De Cannes puede decirse que es “el más hermoso de los festivales”, para citar al cineasta Manoel de Oliveira, o bien que es “un club de directores alejado de la realidad social”, para retomar el análisis de algunos cinéfilos. Estas apreciaciones algo divergentes reflejan una realidad: año tras año, Cannes se presenta como la capital de cierta esquizofrenia. Cristaliza las contradicciones de las que el cine francés, a su manera, es emblemático: por un lado, la famosa excepción cultural, que permite los mecanismos públicos de apoyo a la cultura; por otro, la utilización de las mismas técnicas que la industria hollywoodiense, proyectos financieros y actores capaces de producir recaudaciones importantes.
Durante doce días, los festivaleros conforman un microcosmos recortado del mundo, pero se dedican al consumo de películas que para muchos cuestionan el estado del mundo, del que no hay que ser particularmente visionario para señalar que no es demasiado alegre. (...)