No vamos en la dirección correcta. Un pasito adelante, dos atrás. La lucha contra el hambre en el mundo es una historia de frustración para una generación, la nuestra, que podría –y debería– ser la primera en la historia que consiguiera erradicarla.
Tras varias décadas de descenso continuado en el número de personas que sufren hambre esta tendencia positiva se ha invertido de nuevo, confirmando la tendencia de los últimos tres años. Y no deja de ser irónico que este aumento sea precisamente a partir del 2015, el mismo año en que la comunidad internacional se comprometió a su erradicación para el año 2030 en el marco de los denominados Objetivos de Desarrollo Sostenible firmados con toda pompa diplomática en la Asamblea General de Naciones Unidas por los dignatarios de 194 países.
Los últimos datos de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) (1) son contundentes al respecto y confirman el incremento de los últimos años, un aumento lento pero constante, que sitúa la cifra actual en unos 820 millones de personas las que padecen hambre, lo cual pone en entredicho claramente el objetivo de hambre cero de la agenda 2030.
El hambre está aumentando en casi todas la regiones africanas, lo que hace de África la región donde la subalimentación es más elevada desde el punto de vista proporcional, en torno casi del 20 por ciento. También se incrementa en América Latina y el Caribe, un retroceso en una zona que había vivido una década dorada en la reducción del hambre y la pobreza, situándose ahora en torno al 7 por ciento. Y en Asia hay también un incremento continuo desde 2010 y en la actualidad más del 12 por ciento de su población se encuentra subalimentada.
Según los datos de la FAO, el hambre ha aumentado en muchos países donde la economía se ha ralentizado o contraído, sobre todo en países de ingresos medios. De los 65 países donde han sido más intensas las repercusiones adversas de las desaceleraciones y debilitamientos de la economía en la seguridad alimentaria y la nutrición, 52 dependen en gran medida de las exportaciones o importaciones de productos básicos primarios. Estas desaceleraciones o debilitamientos de la economía afectan negativamente de forma desproporcionada la seguridad alimentaria y la nutrición allí donde las desigualdades son mayores. En palabras sencillas: las víctimas de las periódicas crisis económicas son principalmente las capas más vulnerables y desfavorecidas.
Mientras en el pasado la FAO ya puso de relieve cómo el conflicto y los fenómenos extremos del clima –el cambio climático– agravan estas tendencias negativas, ahora la Organización hace hincapié en la importancia de la desaceleración económica y señala que “con el fin de proteger la seguridad alimentaria y la nutrición resulta fundamental disponer de políticas económicas y sociales que combatan los efectos de los ciclos económicos adversos cuando estos llegan, evitando al mismo tiempo a toda costa los recortes en servicios esenciales como la asistencia sanitaria y la educación. Sin embargo, a más largo plazo esto sólo será posible impulsando una transformación estructural e inclusiva a favor de los pobres, especialmente en países que dependen en gran medida de productos básicos primarios” (2).
De todas formas, como ha quedado claro en los últimos años y los estudios empíricos han demostrado, un crecimiento económico sólido no contribuye necesariamente a reducir la pobreza y a mejorar la seguridad alimentaria y nutrición. El crecimiento económico, si bien es necesario, puede no ser suficiente sino se acompaña con políticas claras de distribución de la riqueza. La desigualdad de ingresos es un problema clave en nuestros días ya que va en aumento en casi la mitad de los países del mundo, incluidos numerosos países de ingresos medianos y bajos. Cabe señalar que varios países de África y Asia han registrado un gran aumento de la desigualdad de ingresos en los últimos 15 años.
En países en los que la desigualdad es mayor, las desaceleraciones y debilitamientos de la economía tienen un efecto desproporcionado en las poblaciones de bajos ingresos por lo que se refiere a la seguridad alimentaria y nutricional ya que utilizan buena parte de sus ingresos para la compra de alimentos.
La FAO recomienda que se adopten medidas en dos frentes. El primero, salvaguardar la seguridad alimentaria y la nutrición por medio de políticas económicas y sociales que ayuden a contrarrestar los efectos de las desaceleraciones de la economía, tales como garantizar fondos para las redes de seguridad social y garantizar el acceso universal a la salud y la educación. El segundo, hacer frente a las desigualdades existentes en todos los niveles por medio de políticas multisectoriales que permitan lograr formas sostenibles de escapar de la inseguridad alimentaria y la malnutrición.
La otra gran paradoja de nuestro mundo actual es que no sólo aumenta el hambre. La obesidad se ha convertido en una plaga que no diferencia países ricos o pobres, del norte o del sur, desarrollados o no, ni las barreras de género, ni las edades. Es una amenaza perfectamente globalizada. El sobrepeso y la obesidad han aumentado en todas las regiones sin excepción con cifras impresionantes. Unos 2000 millones de adultos –más del doble de la cifra de hambrientos– padecen sobrepeso, al igual que unos 207 millones de adolescentes y 131 millones de niños de entre 5 y 9 años: casi un tercio de los adolescentes y adultos que padecen sobrepeso son también obesos.
Todo este incierto panorama nos lleva a concluir que estamos cada vez más lejos de alcanzar las metas fijadas para el año 2030 de hambre cero. Bien al contrario, desde que se firmó dicho objetivo los datos van de mal en peor: 820 millones de hambrientos en un planeta que produce casi el doble de lo necesario son un escándalo moral, ético y económico en pleno siglo XXI de vanguardia tecnológica y capacidad de producción sin precedentes.