Tres semanas antes de las elecciones estadounidenses del 3 de noviembre de 2020, el New York Post (14 de octubre), un tabloide conservador, publicó una exclusiva susceptible de poner en aprietos al candidato demócrata Joseph Biden: unos correos electrónicos procedentes del ordenador de su hijo, Hunter Biden, revelaban al parecer que este percibió remuneración de una empresa ucraniana que pretendía sacar provecho de la influencia de su padre. La difusión de estas “revelaciones” vino a topar con un inesperado obstáculo: Facebook y Twitter, dos compañías, bien se sabe, empeñadas en la libre comunicación de ideas y opiniones, decidieron censurar la información.
Apenas unas horas después de que el artículo se publicara en línea, Andy Stone, uno de los responsables de relaciones públicas de Facebook (y en el pasado experto en comunicación del Partido Demócrata), declaró: “Vamos a limitar su difusión en nuestra plataforma” (@andymstone, Twitter, 14 de octubre). De forma simultánea, Twitter impidió a sus usuarios compartir cualquier enlace con la investigación del New York Post, para después simple y llanamente suspender la cuenta del diario. El periodista Glenn Greenwald puso con sorna el dedo en la llaga: “Se dio entonces el asombroso espectáculo de ver cómo los demócratas justificaban tal censura argumentando que las empresas privadas tienen pleno derecho a hacer lo que se les antoje. Ni los libertaristas más radicales respaldan ese tipo de opiniones. Hasta el capitalista más acérrimo reconoce que las empresas que ejercen un monopolio o casi monopolio tienen la obligación de actuar en aras del interés público y deben responder de sus actos” (The Intercept, 16 de octubre de 2020).
¿Pero cuál sería el valor de la censura si no hay reeducación? Inspirándose por lo visto en las prácticas del Partido Comunista Chino en cuanto a control del debate de opiniones, los patronos liberales de Silicon Valley lanzaron una vasta campaña de rectificación dirigida a los desnortados usuarios, capaces de llegar al extremo de buscar información fuera de los medios de comunicación considerados “fidedignos” y, como tales, patrocinados por Google, Facebook, etc. Desde agosto de 2020, Facebook pone una etiqueta de alerta en los mensajes señalados como sospechosos por sus “verificadores” subcontratados: “falso”, “información parcialmente falsa”, “esta publicación carece de contexto”, proclaman esos banners, que enlazan con artículos de la prensa dominante. Cabe imaginar el espanto de los suscriptores si los servicios postales estadounidenses encargados de repartir la prensa en los buzones estamparan un sello “bulos” sobre los ejemplares de The New York Times que informan de un enésimo complot ruso imaginario, e incitaran asimismo a los destinatarios a que se conectaran al canal de noticias en horario continuado RT, afín al Kremlin.
Cuando no suprime los mensajes considerados anómalos por incompatibilidad con su “política de contenidos”, Twitter también comenta las publicaciones de sus usuarios. El 26 de mayo de 2020, un tuit de Donald Trump donde afirmaba que el voto por correo generaría un fraude masivo iba acompañado de una advertencia añadida por la plataforma –“Busque los datos reales sobre el voto por correo”– con enlaces a artículos que contradecían las afirmaciones presidenciales.
Ya procedan de una autoridad parental, partidista, episcopal o mediática, las advertencias de tipo “¡No leas eso, lee esto!” irritan sin convencer, para gran disgusto del partido de la virtud. Las correcciones de Twitter a las paparruchas de Trump sobre el fraude siguen la misma línea, como muestra la investigación llevada a cabo por unos profesores universitarios sobre este caso en concreto (1). El resultado tiene dos vertientes. Primero resulta que el tuit de Donald Trump no cambia en absoluto la opinión de los lectores sobre el voto por correo, cualquiera que sea su afiliación política. Los investigadores explican: “Las enmiendas de Twitter, en cambio, provocan efectos muy diferentes. Entre los demócratas, hacen disminuir la creencia en el fraude postal. Entre los republicanos, ocurre exactamente lo contrario. La creencia en el fraude electoral es mayor entre los que están expuestos a correcciones y advertencias que en el grupo de control, lo cual evidencia un efecto bumerán”. En resumen, la campaña de reeducación fortalece la creencia en los bulos entre aquellos que ya se los creen, a quienes se pretendía hacer entrar en razón.
Aun actuando con inteligencia, tomar a la gente por imbécil es siempre una apuesta perdedora.