Todos los años lo mismo. A partir de octubre, los tomates del país, es decir producidos localmente, desaparecen poco a poco de los mostradores de los mercados y supermercados de Europa occidental, para dar lugar a un único producto: el tomate español, duro, crocante o harinoso, sin verdadero gusto y que, en lugar de terminar de madurar en nuestra frutera, es pálido y se pudre muy rápidamente. “Los franceses quieren comer tomates todo el año, aun en pleno invierno”, afirma Robert, responsable de las frutas y verduras en un hipermercado Carrefour del sur de Francia, “¡pues los proveemos!”.
Ahora bien, al igual que los alemanes, los ingleses, los holandeses, los polacos y otros, los franceses se niegan a pagar el kilo de tomates a un precio superior a los 2 euros, aun fuera de temporada. La solución a esta contradicción agronómica (hacerlos crecer en invierno), y económica (lograr producirlos por menos (...)