“Las manifestaciones pacíficas son legítimas y propias de la democracia…”. El 17 de junio de 2013, el comunicado de la presidenta brasileña Dilma Rousseff referente a una nueva jornada de movilización popular, fingía ignorar lo fundamental: nunca, desde el final de la dictadura en 1985, el país había vivido manifestaciones de ese tipo –salvo, quizá, en 1992, cuando el pueblo salió a la calle para denunciar la corrupción del Gobierno de Fernando Collor de Mello, precipitando su renuncia ese mismo año–. Sólo durante el día anterior a la declaración de Rousseff, marcharon cerca de doscientas mil personas, principalmente en São Paulo, Río y Brasilia, la capital, donde el Congreso fue ocupado durante algunas horas.
Como suele ocurrir, la naturaleza de la chispa tiene escasa relación con la magnitud del estallido. A los residentes de São Paulo, que desde el 11 de junio denuncian un aumento del precio del billete de autobús (...)