América Latina y el Caribe produce suficiente comida para alimentar a sus 646 millones de habitantes y todavía nos sobra para dar de comer a otros 169 millones. Somos el principal exportador neto de alimentos del planeta. Nuestros cereales, oleaginosas, carnes, café, cacao, verduras, frutas, jugos, vinos y azúcar se venden en cada rincón del globo.
En este Jardín del Edén, 39 millones pasan hambre, casi 60 millones sufren severamente de inseguridad alimentaria, 5 millones de niños están crónicamente desnutridos, 104 millones son obesos, y 38 millones de mujeres en edad reproductiva son anémicas. Así lo consigna la última edición de El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo, informe publicado por cinco agencias de las Naciones Unidas bajo la dirección de la FAO.
En la década del 2000, nuestra región fue campeona mundial en la lucha para alcanzar la meta de Hambre Cero. Las políticas públicas creadas en nuestra región eran estudiadas e imitadas. Hacia el 2012 ese progreso se detuvo. Doce de nuestros países han dejado de avanzar y en tres de ellos los números empeoran, siendo el caso de Venezuela el más preocupante por la magnitud y velocidad del deterioro. Aprovechando la paz, solo Colombia avanza rápido en la erradicación del hambre. En cuanto a la obesidad, lo que tenemos es una epidemia fuera de control: en cuatro años el número de obesos aumentó 19% y a esta velocidad llegaremos al 2030, el año meta de los ODS, con alrededor de 200 millones de obesos.
¿Cómo hemos llegado a esta situación lamentable de hambre y malnutrición en una región donde todos podríamos comer todos los días y estar saludablemente alimentados?
Hay factores específicos que explican el incremento del hambre. El cambio climático nos golpea cada vez más fuerte. Las pequeñas islas del Caribe han visto sus agriculturas devastadas una y otra vez. La sequía, que hoy asola al Corredor Seco Centroamericano, ha dejado ya a casi 4 millones de personas dependiendo de la ayuda humanitaria.
Además, la economía se ha desacelerado, lo que reduce el poder adquisitivo de las familias y mina las finanzas públicas, que con frecuencia se ajustan por el lado de los programas sociales que deberían proteger a los pobres.
Finalmente, el conflicto y la violencia se agregan a las causas del aumento del hambre en la región. Ocho de nuestros 33 países confrontan situaciones en las que la gobernabilidad se ve amenazada o de plano está en crisis en al menos una parte de sus territorios.
Pero los factores antes mencionados no explican la obesidad y las otras formas de malnutrición. Aquí el problema es un sistema alimentario que ha perdido la brújula y que crecientemente deja de estar orientado a asegurar una alimentación nutritiva y saludable para todos.
El sistema alimentario falla en su componente de producción y abastecimiento, porque no todos los países tienen suficiente disponibilidad de ciertos grupos de alimentos que hacen parte de una buena alimentación: frutas, verduras, lácteos y pescado. Nuestras empresas alimentarias y las cadenas de comida rápida incrementan la oferta de comida chatarra y de alimentos ultra procesados, muchos de los cuales como alimento solo tienen el nombre. La abundancia de estos productos de bajo valor nutricional, algunos dañinos a la salud, que se venden a bajo precio, que están disponibles en miles de tiendas en cada esquina, que se empujan con miles de spots publicitarios cada día y son fáciles de consumir, ha trastocado nuestras dietas. Para millones, el significado cultural del buen comer, es decir, aquel al cual se aspira es sentarse en un local de comida chatarra y zamparse 2 000 calorías como quien no quiere la cosa.
La desigualdad también se expresa en la seguridad alimentaria y en la nutrición. Los más pobres, los indígenas y afrodescendientes, las mujeres, los habitantes rurales, están sobrerrepresentados entre los hambrientos y los malnutridos. A muchos no les alcanza para comer todos los días. Otros gastan ya la mitad o más de sus ingresos en comprar alimentos de mala calidad, porque en este Jardín del Edén comer saludablemente es más caro que llenarse de grasas, azúcar, sal y calorías.
Sabemos lo que hay que hacer. Para revertir el avance del hambre hay que recuperar el crecimiento económico, revigorizar las políticas que nos permitieron avanzar en los años precedentes y diseñar programas para aquellos territorios rurales que, incluso en los buenos años, se nos quedaron atrás.
Enfrentar la epidemia de sobrepeso obesidad será más difícil que vencer al hambre. Aquí se trata de volver a gobernar los sistemas alimentarios, dejando que los mercados hagan aquello que hacen bien, pero incorporando una dimensión pública que impida que nuestra alimentación nos mate.