Un presidente “invitado” a dimitir por su jefe del Estado Mayor. Las fuerzas policiales disparando munición real contra los manifestantes. Una caza de brujas que lleva a la detención de ex dirigentes políticos y fuerza a otros a la clandestinidad. Medios de comunicación clausurados, periodistas encarcelados por “sedición”, parlamentarios a los que se les impide el acceso a la Asamblea Nacional, una senadora que se autoproclama presidenta y a la que una fotografía inmortaliza, toda sonriente, recibiendo la ayuda de un soldado para colocarse la banda presidencial. Los generales, por último, que posan con la mirada oculta tras las gafas de sol.... Si hay una cuestión que, a priori, la situación boliviana no plantea, es si cumple con la definición de “golpe de Estado”.
Los medios de comunicación dominantes se han esforzado por describir el derrocamiento del presidente Evo Morales absteniéndose de emplear el término que mejor lo describe. Como ellos, la primera dictadora de la historia del continente, Jeanine Áñez, quiso disipar las preocupaciones. “Un golpe de Estado es cuando hay soldados en las calles” (1), zanjó mientras era interrogada, el 12 de noviembre, sobre las condiciones de su toma de posesión. El único pero era que ella misma pidió la víspera al ejército que uniera sus fuerzas con las de la policía para “restaurar el orden” en La Paz (2). Como resultado, en el mismo momento en que ella hablaba, soldados patrullaban las calles de la capital.
Entre 1825, año de su independencia, y la llegada de Morales al poder, en 2006, Bolivia ha conocido 188 golpes de Estado: la media sale a más de uno por año. A pesar de esta regularidad, nadie esperaba que la primera presidencia de un indígena terminara en estas condiciones, y de una forma tan acelerada. Morales parecía tener aún menos de qué preocuparse dado que, en una Latinoamérica con una economía en recesión, su país suscitaba la admiración tanto entre las filas progresistas como desde las instituciones financieras internacionales. Los primeros, destacan la disminución del analfabetismo, las obras de infraestructuras y la reducción de la tasa de pobreza, que pasó del 63,9% en 2004 al 35,5% en 2017. Los segundos, como hiciera el Fondo Monetario Internacional (FMI), acogieron con satisfacción una política conciliadora con respecto a la patronal y “felicitaban a Bolivia por su impresionante tasa de crecimiento” (3). Entonces, ¿qué ha podido pasar?
La crisis estalló durante la publicación de los resultados del escrutinio de las elecciones presidenciales del pasado 20 de octubre, pero sus raíces ahondan más profundo. Al menos hasta 2016. El Gobierno organizó entonces un referéndum que aspiraba a autorizar a que Morales se postulara para un tercer mandato, mientras que la Constitución sólo permite dos (su primera elección, previa a la adopción de la actual Constitución, no se tuvo en cuenta).
Durante la campaña, la prensa de la oposición “reveló” que Morales había tenido un hijo con una militante de su partido, con Gabriela Zapata, quien se habría beneficiado de su proximidad al presidente para enriquecerse. Todo esto resultará ser falso, pero sólo se descubrirá más tarde, y con la mayor discreción mediática. El caso erosionaba la imagen del líder indígena, quien se mostraba incapaz de contraponer una defensa clara ante sus detractores. Las encuestas reflejan entonces un cambio de tendencia entre la opinión pública, que la votación termina por confirmar: el 51,3% de la población se opone a la idea de una tercera candidatura de Evo Morales. Convencido de haber caído en la trampa de sus adversarios, este no aceptó el resultado. Es entonces cuando recurre al Tribunal Constitucional, que invalida el referéndum el 28 de noviembre de 2017. Basándose en la Convención Americana sobre Derechos Humanos –que establece que todo ciudadano debe poder “elegir o ser elegido” y que, según la Constitución boliviana, prevalece sobre la legislación nacional–, la institución abre el camino para una tercera candidatura de Evo Morales.
“Existen muchos precedentes, con los que nadie se ha indignado”, clamaban sus partidarios. Citan la reelección de Óscar Arias Sánchez en Costa Rica en 2006, en condiciones similares. Poco importa: la gestión contribuye a empañar un poco más la imagen del presidente, incluso dentro de su base social. Esta es conocedora que, en casi todas partes, el derecho a presentarse a las elecciones está regulado: obtener quinientos avales en Francia, tener más de 35 años en Estados Unidos, etc. La oposición, por su parte, acaba de encontrar un nuevo ángulo de ataque: ya no denunciará al “indio analfabeto” o al “comunista”, sino al “dictador” que se aferra al poder. Y encara las elecciones presidenciales de 2019 alegando que el desafío no es derrotar a un oponente, sino desalojar a un “tirano”.
Los resultados preliminares del escrutinio, anunciados el 20 de octubre de 2019, otorgaron a Evo Morales el 45,7% de los votos, frente al 37,8% del expresidente (2003-2005) Carlos Mesa, en base al recuento del 83,8% de las actas. La diferencia, inferior al 10%, invita a pensar que habrá una segunda vuelta (4), que sería menos favorable para el jefe del Estado. Cuatro días después, el anuncio de los resultados oficiales prendió la llama de las revueltas: Evo Morales fue proclamado vencedor con el 47,08% de los votos, frente al 36,51% de Carlos Mesa. La oposición, que llevaba varias semanas denunciando el fraude que se iba a producir, presenta esta alteración como la confirmación de lo que ya había previsto.
La Organización de los Estados Americanos (OEA), el brazo ejecutor de Washington en la región, se unió a la fiesta. Y, como de costumbre, se convirtió rápidamente en uno de los actores clave de la crisis que afirma estar observando. El 21 de octubre, sus emisarios expresaron sus dudas ante determinadas “irregularidades”, que trataron de corroborar en un documento publicado... a posteriori (5). Sin embargo, este no aporta ninguna prueba concreta del fraude, como recalca un estudio realizado por el Centro de Investigaciones Económicas y Políticas (CEPR) (6). Además de que la OEA parece confundir las cifras preliminares (sin valor legal y publicadas para los medios de comunicación a partir de una recomendación de la propia OEA) con los resultados oficiales, que tradicionalmente son lentos de recopilar en un país como Bolivia, a la vez que extrae conclusiones precipitadas de algunas de sus observaciones. Por ejemplo, presenta como poco probable desde un punto de vista estadístico una evolución favorable, a lo largo del tiempo, de los resultados para el Movimiento al Socialismo - Instrumento Político para la Soberanía de los Pueblos (MAS-IPSP) de Evo Morales. “Sin embargo, es fiel a lo que se ha producido en el pasado –nos explica Guillaume Long, uno de los autores del estudio del CEPR–. Tradicionalmente, los resultados de los colegios electorales en los que el MAS-IPSP registra sus mejores resultados llegan los últimos, porque están más alejados geográficamente”. Las dudas van en aumento, lo que lleva a la OEA a prometer nuevos y más convincentes documentos.
Pero ya es demasiado tarde. La fragilidad del Gobierno se hizo patente en el momento en que este se mostró incapaz de defender la legitimidad del escrutinio de las elecciones que había organizado. En este contexto, la opción de la derecha tradicional, representada por Carlos Mesa, debería haber salido reforzada. Sin embargo, otro grupo de actores se aprovecha de la situación para tomar el timón del movimiento de protesta, y guiarlo.
En primer lugar, existe toda una nebulosa de estructuras como la de Ríos de Pie, creada hace unos cuantos meses para promover “la inteligencia colectiva y no violenta para incidir en la política pública”. Su fundadora, Jhanisse Vaca Daza, fue instruida por Srda Popovic, del Center for Applied Nonviolent Action and Strategies (CANVAS), especializado en operaciones de “cambio de régimen” (léase el artículo de las páginas 1, 20 y 21). En primer lugar activo en cuestiones medioambientales –en las que la “inacción” del “régimen” habría mostrado su voluntad de pisotear las demandas de la mayoría–, Ríos de Pie ofrece en octubre una miríada de documentos donde explican cómo frustrar el fraude electoral que se está preparando. Al igual que cientos de otras organizaciones, a continuación contribuye a promover una figura hasta ese momento polarizante: Luis Fernando Camacho.
Representante de la derecha racista, reaccionaria y evangelista en la región de Santa Cruz, Camacho se dio a conocer en 2008, durante un conflicto entre Morales y las provincias del oriente boliviano, que entonces trataban de obtener su autonomía respecto al gobierno central. Previamente había dirigido la Unión de Jóvenes de Santa Cruz, una de las tropas de choque de la oligarquía local. En 2019, sin embargo, adaptó su discurso: el MAS-IPSP ya no es una amenaza para la población blanca y cristiana, sino para la democracia. Así reformulada, su animadversión contra Morales es capaz de aglutinar otras surgidas de diversos segmentos de la población, en especial entre las clases medias: a las que el crecimiento económico ha sumido en una opulencia que ha terminado por alejarlas de las posiciones de izquierdas; a las que los numerosos escándalos de corrupción han llevado a romper con una familia política considerada desacreditada; y finalmente, las que nunca habían simpatizado con el MAS y que estaban molestas por verse durante tanto tiempo privadas del acceso al Estado, el principal motor de progreso social en Bolivia.
Camacho, un hábil comunicador, se presenta ahora como integrador. El hombre que nunca habla sin lucir un rosario en la mano procura ahora blandir también la bandera indígena, mientras que sus amigos la pisotean en la calle. En poco tiempo se convirtió en la figura principal de unas protestas que contribuye a radicalizar. Al punto que, cuando Morales termina por anunciar unas nuevas elecciones, la reivindicación de los manifestantes ya no coincide con la de Carlos Mesa –una segunda vuelta–, sino con la de la derecha radical: la dimisión del presidente.
El surgimiento de estos nuevos actores solo fue respondido por unas pocas movilizaciones de apoyo a Evo Morales. “Esto se debe a que su partido lleva siendo, de hecho, durante mucho tiempo, un gigante con pies de barro”, considera el analista político Hervé Do Alto. Quien lo describe como una estructura en círculos concéntricos cuyo centro, con el paso de los años, se ha ido alejando de sus márgenes. “El MAS-IPSP se parece menos a un partido en el sentido tradicional del término que a una federación de organizaciones sociales donde hay sindicatos de obreros y campesinos, organizaciones vecinales y comunidades indígenas”, recuerda. Por lo tanto, la organización constantemente debe garantizar una mediación interna entre los movimientos que la componen y que, dependiendo del momento, y del conflicto, muestran una lealtad más o menos fuerte hacia ella.
“En este dispositivo –prosigue Do Alto–, Morales aseguró la cohesión del conjunto como el buje suelda los radios de una rueda. A través de él, la organización pudo superar sus divisiones internas”. Las dificultades comienzan a aparecer en el momento en que se empieza a cuestionar la figura del propio presidente. Ahora bien, el desgaste del poder, los conflictos políticos –especialmente con las organizaciones indígenas–, los escándalos (algunos fundados y otros no) y el trauma del referéndum de 2016 han debilitado su figura. Cuando estalla la crisis, un poder que ayer se definía como un “gobierno de movimientos sociales” se encuentra.... sin ningún movimiento social dispuesto a apoyarlo. “En un momento de debilitamiento de la lealtad con respecto al MAS-IPSP –concluye Do Alto–, algunas organizaciones que integraban el partido no percibieron que su propio destino se estaba jugando a través del de Evo Morales”. El 10 de noviembre, cuando la Central Obrera Boliviana (COB), que sigue siendo un referente del movimiento obrero, si bien cuenta con menos poder que en los años 1980, invita al presidente a renunciar para “pacificar el país”, la estructura del MAS-IPSP se vino abajo como un castillo de naipes.
Hasta entonces, la crisis se había desarrollado en el marco de la Constitución: un presidente que ha sido abandonado por los suyos puede dimitir antes de que se celebren nuevas elecciones. Todo cambia con la intervención de Williams Kaliman, jefe del Estado Mayor. Aunque se formó en la Escuela de las Américas, una academia donde Estados Unidos ofrece instrucción militar a soldados latinoamericanos, se tenía a este general por una persona muy próxima a Evo Morales, quien se había ocupado de mimar al ejército. Pero en los últimos días, muchos miembros de la policía se han amotinado. A menudo hostiles con el MAS-IPSP, se unieron a las filas de Camacho. “Las Fuerzas Armadas tienen que optar entre enfrentarse a los policías amotinados o abandonar al poder”, resume Do Alto. El general se decanta, pero no se contenta con hacer una discreta llamada telefónica al jefe del Estado. Rodeado de altos oficiales uniformados, convocó a los medios de comunicación para “sugerir” al presidente que presentara su dimisión, estableciendo así al ejército como actor político de esta crisis, algo que sin duda no está previsto en la Constitución.
La oposición tradicional se ve sorprendida, la izquierda paralizada, la derecha reaccionaria enardecida. Informado de que habían puesto precio a su cabeza, Evo Morales huye. Camacho entra en el palacio presidencial, donde coloca, rodeado de los policías amotinados, una biblia encima de la bandera del país. Las residencias de varios representantes estatales y de familiares de Evo Morales son saqueadas, cuando no quemadas. Y en el momento en que la población sale a las calles, el ejército orquesta la represión, con un gran número de helicópteros y vehículos de combate blindados. No duda en disparar munición real porque precisamente la nueva “presidenta” ha firmado un decreto que exime a las Fuerzas Armadas de cualquier responsabilidad penal.
Si bien unas nuevas elecciones podrían haber permitido que el país decidiera si, y cómo, quería pasar página respecto a la era Morales, Bolivia está ahora mismo gobernada por Áñez, una senadora ultrafundamentalista cercana a Camacho, quien se ha autoproclamado presidenta. Se ha rodeado de soldados, de líderes vinculados a organizaciones racistas y de representantes de la patronal. Ninguno de ellos ha sido elegido para el cargo que ocupan. Esto se llama un golpe de Estado.