Objetivo del curso
Este año voy a hablarles de lo que se podría describir como una revolución simbólica exitosa, la inaugurada por Edouard Manet (1832-1883), con la intención de volver inteligibles a la vez la revolución en sí misma en lo que tiene de particular, y las obras que suscitaron esta revolución. De manera más general, quisiera tratar de volver inteligible la idea misma de revolución simbólica.
Las revoluciones simbólicas son particularmente difíciles de comprender, sobre todo cuando han triunfado, porque lo más difícil es comprender lo que parece ser evidente, en la medida en que la revolución simbólica produce las estructuras a través de las cuales nosotros la percibimos. Dicho de otro modo, a la manera de las grandes revoluciones religiosas, una revolución simbólica subvierte estructuras cognitivas y, a veces, en cierta medida, estructuras sociales. Desde el momento en que triunfa, impone nuevas estructuras cognitivas que, por el hecho de que se generalizan, se difunden, y forman parte de la totalidad de los sujetos perceptivos de un universo social, se vuelven imperceptibles.
Nuestras categorías de percepción y de apreciación, las cuales empleamos ordinariamente para comprender las representaciones del mundo y el mundo mismo, nacieron de esta revolución simbólica exitosa. La representación del mundo que nació de esta revolución se volvió pues evidente –tan evidente que el escándalo suscitado por las obras de Manet es en sí mismo objeto de asombro, si no de escándalo–. Dicho de otra manera, asistimos a una suerte de inversión. (…)
Pintura “pompier” y arte de Estado
Bajo el Segundo Imperio (1852-1870), cuando surgió Manet, en Francia se había adoptado el arte de Estado. Existían el Salón, el Institut, el Beaux-Arts, los museos, en suma, todo un sistema burocrático, se podría decir, de gestión del gusto del público (1). (…) El funcionamiento de esta institución académica integrada consistía en una serie continua de concursos coronados por recompensas honoríficas. El más importante de ellos era el concurso anual del Grand Prix, que aseguraba al primer premio una estancia en la Villa Médicis en Roma. La lógica del concurso, bien conocida, ordenaba todo el sistema y, a la vez, se daban todas las características de los sistemas producidos por cuerpos y destinados a reproducir cuerpos, como los sistemas de las clases preparatorias (2). (…)
Taller y ritos de iniciación
El recién llegado a un taller de pintura era sometido a ritos iniciáticos. Debía pagar lo que se llamaba una “bienvenida”, es decir bebidas acompañadas de brioches; había entre dieciocho y veinticinco alumnos por clase –es el caso de la academia Julian– y trabajaban desde las 8 o 9 de la mañana hasta las 16 horas, lo que era también una característica de las instituciones totales de tipo escolar, las cuales además imponen un trabajo muy intenso cuando se trata de ejercicios escolares. La jerarquía era omnipresente. Había un alumno, al que se denominaba “massier” (3), elegido entre los alumnos y que decidía el punto de vista que prefería para dibujar un modelo, que podía ser un yeso o un modelo vivo, mientras que los otros alumnos tomaban el punto de vista seleccionado en función de su rango en las pruebas del concurso.
Lo que es muy importante es que, como en las clases preparatorias, la jerarquía estaba presente en todo momento: los alumnos estaban ubicados en rangos jerárquicos y, por ejemplo, la distancia respecto del modelo era una retraducción del ranking en las pruebas de la semana anterior. Este recurso a la jerarquía era un recurso permanente a la emulación. Por ejemplo, los grandes referentes de la época, como Jean-Léon Gérome, Léon Bonnat, Gustave Moreau, William Bouguereau, pasaban regularmente por los talleres –tenemos una cantidad de caricaturas donde se los ve conversar con un alumno, a veces sentarse en su lugar y retocar la obra o dar consejos–. Los profesores eran personas muy elegantes, la antítesis absoluta del pintor de poca monta (4), bohemio. Entre los consejos que daba Gerôme, estaba el imperativo de limpieza: hay que limpiar el pincel muy cuidadosamente, no hay que desperdiciar pintura, etc.; una cantidad de cosas consideradas como importantes –aunque es cierto, como decía al comienzo, que la estética tiene algo que ver con la ética y que hay una ética de la economía, del rigor, de la limpieza, estando esta última connotada, a la vez, sexual y estéticamente–. Las pinturas de los impresionistas, en particular las de Manet, eran consideradas como sucias o fáciles (como se dice de una mujer que es “fácil”), por lo tanto corrupta, que corrompe, que falta esencialmente a la estética.
La símil-revolución
Desde la época de Manet aparecen impostores que, habiendo comprendido antes que los otros la revolución en curso, operan una conversión al menos aparente y guardan, durante cierto tiempo, los beneficios de la conservación y los de la conversión. Uno de los más típicos –volveremos a ello–, es uno de los personajes de L’Oeuvre de Émile Zola (5), llamado Fougerolles; en la realidad se trataba de Jules Bastien-Lepage, un personaje ideal típico que se encuentra en todos los campos: por ejemplo, en el campo de la alta costura (6), tenemos revolucionarios como André Courrèges, y después están los “arregladores” como Yves Saint-Laurent. En todos los dominios, son personas que, en general, llegan después, que comprenden lo que ha pasado y que saben hacer una versión soft de la revolución hard, lo que hace que le saquen mucho provecho. Bastien-Lepage, en un momento dado era, aun para los amigos de Manet, preferible a Manet. No era extraño: Manet todavía no había sido consagrado y ya sus imitadores, los imitadores del genio, se beneficiaban, mientras que él era siempre condenado –se murió condenado–. Si se tiene la mística del artista maldito, podemos decir que es una buena señal morir condenado, pero no creo que sea muy divertido de vivir. En el momento en que la revolución simbólica está en marcha, hay lugar para la impostura de la revolución, la “apariencia” de la revolución. (…)
De lo banal al escándalo
Ya que llegamos ahora a la obra, quiero decir muy rápido la intención de la proyección del Almuerzo sobre la hierba que ustedes tienen delante. Es evidente que al proyectar una obra banal y banalizada –se puede encontrar reproducida en cajas de bombones y es seguramente la obra más comentada después de La Gioconda, es decir la más vista y por lo tanto no vista–, tengo una intención un poco loca que es la de permitirles reencontrar el sentimiento de escándalo que esta obra banalizada pudo provocar. ¿Cómo una obra que sirve para decorar cajas de bombones pudo suscitar una violencia que uno no se puede imaginar? (…)
El heresiarca (7) que produjo el cuadro produjo un efecto de escándalo, rompió un orden simbólico, el acuerdo implícito entre las estructuras cognitivas y las estructuras sociales, que es el fundamento de la experiencia del mundo social como dado por sentado. Las estructuras se presentan con frecuencia bajo la forma de oposiciones binarias: estéticamente existe lo alto y lo bajo que corresponde a la jerarquía de los géneros, existe la oposición masculina/femenina, la oposición burgués/pueblo, etc. Por ejemplo, lo que fue visto enseguida por algunos críticos “populares” (es decir, críticos que escriben en diarios populares y preocupados por ser bien considerados por su público, diciéndole lo que este quiere oír –el fenómeno del índice de audiencia existía ya…–) es el barbarismo sexual, el hecho de que haya hombres burgueses vestidos y una mujer desnuda, supuestamente una mujerzuela.
Este cuadro está lleno de incongruidades –habría que decir “incongruencias”–, es decir, está lleno de contradicciones desde el punto de vista de las categorías, de los esquemas de percepción tácitamente inscritos en los cerebros de las personas de esta época, de lo que es admitido por la mayoría de los espectadores y de los artistas. Por ejemplo, se observa que este cuadro que mide 2,08 metros por 2,64 metros es demasiado grande para el tema. Ya no tenemos hecho el ojo a la medida y en particular a la relación entre la jerarquía de las categorías artísticas, por lo tanto de las obras, y la jerarquía de las medidas de los cuadros. Mucha gente estima que es demasiado grande para una escena de género (8), y especialmente para una escena de baño que es una categoría muy particular. Los críticos constatan que hay una contradicción entre la contemporaneidad y [el carácter pastoral de la obra]; es demasiado realista para ser una escena de baño. Otra causa de escándalo que destacan los críticos es que se trata de algo demasiado público y oficial para una imagen lujuriosa que podría ser vendida clandestinamente o relegada a las carteras de los señores. Esta obra es una doble transgresión a dos órdenes de lo sagrado (comete un sacrilegio): transgrede un orden sagrado específico, de orden estético, que es denunciado por los más particularmente competentes, los más creyentes, que son los más escandalizados, y un orden sagrado no específico que es el orden ético-sexual.
La afinidad entre las jerarquías
La otra revolución simbólica en la cual se puede pensar, que es Mayo del 68, es interesante desde el punto de vista de la intuición conservadora que encontró una verdad sociológica profunda, a saber, que hay una afinidad entre todas las jerarquías: quien altera una jerarquía altera todas las otras (o podría alterarlas).
Y se teme que estos artistas irresponsables que trastornan la jerarquía entre lo contemporáneo y lo antiguo puedan afectar la del burgués y el pueblo, etc. La estrategia de Manet no es del todo inconsciente; él realmente buscaba provocar: republicano, muy de izquierdas, envió al Salón un Portrait d’Henri Rochefort (1881), uno de los héroes de la Comuna que fue condenado al exilio. Esta estrategia de colisión de todas las jerarquías es una estrategia de doble filo, a la vez contra la Academia y contra la burguesía.
Siempre en el orden de las transgresiones estéticas, se reprocha a Manet no conocer la composición ni la perspectiva. Las personas de buena fe observan que realizó importantes estudios en los mejores talleres de pintura (en el de Couture, que era famoso y hasta considerado como un poco subversivo). Por eso no puede reprochársele ser ignorante puesto que lo hace a propósito y, además, Manet responde en el cuadro mismo a sus detractores al pintar una naturaleza muerta que es una obra de arte de composición, como si Manet hubiera puesto en un rincón una marca de su excelencia. (Yo mismo cito frases en latín para mostrar que podría si quisiera… [risas]. No sé por qué me involucré en esto [risas]). Por lo tanto, Manet sustituye una puesta en perspectiva que es necesariamente jerárquica –cuanto más lejos, más pequeño– por una representación plana. Courbet, que simpatizaba poco con Manet (y viceversa), decía que eso se parecía a la dama de una baraja de cartas. Hay toda una serie de elementos técnicos en este cuadro, como la luz frontal que hace desaparecer el modelado, que produce un efecto de realismo y elimina la idealización.
Por ejemplo, en las escenas de desnudos, incluso un poco salaces, de Alexandre Cabanel, William Bouguereau, etc., hay siempre eufemización por el distanciamiento histórico de los sujetos representados (las Venus, etc.), pero también por la técnica.Este efecto de realismo hace pensar que es un picnic en Asnières. Si es un picnic, nos preguntamos por la modelo: ¿por qué está desnuda? ¿Pasan acaso cosas turbias? Sobre todo teniendo en cuenta que Manet antes había llamado a su cuadro La Partie Carrée (9).
La falsa oposición “realismo/formalismo”
Dicho esto, la frontalidad de la luz produce paradójicamente un efecto de formalismo. Hay una alternativa en la tradición histórica que es funesta y que opone el realismo al formalismo. Manet, como Gustave Flaubert, es a la vez realista y formalista. Émile Zola, para defender a Manet, invocó argumentos de pintura pura: formas, colores, manchas yuxtapuestas están compuestas únicamente para hacer un juego de manchas de colores que busca producir efectos plásticos y no comunicar sentidos. Es pintura pura en todos los sentidos del término. Eso quiere decir especialmente pintura desexualizada. Se puede decir que lo que Manet opone a la mirada vulgar del público es la mirada estética pura de los talleres. Hay una anécdota en Manette Salomon, la novela de los Goncourt. Estos tomaron nota de las conversaciones de los talleres y cuentan la anécdota siguiente: una modelo posaba desnuda sin problema delante de un grupo de hombres del taller; cuando se da cuenta de que una persona del exterior la mira, corre a buscar un vestido para esconder su desnudez (10). Es una anécdota interesante en la medida en que muestra que hay dos tipos de mirada: una mirada pura, estética, desexualizada, neutralizada, y una mirada sexual. Manet le recuerda al público que este último viene a ver los desnudos de Cabanel por razones confusas e inconfesables, marcando la existencia de una división entre el artista y el profano. En Les Reglès de l’art, señalo que la oposición arte puro, amor puro versus arte venal, amor venal se inventa en la misma época (11).
Hay, pues, transgresión estética y transgresión sexual. Manet junta, como por placer, todos los indicios que manifiestan una posición baja desde el punto de vista estético (escenas de género, paisajes, pastiche de retratos) y una situación escabrosa o potencialmente escabrosa. Lo que la lectura contemporánea percibió es la oposición entre lo alto y lo bajo en el sentido social del término, y la oposición entre lo masculino y lo femenino. En el fondo, lo que se percibe como escandaloso es el encuentro entre colegiales –la palabra está empleada constantemente– o estudiantes y mujerzuelas, es decir mujeres de dudosa reputación que constituyen una amenaza para la reproducción biológica (las enfermedades venéreas) y para la reproducción social (los malos casamientos). Estas mujeres son descaradas. Se ha insistido mucho sobre la mirada en Manet. Uno de los críticos ha llamado a la Olympia (12) Manette, lo cual es interesante.
Es el personaje de la novela de los Goncourt. Es la historia de una mujer, una modelo, que es judía y que provoca la perdición del pintor que se enamora de ella. L’Oeuvre de Zola es la historia de un artista que una tarde recibe a una joven mujer que poco a poco se convierte en su amante y su modelo. Y la interrogación permanente es saber si su poder creador no se pierde a través de la pérdida de la potencia sexual. La mujer es amenazante en tanto que ella amenaza el orden simbólico y la jerarquía de los géneros sexuales; y amenaza también el orden social a través de la amenaza que ella significa para la reproducción. Y para la herencia. (…).
La teoría disposicional
He presentado –vacilo al decirlo porque tiene un aire grandioso, desmesurado y un poco arrogante, pero, en fin, es eso– una suerte de teoría estética fundada por una parte en la idea de que para comprender una obra, sobre todo una obra de ruptura, es importante tener en cuenta el efecto social que produjo, en la medida en que este es de tal naturaleza que puede revelar las razones o las causas de este efecto; y, por otra parte, en el hecho de que esta estética de la reacción o del efecto debe ser una estética de la disposición y no de la intención. Y es sobre este último punto sobre el que yo quisiera insistir, porque es un problema completamente general que se le plantea a los historiadores del arte, de la literatura, del derecho, en suma, a los historiadores de todas las obras humanas. Considero que no se puede, cuando se escribe la historia de las obras o una historia de las acciones humanas, no implicar una filosofía de la acción.
Se habla siempre de filosofía de la historia, pero jamás de una filosofía de la acción, es decir, de una teoría sobre qué es esto de actuar. ¿Consiste, por ejemplo, en poner intenciones en práctica? ¿Es que sólo hay acciones intencionales? ¿Es que una acción que no es intencional es automática o no inteligente? He aquí una alternativa clásica. Todo mi trabajo de etnólogo sumado al de sociólogo me ha conducido a elaborar una teoría de la práctica y, al mismo tiempo, de la teoría como no siendo la práctica –esto parece tautológico pero es importante–, una teoría de la práctica que tiene su principio no en las intenciones conscientes o en las premeditaciones, sino en las disposiciones. Voy a explicar este punto de vista pues es un punto particularmente importante. Pienso que estas conductas ordenadas sin un principio explícito de ordenación –como los rituales que son extremadamente ordenados y organizados– no pueden ser comprendidas adecuadamente sino a partir de una teoría de la práctica, que yo llamo disposicionalista (no soy el único), que ubica en el principio de las acciones, no necesariamente intenciones explícitas sino disposiciones corporales, esquemas generadores de prácticas que no tienen necesidad de acceder a la consciencia para funcionar, y que pueden funcionar más allá de la consciencia y de la voluntad –lo que no quiere decir que sean elementales, primitivas–. (…)
Esta teoría disposicionalista hay que ponerla en práctica desde los dos lados, es decir, del lado del productor y del lado del receptor. El productor pone en práctica disposiciones, lo que no quiere decir que no sepa lo que hace, sino solamente que no sabe todo lo que hace. Y el receptor pone en práctica también esquemas de interpretación que pueden estar más o menos acordados, y que se expresan en el sentimiento de escándalo cuando esos esquemas se frustran, cuando la espera es frustrada, la expectativa es frustrada, porque un sistema de disposiciones es un sistema de esperas. La comunicación entre una obra de arte y un espectador es una comunicación de inconscientes mucho más que una comunicación de consciencias: muy poco pasa por la consciencia, aun si enseguida se puede explicitar. Esta estética del efecto que propongo es, pues, completamente compatible con una estética disposicionalista en la medida en que el análisis de la reacción suscitada por los efectos de la obra de arte permite captar lo implícito y el inconsciente que el artista, los críticos y el público tienen parcialmente en común, es decir, lo que se puede llamar el sentido común de la época (…). Esta teoría de las disposiciones permite comprender tanto los malentendidos como la comprensión, que es un caso particular en un universo de malentendidos. La comprensión es un caso particular en que los esquemas invertidos en una producción, una práctica, una obra, una palabra, en suma, en una producción simbólica son idénticos a los esquemas que el espectador, el receptor o el lector invierte en la recepción. En este caso, hay una comprensión inmediata y un sentimiento de evidencia, pero este sentimiento de evidencia puede ser también producto del malentendido, y cuando hay demasiada discordancia entre los esquemas del productor y los esquemas del receptor, hay un sentimiento de escándalo, indignación, etc. (…)
A contracorriente
La teoría disposicionalista de la acción va a contracorriente de toda tradición cultural occidental, de toda filosofía de la consciencia y del sujeto, la filosofía que hemos recibido bajo la forma del cartesianismo, del kantismo, o también bajo la forma blanda de la filosofía cristiana. Estamos todos imbuidos de una filosofía del sujeto intencionalista, y plantear la cuestión de saber “Quién ha hecho ese cuadro” es casi necesariamente imponerse como respuesta: “Un sujeto hizo este cuadro”. A la pregunta “¿Quién pintó Le Déjeuner sur l’herbe?, respondo sin dudar que es Manet, es decir, un individuo, situado y fechado, poseedor de un cuerpo, inserto socialmente, etc.
Pero, desde el punto de vista sociológico, este individuo que hizo este cuadro no es el sujeto según la tradición occidental, es un habitus inserto en un campo. Un habitus, es decir, un ser biológico socializado, dotado de disposiciones permanentes socialmente constituidas cuya génesis social hay que describir, lo mismo que hay que describir la génesis social del campo [del espacio social] donde se encuentra Manet, con Courbet, Delacroix e Ingres. (…) Revocar la intención en provecho de la disposición no es revocar cosas tales como la “creación”, la “inteligencia”, la “maestría práctica”, el “arte”, en fin todas esas cosas a las cuales otorgamos mucho valor, porque somos nosotros quienes se lo otorgamos. Tenemos intereses inconscientes en la filosofía de la consciencia y del sujeto. Resistimos, en el sentido del famoso texto de Freud sobre las “tres grandes heridas infligidas a nuestro narcisismo” (13): Copérnico, Darwin y Freud desplazaron el centro de la visión del mundo, del sujeto hacia el mundo. Freud dice haber infligido la tercera herida narcisista al decir, grosso modo, que no somos nosotros realmente los sujetos de nuestras acciones, sino el inconsciente. De hecho, considero que lo que yo hago encierra una herida narcisista particularmente grave para los intelectuales, en la medida en que eso significa decir que el sujeto de una obra es una relación compleja entre un habitus socialmente constituido y un campo históricamente constituido, y que en la relación entre ellos se inventa un teorema, una nueva manera de pintar.