] si la ejecución a sangre fría de 35.000 hombres o más es una medida para la que el pueblo y el Gobierno inglés están preparados”.

Una de las razones por las que The Economist apoyó el nuevo modelo de gobierno de la India apareció con claridad un mes después de la proclamación de la paz: la edición de The Times del 5 de agosto de 1859 anunciaba que Wilson acababa de aceptar el cargo de canciller del Exchequer indio, responsable de cubrir el coste del motín.

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(1) Léase “‘The Economist’, el semanario de las clases dominantes”, Le Monde diplomatique en español, septiembre de 2012.

(2) N. de la R.: Véase William Dalrymple, “La revuelta de los cipayos”, Le Monde diplomatique en español, agosto de 2008.

Alexander Zevin

Historiador, Universidad de Nueva York.