En su discurso del estado de la Unión de 2011, el presidente Barack Obama mencionaba con elocuencia el peso que soportaban los trabajadores del país, esos estadounidenses sin titulación que en otra época habían podido contar con un empleo de por vida y que ahora pagaban muy caro las consecuencias de la desindustrialización: ciudades desmanteladas, existencias en ruinas y sueldos famélicos.
Lógicamente, en este punto del discurso, uno hubiese esperado que el autor detallara lo que tenía pensado hacer para remediar semejante desastre –poner en marcha un programa de empleos asistidos, por ejemplo, o un dispositivo contra las deslocalizaciones–. Pero en vez de hacer eso, el Presidente explicó a los trabajadores que no podía hacer nada por ellos: “Entonces, sí, el mundo ha cambiado. La competición por el empleo es una realidad”. La suerte que se les había infligido se resumía a eso: una “realidad”, es decir, algo a lo que (...)