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Externalización de los servicios públicos en Francia

Un Estado que paga por desaparecer

Redactar leyes, repartir promesas electorales, encargar mascarillas, organizar campañas de vacunación... Cada vez se confían más tareas de servicio público a empresas de consultoría, como la estadounidense McKinsey. Sin embargo, el coste exorbitante de este tipo de soluciones no parece formar parte de la discusión democrática, ni tampoco la consiguiente pérdida de conocimientos técnicos de las administraciones públicas.

por Arnaud Bontemps, Arsène Ruhlmann y Prune Helfter-Noah, noviembre de 2021

“Bienvenido a VFS Global, el socio oficial de las autoridades francesas en Argel”, proclama el sitio web de un proveedor al que las autoridades francesas han encomendado la selección de los expedientes de visado para Francia (1). Desde hace 10 años, París le confía la gestión de las solicitudes que recibe en determinados países del mundo, como Argelia. Pero, en la actualidad, esa externalización de las funciones estatales es una realidad en todos los ámbitos de la gestión pública, de la mediación cultural a la infancia, sin que casi nada se libre de ella. En esta última década se ha producido un cambio singular: ahora los poderes públicos impulsan licitaciones llamadas “de asistencia en dirección de obras” para seleccionar proveedores que les ayuden a… seleccionar o gestionar proveedores.

La mayoría de franceses descubrieron durante las elecciones regionales de junio de 2021 que el ensobrado y la distribución de propaganda electoral se había confiado a empresas privadas: muchos electores se vieron privados de los documentos –folletos, papeletas, sobres de voto…– necesarios para el correcto ejercicio de su derecho al voto. Algunos recordarán también la decisión de subcontratar la sustitución del Louvois, el programa informático de nóminas militares, que le costó 283 millones de euros al contribuyente sin que nunca llegara a funcionar y que finalmente se abandonó. Pero abundan los ejemplos, a veces igual de problemáticos: la externalización de una parte de la flota de helicópteros del ejército, el uso de coches radar privados para supervisar el estacionamiento urbano o la gestión de las sustituciones de los docentes de primaria, confiada a la startup Andjaro, sin olvidar algunos consulados protegidos por empresas de seguridad internacional, a veces sin la menor presencia de gendarmes franceses.

Con frecuencia, la externalización es presentada como una manera de adaptar los servicios públicos a las necesidades y exigencias del siglo XXI, tal y como afirman instituciones como la Comisión Europea, la OCDE o, en Francia, la Secretaría General de la Modernización de la Acción Pública, más tarde “de la Transformación Pública”, que incluso se dedica, en parte, a externalizar. En realidad, entronca con una larga historia de acuerdos entre las autoridades y las empresas privadas para garantizar la ejecución de determinados proyectos públicos. En el siglo XVII, la monarquía confía la construcción de canales de navegación a inversores privados, conservando el control de la propiedad de las redes de navegación interior, inaugurando así el régimen de lo que serán las “concesiones” de servicio público. La práctica se desarrolla en el siglo XIX, sobre todo a nivel territorial, y algunos de los mayores inventos técnicos del siglo se extienden por Francia mediante esa vía, de los ferrocarriles (a través de un cártel de grandes compañías) al alumbrado público, pasando por el gas o el suministro de agua potable.

Las grandes nacionalizaciones de las décadas de 1930 a 1950 contribuyen, en parte, a revertir esa práctica. Surgen nuevas empresas que se hacen cargo de la gestión y comercialización de las redes de electricidad, de gas o incluso de ferrocarril bajo la tutela directa del Estado. Pero la lógica de la externalización, antes considerada ineficaz e incluso arcaica, tendría la última palabra. Se convierte en sinónimo de modernidad a partir de la década de 1970 en Estados Unidos y Reino Unido, antes de conquistar Francia a principios de la década de 1980 bajo la influencia de las teorías del new public management (nueva gestión pública).

A partir de 1995, la externalización deja de ser una herramienta y se convierte en eje directriz dentro del proyecto –compartido por el conjunto de los sucesivos gobiernos franceses– de “reforma del Estado”. Ornada de toda clase de virtudes en los discursos públicos, la externalización constituye un arma de doble filo para el Estado: por un lado, ofrece una respuesta cortoplacista a la política de austeridad que impone a las administraciones que, al no poder contratar más, se ven obligadas a recurrir a ella; por otro, permite recortar el servicio público desde dentro, mientras que las grandes privatizaciones impulsadas en 1986 y luego a partir de 1997 (Air France, autopistas…) completan el cuadro en el frente externo.

La Revisión General de las Políticas Públicas (RGPP), emprendida entre 2007 y 2012, marca un punto de inflexión. Concreción de un anuncio de campaña de Nicolas Sarkozy, que promete no renovar las plazas de “uno de cada dos funcionarios”, la RGPP se traduce en una vulgar carrera por el ahorro, en todos los ámbitos. No obstante, innova en la medida en que su implantación involucra a consultoras internacionales, a menudo de origen norteamericano, como McKinsey & Company o el Boston Consulting Group (BCG), hasta entonces acostumbradas a intervenir en países desprovistos de una administración fuerte. Esas prestaciones, inéditas en Francia en ese nivel del Estado e inicialmente acogidas con reticencias por los grandes cuerpos encargados de su control, se generalizan. El “mercado” de la asesoría en el sector público aumenta a medida que se hacen patentes los efectos de la “reforma del Estado” en el funcionamiento de las administraciones. Desde la concepción estratégica, como la redacción de la exposición de motivos de un proyecto de ley (2), hasta las funciones operativas de reforma del permiso de conducir, de cambio del programa de pago de los militares, etc., casi ningún intersticio escapa ahora a las consultoras frente a una administración voluntariamente infradotada y, por lo tanto, a menudo superada.

Fenómeno antiguo, la externalización adolece de vaguedad conceptual, pese a su generalización: como si la trivialidad del fenómeno se acompañara de la prevención de analizarlo. Un análisis puramente jurídico de la naturaleza de los contratos firmados entre el Estado y sus proveedores apenas aclara la naturaleza del mecanismo: lleva a diferenciar el hecho de recurrir a una consultora del hecho de que un ayuntamiento subcontrate la gestión del agua, pero también a confundirlo con una compra de bolígrafos. Sin embargo, aunque se trata de dos modalidades contractuales diferentes –por un lado, un contrato público (de suministro de bienes o servicios), por el otro una delegación de servicio público–, en los dos primeros ejemplos subyace la misma lógica política: confiar a un actor privado la realización de la totalidad o de una parte de la gestión pública.

Sumando las cuentas del Estado, de las administraciones territoriales y de los hospitales públicos, la cuantía de las externalizaciones se elevaba en 2019 a 160 millones de euros, esto es, al 7% del producto interior bruto (PIB) o al equivalente a una cuarta parte del presupuesto estatal. En total, alrededor de dos tercios provenían de delegaciones de servicios públicos (3), contratos firmados con proveedores privados que ofrecen un servicio público en lugar del Estado, como en el caso de los transportes urbanos o la gestión del agua; el resto agrupa prestaciones de servicio (asesoría, gestión, limpieza, etc.) (4). Sin embargo, un montante tan considerable nunca ha dado lugar a un debate público ni se ha comunicado a los parlamentarios. Más extraño todavía: no es objeto de ningún discurso electoral.

Su amplitud altera el funcionamiento de los servicios públicos al igual que la capacidad de acción y de toma de decisiones soberana de los gobiernos. La crisis de la covid-19 ha mostrado las debilidades de muchos Estados europeos y la dependencia que mantienen respecto de empresas privadas, por lo general extranjeras. Se ha hablado mucho de las dificultades de París a la hora de aprovisionarse de mascarillas, respiradores y vacunas, pero esa dependencia afecta también a la gestión de datos personales o a los servicios informáticos utilizados por el Estado, como el ­Health Data Hub, que trata de reunir todos los datos sanitarios de los franceses en un mismo servidor gestionado por la sociedad estadounidense Microsoft y que plantea problemas evidentes de confidencialidad.

Pero las consecuencias de una externalización tan masiva no se reducen a la suma de sus partes. Retroceso tras retroceso, los diferentes movimientos de subcontratación se hacen patentes en las tareas de la administración, provocan una pérdida de sus capacidades técnicas y privan a los agentes públicos del “sentido” de su misión –ese que, en muchos casos, los había llevado a servir al Estado–. Probablemente este sea el principal problema de esa externalización ahora endémica: el uso de proveedores externos comporta la pérdida de conocimientos técnicos y, en la actualidad, los poderes públicos ya no son capaces de aplicar muchas de sus políticas de manera autónoma.

En este sentido, la creciente externalización en los centros hospitalarios ha mostrado sus efectos en tiempos de crisis, cuando la necesidad de cambios organizativos rápidos y de amplitud ha chocado con la rigidez de los contratos existentes en los ámbitos de la ­restauración, la lavandería o la desinfección. Cuando se trata de terrenos clave de las políticas públicas o estatales como la sanidad o la seguridad, la externalización desemboca en la pérdida de soberanía y de la capacidad de control del servicio público sobre su propio trabajo. Surge así la cuestión de saber si el delegante conserva una competencia suficiente para dirigir al delegatario y elaborar el pliego de condiciones de la delegación.

El ámbito digital ofrece un ejemplo llamativo de la ausencia de voluntad pública de dotarse de competencias sólidas de puertas para adentro: la externalización solo constituye un paliativo cortoplacista (implantar rápidamente proyectos informáticos o sitios web) que desemboca en la pérdida de capacidad técnica de las administraciones a largo plazo. Controlar un mercado informático, por ejemplo, implica un mínimo de conocimientos tanto técnicos como en materia de gestión de proyectos. Privarse de ellos significa correr el riesgo de no ver las principales implicaciones de un asunto dado y de promover un servicio no adaptado a las necesidades de los usuarios y ciudadanos.

Como resultado, todo un patrimonio inmaterial de los servicios públicos, de “competencias profesionales”, de habilidades organizativas o, en ocasiones, incluso de proyección estratégica se encuentra debilitado. El uso de proveedores privados actúa como un “trinquete” técnico y presupuestario que impide cualquier marcha atrás. Y es que, en la práctica, una vez se consigue ahorrar externalizando un servicio, en los siguientes ejercicios se vuelve casi imposible obtener una ampliación presupuestaria para revertir el proceso. Además, a menudo una “reinternalización” de actividades precisa de la reconstrucción completa de las competencias o habilidades que los poderes públicos han perdido. Se trata de un asunto especialmente delicado, dado que la externalización es antigua (de 10, 15 y hasta 40 años en determinadas actividades que estuvieron un día internalizadas). De ese modo, se cierra la trampa: todo contrato público comporta un retroceso perenne de la esfera pública, así como de los medios de las administraciones que lo firman.

Al final, la multiplicación de los intermediarios reduce la eficacia de la gestión pública. Sus agentes tienen cada vez mayores dificultades para encontrarle sentido a su trabajo. Los usuarios y los ciudadanos se encuentran confrontados a los servicios de atención al cliente externalizados de subcontratistas en el extranjero y no encuentran modo de dirigirse a las personas que toman las decisiones y que son los responsables de suministrar el servicio que necesitan. Y los asalariados de las empresas subcontratistas sufren la precariedad de condiciones laborales degradadas, como las limpiadoras o los guardas de ­seguridad. Se plantea un interrogante: ¿no será hora de revertir la lógica de la externalización, antes de que la pérdida de soberanía del Estado ­haga de ella, no una decisión estratégica, sino una necesidad?

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(1) El presente artículo está extraído de un comunicado publicado por el colectivo Nos Services Publics, https://nosservicespublics.fr

(2) Anne Michel, “Quand l’État décide de sous-traiter la rédaction de ‘l’exposé des motifs’ de la loi ‘mobilités’”, Le Monde, 29 de noviembre de 2018.

(3) La decisión de tener en cuenta las delegaciones del servicio público resulta del empleo de una metodología detallada aquí (en francés): www.monde-diplomatique.fr/63655

(4) “160 Md€ d’externalisation par an: comment la puissance publique sape sa capacité d’agir”, colectivo Nos Services Publics, abril de 2021.

Arnaud Bontemps, Arsène Ruhlmann y Prune Helfter-Noah

Respectivamente: funcionario de la administración pública francesa, miembro del colectivo Nos Services Publics ; asesor, miembro del colectivo Nos Services Publics ; funcionario de la administración pública francesa, miembro del colectivo Nos Services Publics.