Llegué con mis padres a Israel proveniente de Argentina, en 1952, a la edad de 10 años, cuatro años después de la Declaración de Independencia. Esa Declaración representaba una fuente de inspiración que incitaba a creer en ideales que nos transformaron de judíos en israelíes. Expresaba un compromiso: “El Estado de Israel (…) desarrollará el país en beneficio de todos sus habitantes; estará fundado en los principios de libertad, de justicia y de paz enseñados por los profetas de Israel; asegurará una completa igualdad de derechos sociales y políticos a todos sus ciudadanos, sin distinción de creencia, de raza o de sexo; garantizará la plena libertad de conciencia, de culto y de educación y de cultura”.
Los padres fundadores del Estado de Israel que firmaron la Declaración de Independencia también se comprometieron a tender “la mano de la paz y a vivir en buena vecindad con todos los Estados que nos (...)