Al finalizar el invierno, parece que el mundo político británico ha experimentado un vuelco. “El discurso político está patas arriba –constata un editorial del periódico Financial Times, claramente desconcertado–. [Jeremy] Corbyn, un incorregible socialista a favor de las nacionalizaciones masivas (…), se muestra más preocupado por los intereses de la economía que el Partido Conservador de [la primera ministra] Theresa May, tradicionalmente cercano al sector privado” (1). Infatigable abogado de los intereses de los poderosos, el millonario George Osborne, exministro de Economía conservador convertido en periodista, comparte esta constatación: “El dirigente laborista se muestra más favorable a la patronal y más librecambista que el Gobierno” (2). Un comunicado de la Confederación de la Industria Británica (CBI, por sus siglas en inglés) “alaba” los esfuerzos del Partido Laborista por “garantizar el libre comercio” (3), algo inimaginable cuando Corbyn fue elegido para liderar su formación (4).
No obstante, unos meses antes, el nombre de Corbyn provocaba pavor entre los pudientes. “Despídanse de los cócteles en Dubrovnik y de las compras de Navidad en Nueva York. Todo eso se habrá terminado”, se lamentaba la publicación Money Week al imaginarse su llegada a la cabeza del país (5). En las oficinas del banco Morgan Stanley, esta perspectiva provocaba espasmos de hiperventilación: “Hay que tener en cuenta que los impuestos aumentarán, que se procederá a realizar nacionalizaciones, que un sistema económico que ha favorecido el capital en detrimento del trabajo durante los últimos diez o veinte años va a favorecer ahora el trabajo en detrimento del capital” (6). ¿Qué ha pasado entonces?
El pasado 26 de febrero, Corbyn pronunció un discurso que presentaba la estrategia de su partido para poner en marcha la salida de la Unión Europea, decidida por referéndum el 23 de junio de 2016: si él está en el poder “durante el periodo de transición [que comenzará tras la salida efectiva, el 29 de marzo de 2019], el Partido Laborista trabajará por mantener al país en una unión aduanera con sus socios europeos, así como en el mercado único”. Esta declaración, desarrollada en 450 palabras en medio de un discurso que contiene un número de palabras diez veces mayor, ha sido suficiente para trastocar las brújulas políticas en Westminster.
En las filas de los conservadores, estas palabras causaron el efecto de un puñado de sal esparcido por sus heridas. Las negociaciones iniciadas por May no satisfacen a nadie de su partido: ni al ala favorable a una salida de la cual solo tendría el nombre; ni al ala promotora de una ruptura franca, concebida como un primer paso hacia la transformación del país en el nuevo Singapur o como el medio para recuperar la “soberanía confiscada” del reino. El primer sector, encarnado por el ministro de Economía Philip Hammond, dispone del apoyo de una gran parte de la patronal, de una estrecha base parlamentaria (que no obstante le permite impedir un brexit “duro”) y de una base social aún más raquítica. El segundo campo, asociado ahora a la figura, generalmente coronada por un sombrero de copa, del aristócrata Jacob Rees-Mogg, disfruta del apoyo incondicional de la mayoría de los miembros del partido. Un estudio reciente de la Universidad Queen Mary realiza un retrato prototipo de ellos que les distingue del resto de la sociedad: hombres, maduros, a favor de la pena de muerte, convencidos de que ya no se respetan los “valores británicos”, de la opinión de que la austeridad (aún) no ha ido demasiado lejos y hostiles a la idea de que las mujeres, los discapacitados, los representantes de minorías étnicas o –peor aún– los homosexuales cuenten con una mayor representación en el Parlamento (7). En definitiva, un concentrado de las actitudes que llevaron a gran parte de los británicos a apodar a los tories “the nasty party” (“el partido malévolo”). Una de las participantes en el congreso conservador de 2002 consideró que urgía hacer que este apodo cayera en el olvido. ¿Su nombre? Theresa May.
Por parte de los laboristas, parece que las declaraciones de Corbyn han conseguido lo imposible: atraer a todo el mundo; es decir, a las secciones europeístas a menudo procedentes del “blairismo”, sensibles a las sirenas bruselenses y patronales, pero también a los sectores más recelosos con respecto a Europa, los cuales no pasaron por alto el hecho de que la propuesta iba acompañada de condiciones. Entre ellas se encontraba la autorización de ayudas estatales a algunas industrias. En otras palabras: la exigencia de que una Europa neoliberal… deje de serlo.
El diputado laborista Frank Field –entre los más críticos del New Labour y de la Unión Europea–, a quien inicialmente le chocó el proyecto de discurso de su dirigente, finalmente declaró al Financial Times que consideraba que la posición de Corbyn era “maravillosa” y que la apoyaría, ya que “sus exigencias eran inaceptables a ojos de Bruselas” (8). ¿Acaso era una pequeña sonrisa eso que asomaba por entre la barba del dirigente laborista aquel 26 de febrero?
Sus efímeros turiferarios no han pasado por alto este ardid. Al alabar el “giro” de su adversario político, se dirigían menos a él que a May y a los sectores más radicales del Partido Conservador. “Las empresas no han olvidado las ambiciones del Partido Laborista en términos de renacionalizaciones”, recordó la directora general de la CBI, Carolyn Fairbairn (9). Pese a todo, Financial Times concluía su editorial recordando que “Corbyn y su cenáculo de extrema izquierda representan un peligro mucho mayor para el crecimiento del Reino Unido que la mayoría de los escenarios de brexit”.