Existen dos lecturas de la violencia política que está desgarrando Nicaragua desde el pasado mes de abril. Por una parte, el presidente Daniel Ortega, el exdirigente revolucionario sandinista que volvió a situarse a la cabeza del país por las urnas en 2006, se presenta como víctima de un intento de “golpe de Estado” o de una “conspiración” urdida por “terroristas”, “delincuentes” y “narcotraficantes”. Por la otra, los contestatarios –estudiantes, campesinos, jubilados, indígenas, etc.–, unidos en movilizaciones masivas y a la vez heterogéneas que se describen como “autoconvocadas”, proclaman querer derrocar pacíficamente la “dictadura orteguista”, “nepotista y corrupta”.
Tanto en Europa como en Norteamérica y Sudamérica, la izquierda internacionalista, antaño solidaria con la revolución del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) liderado por el propio Ortega en los años 1980, también se está dividiendo. Unos, cercanos a la mayoría de los comandantes, responsables políticos e intelectuales sandinistas de ayer que abandonaron el (...)