El impacto fue inmediato. Sólo unos días después de la publicación del artículo de The Guardian en el que el periodista Glenn Greenwald revelaba que la Agencia Nacional de Seguridad estadounidense (National Security Agency, NSA) recolecta los datos telefónicos de millones de abonados estadounidenses (05 de junio de 2013), el presidente Barack Obama reunía a un grupo de asesores. Tras varios meses de investigaciones –y mientras se sucedían las escandalosas revelaciones–, el Comité publicaba conclusiones abrumadoras: las justificaciones de la NSA no eran válidas; la Agencia no había aportado pruebas de que la vigilancia no autorizada de los residentes estadounidenses hubiera impedido atentados terroristas.
La reacción de la Administración fue más sinuosa. Por un lado, propuso reformas “cosméticas” destinadas a responsabilizar a la Agencia de sus prácticas; por el otro, persiguió sistemáticamente a los alertadores y a los pocos periodistas de los grandes medios de comunicación que les ayudan a publicar (...)