Y de repente, milagro: el líquido fangoso de los canales venecianos se tornó agua clara. Los turistas habían abandonado la ciudad confinada, por lo general saturada de visitantes y rodeada de “cruceros factoría”. En el silencio de ese siniestro final de marzo, todo el mundo evaluaba los espectaculares efectos del turismo sin control, por la propia ausencia de este. Y podía soñar con un mundo en el que el tiempo de ocio se utilizara para actividades menos destructivas para el planeta. ¡El “turismo de masas”, ese es el enemigo!
Tras la aparente obviedad de una observación alimentada a diario por la hiperfrecuentación bien real de ciertos destinos (Barcelona, Venecia, Dubrovnik...) se esconde un implacable juicio social. El turista es el otro: “el tonto del viaje”, como dice el semiólogo Jean-Didier Urbain. Aborregado, gritón, escandaloso, superficial, tan invasivo y vulgar como el siluro en los ríos, su presencia masiva arruina al instante (...)