Es evidente que hablar hoy de democracia económica es adentrarse en un terreno sobre el que se ha producido una pérdida casi absoluta de referencias comparada con los años 70 del siglo pasado. El que términos como autogestión, cogestión o participación del trabajo en las empresas, que en aquellos años eran aspiraciones comunes entre sindicatos y fuerzas progresistas, hayan perdido vigor es una muestra de que las fuerzas democráticas interesadas en la democratización social están a la defensiva.
Y sin embargo, la realidad es que el neoliberalismo que ha marcado la gestión económica los últimos 30 años ha agotado su modelo seductor y navega hacia formas autoritarias de dominio.
La coyuntura económica está cargada de preocupación por el futuro: de un lado, los analistas asumen como inevitable que se acerca una recesión que se teme pueda ser superior a la del 2008; de otro, Estados Unidos (EEUU) se siente impugnada por China como potencia emergente que gana influencia en áreas de Asia, África y Latinoamérica que hasta no hace mucho las sentía como “propias”.
Hay un factor más que añade una especial incertidumbre al momento: existe consenso en que no hay margen de maniobra en la política económica para combatir la próxima crisis. Hay que recordar que en las tres últimas recesiones, la Fed, el banco central de EEUU, pudo bajar los tipos de interés cerca de cinco puntos porcentuales, algo imposible en estos momentos en los que los tipos siguen en mínimos. Algo parecido pasa con la política fiscal y los ajustes sociales: los niveles de endeudamiento hacen difícil elevar el gasto público o rebajar impuestos que actuaran como estímulos para combatir una recesión. Por último, la cercanía y la dureza de las políticas de austeridad implantadas en la anterior crisis hacen casi imposible su reedición.
Crisis de la gobernanza capitalista
Desde los espacios de poder vuelven a aparecer propuestas que reclaman otro capitalismo en línea con las manifestaciones de Nicolas Sarkozy que, en 2008, introdujo la retórica de “refundar el capitalismo”. La impresión es que esta vez estaremos obligados a afrontarlo en serio.
Los hechos son testarudos. El agotamiento de la gobernanza capitalista nos acerca a un momento en el que cualquier salida (pacífica) a la próxima crisis está obligada a poner en discusión el modo de producir y la lógica de la organización empresarial.
No es posible que las empresas obliguen a compartir los riesgos y los sacrificios entre los diversos actores económicos (trabajadores, instituciones, proveedores, clientes…) y no se socialicen y compartan las decisiones. De modo que, cuando vuelvan a ser imprescindibles los ajustes, los trabajadores tendrán derecho (estarán obligados, incluso) a reclamar que se cuantifiquen y se capitalicen sus sacrificios mediante participación en el capital de las empresas.
Paradójicamente la propia incapacidad del sistema para encontrar una solución podría abrir un futuro de diálogo y concertación cuando más débil y fragmentado parece el mundo del trabajo. Se abriría un camino que permitiría reequilibrar el poder interno y obtener como trabajador-accionista la información y los derechos que se le niega como mero trabajador. Esa vía sería el único modo de asegurarse que la crisis no se convierte en una estafa que desplace, una vez más, a dividendos los ajustes de salarios y empleo que conlleva el ajuste.
Un futuro marcado por la coexistencia y conflicto de modos de producción diferentes
La gestión de ese escenario nos abriría a dos interpretaciones: de un lado, como una forma de “refundar el capitalismo” es decir como un modo de integrar al trabajador-accionista individualmente en el capital; de otro, como un paso hacia el postcapitalismo, como el reconocimiento de que el verdadero capital en la nueva economía reside en el conocimiento vivo que aportan los trabajadores como colectivo.
En el primero, la gestión del capital-dinero seguiría siendo el factor productivo esencial mientras el trabajo se mantendría como un factor subsidiario, una commodity, algo imprescindible pero indiferenciado; en el segundo, el trabajo en tanto que capital-conocimiento reclamaría un papel de liderazgo mientras la superabundancia del capital-dinero lo convertiría en un factor productivo devaluado, que no aportaría valor diferencial. Esas dos interpretaciones podrían competir y convivir durante mucho tiempo.
En cualquier caso, estaríamos hablando de un paso objetivo, pequeño o grande, hacia planteamientos inclusivos asociados a la democracia económica. La pregunta es si las fuerzas progresistas están capacitadas para vislumbrar y gestionar ese escenario posible, si entienden qué significan esas transiciones, si vislumbran las tareas que deberían asumir. La realidad es que eso exige un cuerpo conceptual del que careceremos si no se ponen en marcha, de forma urgente, plataformas para debatir y desarrollar esa transición hacia un modo de producir y distribuir que camine hacia la democratización de la economía.
No parece que el prioridad del mundo sea hoy “acabar con la propiedad privada” sino superar los modelos caracterizados por el control autocrático centralizado que definen el último capitalismo. El impulso de empresas abiertas a la participación de sus trabajadores y otros grupos de interés es la forma de acotar la concentración de poder de los primeros ejecutivos como agentes destacados de las “minorías de control” en las grandes corporaciones. Una tarea que necesita complementarse con nuevas formas de gestionar el espacio público y revitalizar su misión en términos de eficacia asociada a interés general dando la vuelta a los programas de colaboración público-privada que han legitimado el saqueo de recursos públicos por élites extractivas. O con la extensión de nuevas formas cooperativas y de trabajo asociado en PYMES proveedoras de servicios de alto valor…
La historia demuestra que no hay revoluciones globales que se hagan de una sola vez. Que los cambios se consolidan mediante la coexistencia, por un largo periodo de tiempo, de modos de producción diferentes. Que lo que intuimos cómo postcapitalismo empieza a estar presente en determinadas formas económicas no capitalistas que actúan como moléculas que deben desarrollarse como símbolos de un nuevo poder, que cuidan el valor del trabajo como factor de innovación en oposición a los planteamientos rentistas y las lógicas extractivas.
No es posible asegurar que esos retos se nos presenten realmente. O puede que la realidad nos desborde obligando a gestionar situaciones que la sociedad lleva décadas sin debatir. En cualquier caso, la tarea hoy es prepararse y conseguir que los actores sociales invadan la agenda política y se preparen para imaginar soluciones colaborativas a la crisis que parece se avecina, opuestas a la lógica destructiva que nos anuncian los tambores de guerra.
Repensando la democracia económica desde el mundo del trabajo
La crisis de 2008, las transformaciones productivas y los cambios que traen consigo la economía digital han creado un escenario diferente que obliga a actualizar planteamientos y reconocer nuevas oportunidades y riesgos.
El mundo del trabajo se encuentra confuso respecto al camino a tomar. De un lado, se mantiene y acentúa una preocupación entre parte del mundo sindical europeo que perciben la participación en las empresas como un mecanismo que pretende debilitar la posición del trabajo al socavar la negociación colectiva y la representación sindical. Formaría parte de una estrategia cuyo objeto sería alinear más estrechamente la remuneración con el rendimiento de la empresa y debilitar el vínculo de los empleados con sus representantes: sería, por así decir, otro ardid para reducir al nivel de empresa las relaciones capital/trabajo, en línea a la descentralización de los acuerdos de negociación colectiva del nivel nacional o sectorial.
Sin duda es así. Es evidente que para las élites económicas la participación reglada de los trabajadores es una ocasión más para neutralizar las tensiones de la lucha de clases; pero por el mismo motivo, para las fuerzas sociales, debería ser una oportunidad para dar un salto a la vez defensivo y ofensivo en el que se definan las líneas de un nuevo horizonte de progreso social.
Si las fuerzas del trabajo quieren seguir aspirando a representar al conjunto de los trabajadores en una sociedad compleja es obvio que deben dar un salto en sus comportamientos: se necesita que desde las “posiciones de parte” que siempre caracterizaron al sindicalismo de clase se esfuercen por ofrecer al conjunto de los grupos interesados en el futuro de las empresas (clientes, proveedores, instituciones…) una idea diferenciada de gestión que la que emana de los accionistas.
Es evidente que la creciente complejidad y terciarización de la economía ha facilitado la extensión de lógicas participativas en ámbitos en los que la tradición sindical es más débil. Mientras los incrementos retributivos y las condiciones de trabajo siguen siendo la base de la negociación colectiva en sectores primarios como el transporte y la construcción, en nuevas actividades de servicios con una proporción relativamente alta de empleados de cuello blanco, más formados y que realizan tareas de trabajo complejas, así como en empresas grandes con empleados mejor remunerados, los comportamientos son más proclives a otras demandas muy centradas en la empresa y en su gestión.
La denuncia de que esos comportamientos como consecuencia del predominio ideológico del individualismo y el abandono de posiciones “de clase” asociados al auge de sindicatos corporativos no es suficiente. También es evidente que responden a un cambio de percepción que les hace ser sensibles a planteamientos más elaborados que tienen que ver con la participación en el gobierno de la empresa.
No es un camino fácil pero es el único posible. Un riesgo destaca entre todos: que la participación agudice el sistema de desigualdad imperante al aumentar las ventajas de los trabajadores que ocupen una posición central en la cadena de valor (una especie de “aristocracia obrera” reforzada por su participación) y los situados en posiciones externalizadas y subalternas. El riesgo es cierto. Pero cualquier otro camino que iniciemos no significa, en absoluto, que augure ventaja alguna para los precarizados ubicados en funciones periféricas.
Por ello, conviene felicitarse por algunas iniciativas novedosas surgidas desde el partido laborista del Reino Unido que recuperan y actualizan el discurso ideológico sobre nuevas formas de propiedad y nuevas formas de participación. Se trata de una propuesta del ministro de economía en la sombra, John McDonnell, que vincula las rentas de participación de los trabajadores en las empresas con la financiación de un fondo soberano destinado a complementar la políticas públicas que enlaza con las experiencias más avanzadas del modelo sueco de los Fondos de Asalariados en los años 1980.
Enfrentarse a la lógica financiera, impulsar la economía productiva
Más dividendos y más apalancamiento son la expresión más peligrosa de la financiarización de la economía típica del último capitalismo. La expresión gráfica de esa situación es el crecimiento del ratio que compara los pagos financieros, (suma de dividendos repartidos y los intereses pagados como retribución al capital propio y al ajeno) en relación a los beneficios de explotación generados en las grandes empresas. Esa ratio se mantuvo, según muestra Ozgur Orhangazi, alrededor del 40% entre 1950 y 1980 para elevarse al entorno del 100% a partir de los primeros noventa en las corporaciones estadounidenses.
Cuando se alcanza esa cota significa que todos los excedentes de explotación se escapan de la empresa, que no existe autofinanciación, que el stock de capital productivo no se renueva suficientemente y que cualquier decisión de crecimiento requiere nueva financiación externa (más capital, más créditos) que reactivan los mercados de capitales y vuelve a reforzar lo financiero sobre lo productivo.
Romper esa lógica es la tarea más importante para la sostenibilidad de la economía mundial. El impulso a la economía productiva es hoy imposible sin abordar la participación de los trabajadores en las empresas. Esa es la alternativa más completa y contundente a la “unilateralidad empresarial”, ese principio de funcionamiento que acompaña a la creciente desigualdad social y que se pone de manifiesto también en los límites crecientes a la “concertación social” en las relaciones laborales.
Impulsar la democratización económica significa mitigar la desigualdad primaria y favorecer el impulso de la economía productiva fortaleciendo sus lógicas. Los estudios realizados desde los años 1980, en el Reino Unido, detectan efectos positivos para la productividad del trabajo cuando la participación en la propiedad viene acompañada de la participación en la toma de decisiones.
En particular: favorecer la calidad del empleo y el talento colectivo, apostar por un modelo de competitividad basado en la creación de valor en los productos y servicios, facilitar la innovación continua como resultado del capital colectivo e impulsar la transformación del tejido económico en un entorno de transiciones aceleradas. En una coyuntura marcada por un riesgo creciente de recesión, se debe aspirar también a mitigar la deslocalización de actividades y los ajustes de empleo como salida.
Recuperar el sentido de lo público
Transcurridos 30 años de la oleada de privatizaciones de los años 80 con resultados poco o nada satisfactorios, toca iniciar una revisión de lo público que recupere el sentido de interés general de los servicios públicos no solo en espacios municipales, como Berlín, sino también en los niveles estatales.
El nuevo laborismo que representa John McDonnell ha desarrollado un documento sobre modelos alternativos de propiedad (1) en el que se reinterpreta la gestión de las empresas públicas desvinculándolas del planteamiento burocrático y centralizado desarrollada en el siglo pasado: la propiedad pública se identifica ahora con una gestión democrática realizada por los stakeholders: trabajadores, proveedores, consumidores y otros representantes de la comunidad. El partido laborista plantea recuperar el control social y público sobre los ferrocarriles, la energía, el agua y el correo.
La idea es que las empresas públicas –con participación de capital público de cualquier nivel municipal, regional, estatal– deben están obligadas a escalar en las máximas cotas participativas y, al tiempo, ser vanguardia en modelos de gestión eficientes y profesionales dando estabilidad y sostenibilidad a los proyectos públicos.
La gestión de lo público permite elevar el nivel de la democratización de la economía a su verdadera dimensión que, por supuesto, supera el ámbito empresarial. Requiere participar en la elección de las prioridades sociales al más alto nivel en el corto y largo plazo. Se manifiesta en la capacidad de influir en los grandes asuntos: en el “cómo producir” (gestión del cambio tecnológico, ajustes ante demandas estacionales, externalización y deslocalización productiva...) y “cómo distribuir los excedentes” (salarios mínimos y máximos, control sobre los bonus de los directivos, bonificar o gravar los beneficios según su destino, superar brechas sociales y de género).
Pero no olvidemos que los equilibrios y las luchas surgen siempre en los ámbitos productivos, por muy fragmentados que se nos presenten. La tarea del momento es recuperar iniciativas dispersas y dotarlas de un cuerpo coherente que no se deje sorprender por la rapidez de los cambios mediante una propuesta congruente de cambio social.