La Comisión Europea tiene dos actividades principales: por un lado, gestionar la ampliación de la Unión Europea (UE) con la incorporación de nuevos Estados miembros con el único límite de su pertenencia geográfica a Europa, una entidad en el sentido más amplio; por otra parte, celebrar acuerdos de libre comercio con, potencialmente, todos los demás países o grupos regionales del resto del mundo.
Ambos ejercicios son convergentes, tienen el mismo objetivo y utilizan el mismo método. Se trata de avanzar hacia el libre comercio mundial, sobre la base ya formada de un mercado de más de 500 millones de habitantes, la Unión Europea. Esta ambición extraeuropea se plasmó inicialmente negro sobre blanco en el Tratado de Roma de 1957 y se ha recogido en todos los tratados posteriores. Así, el Tratado de la Unión Europea estipula que la política comercial común tiene por objeto “fomentar la integración de todos los países en la economía mundial, incluso mediante la eliminación progresiva de los obstáculos al comercio mundial”.
Esta articulación entre lo global y lo europeo para la imposición del libre comercio no está muy presente en el discurso de los Gobiernos de la UE. Por razones electorales, no quieren ser puestos en el mismo saco que los ideólogos de la globalización neoliberal. Por lo tanto, por lo general se limitan a consideraciones nacionales de coste-beneficio que puedan dar lugar a posturas intra-europeas conflictivas. Tanto en lo que respecta a la ampliación como a los acuerdos de libre comercio, la Comisión juega un papel clave. Es la Comisión la que, siguiendo el mandato de los Gobiernos –un mandato con el que a veces se toma ciertas libertades–, tiene la última palabra sobre estas dos cuestiones. Sin duda, se trata de una posición de considerable poder para la Comisión, incluso si bien son teóricamente los Estados los responsables últimos de la toma de decisiones, tanto en la definición de su mandato, regido por la regla de la unanimidad, como en el resultado de las negociaciones que lleva a cabo en su nombre.
La cuestión de la adhesión a la UE de dos Estados de los Balcanes Occidentales –Albania y Macedonia del Norte– es ejemplar en este sentido porque demuestra que este proceso puede fracasar. En el Consejo Europeo del 17 de octubre, Francia, seguida de Dinamarca y los Países Bajos, vetó la apertura de las negociaciones de adhesión con Tirana y Skopje defendidas por Bruselas. Esta sería la octava ampliación de la UE después de las de 1973, 1981, 1986, 1995, 2004, 2007 y 2013. Turquía, Serbia, Montenegro, Bosnia y Herzegovina y Kosovo permanecerían en la lista de espera, con muy diferentes probabilidades de éxito.
Cabe preguntarse por qué la Comisión, al igual que la mayoría de los actuales Estados miembros de la UE, está a favor de la entrada de Albania y Macedonia del Norte, así como, a largo plazo, de parte de los demás países de los Balcanes Occidentales (Turquía está siendo descalificada por su agresión contra los kurdos). Esto es comprensible, al menos para los pequeños Estados balcánicos, por razones de vecindad y de perspectivas de transferencias financieras. Del mismo modo, es concebible que los países altamente industrializados, como Alemania e Italia, acepten nuevas oportunidades de exportación e inversión. Pero, ¿por qué la Comisión? ¿Acaso ignora, como guardiana de los Tratados, el hecho de que la arquitectura de la UE, diseñada inicialmente para seis países fundadores, ya es totalmente inadecuada con 28 (que pronto serán 27) miembros? Por poner sólo un ejemplo, la llegada de un comisario adicional por cada nuevo miembro provocaría una hipertrofia del Colegio de Bruselas. Así pues, debemos buscar sus motivos en otra parte. ¿No serían estos ideológicos, pretendiendo mantener viva la llama del libre comercio?