Nakarari, pueblo perdido en la sabana, en el distrito de Malami, a 2.000 kilómetros al norte de Maputo. Bajo el mango, sentados en el suelo o sobre endebles bancos de madera, unos cuarenta hombres y mujeres reciben a los visitantes. A su alrededor, un grupo de niños salta como un resorte cada vez que una fruta cae de las ramas. El secretario del poblado toma la palabra. Con la cara bronceada y las manos callosas propias de quien trabaja la tierra desde hace tiempo, Agostinho Mocernea se muestra severo: “No debemos creernos lo que dice el Gobierno. Debemos continuar diciendo no”. Después pasa la palabra a los representantes de las organizaciones campesinas recién llegados de las localidades vecinas. “El Gobierno se encuentra en un callejón sin salida”, afirma Dionísio Mepoteia, de la Unión Nacional de Campesinos (União Nacional de Camponeses, UNAC). “Nuestra lucha nos ha permitido obtener una primera victoria histórica. Hemos impedido un saqueo y confirmado que la tierra solo nos pertenece a nosotros, que la cultivamos desde hace generaciones”. Este hombre de cuarenta años y de voz ligera añade: “Gracias a nuestra unidad hemos podido lograr este resultado. Es preciso que nos mantengamos unidos”.
La movilización popular de la que Nakarari es el centro neurálgico ha infligido un golpe, que aquí se espera sea mortal, al mayor proyecto agroindustrial de toda África: ProSavana. El encuentro bajo el mango es solo el último de una larga serie. Mepoteia se desplaza con frecuencia para informar a las comunidades rurales de lo que pasa “en la ciudad”. Internet todavía es una quimera en esta parte de Mozambique y los teléfonos móviles solo funcionan de modo intermitente.
Resultado de una cooperación triangular entre el Gobierno de Mozambique, la Agencia Japonesa de Cooperación Internacional (JICA) y la Agencia Brasileña para la Cooperación (ABC), ProSavana aspira a implantar explotaciones agrícolas comerciales en el corredor de Nacala, una región que comprende tres provincias y diecinueve distritos en el norte del país. Con una superficie de 14 millones de hectáreas, el equivalente a una cuarta parte de la Francia metropolitana, esta zona se considera apta para “cultivos comerciales” (soja, algodón, maíz) destinados al mercado mundial. El puerto de Nacala, en el océano Índico, conectado a la región mediante ferrocarril, ofrece una salida hacia China.
ProSavana se inscribe en la gran carrera por las tierras agrícolas que, desde 2008, asola el hemisferio Sur, y en especial el África Subsahariana (1). Desde la crisis alimentaria mundial, que vio doblar, incluso triplicar, el precio de los productos básicos, la adquisición de espacios para la producción a gran escala seduce a inversores y aventureros a la búsqueda de rendimientos fáciles. No solo los grandes grupos agroalimentarios han invertido en el sector, también actores provenientes de las altas finanzas: empresas de corretaje, fondos especulativos, fondos de inversión de toda clase, creados por personas que anteriormente trabajaban para bancos comerciales como Goldman Sachs, Merrill Lynch y otros (2). De Etiopía a la República Democrática del Congo, de Senegal a Sudán, centenares de millones de hectáreas han sido vendidas, con el fin de destinar la producción no al mercado interior sino al mercado exterior, más rentable (3). Un proyecto como ProSavana, poco integrado en la economía local, “reduce la tierra a un simple bien de mercado y no tiene en absoluto en cuenta lo que representa para los pequeños productores rurales”, explica Olivier De Schutter, ex relator especial para el derecho a la alimentación del Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (4).
Inmenso (799.000 kilómetros cuadrados) y poco poblado (28 millones de habitantes), Mozambique se ha impuesto como objetivo número uno en esa nefasta carrera. Ya en 2010, durante una conferencia internacional en Riad, Arabia Saudí, el ministro de Agricultura José Pacheco promocionaba su país regalando sus tierras con arrendamientos de cincuenta años al precio… de un dólar por hectárea. “Es nuestro precio, porque creemos en el desarrollo compartido. Debemos impulsar juntos una nueva revolución verde” (5).
Detrás de la “modernidad” de una cooperación Sur-Sur “al servicio del desarrollo”, ProSavana invierte las relaciones de producción en el campo, sujeta contractualmente a los pequeños agricultores a las grandes empresas y hace de Mozambique un centro de producción agroindustrial exportable al mundo entero. El proyecto, ideado en 2009 en la cumbre del G8 en L’Aquila, Italia, durante encuentros privados entre el primer ministro japonés Taro Aso y el presidente brasileño Luiz Inácio “Lula” da Silva, pretende reproducir un experimento legendario: la transformación, entre los años 1970 y 1990, de la sabana tropical húmeda del Mato Grosso en la principal región productora de soja del planeta. En aquella época, la transformación del Cerrado brasileño, “la zona de expansión agrícola más importante del mundo”, según el padre de la revolución verde Norman Borlaug, se había realizado con la ayuda de ingenieros japoneses y de una importante financiación de Tokio. La cooperación triangular de ProSavana se inspira en ella para desarrollar el norte del país gracias a la tecnología brasileña, confiando a las empresas japonesas la comercialización de los productos, en particular en los mercados asiáticos.
Desde su lanzamiento, el proyecto recibe elogios de influyentes dirigentes mundiales. En noviembre de 2011, durante el 4º Foro de Alto Nivel sobre la Eficacia de la Ayuda en Busan, en Corea del Sur, la secretaria de Estado estadounidense Hillary Clinton aclamaba los esfuerzos de “estas economías emergentes que trabajan juntas para encontrar soluciones a desafíos comunes”. El magnate Bill Gates, que dirige varios programas de desarrollo en África a través de su Fundación Bill y Melinda Gates, lo erige en “ejemplo de cooperación innovadora” (6).
En esta “cooperación innovadora”, entre bambalinas, trabaja GV Agro, una consultoría vinculada a la Fundación Getúlio Vargas, think tank y escuela de formación de renombre de Brasil. GV Agro está dirigida por el exministro de Agricultura Roberto Rodrigues, que pretende ser el campeón del desarrollo agroindustrial de toda la franja situada entre los dos trópicos en África. Consultor también de la compañía minera Vale, que extrae carbón en la región de Tete, este exministro pasa por eminencia gris de ProSavana: a él se debe el paralelismo entre Mato Grosso y el norte de Mozambique, así como el cuento sobre el desarrollo de los monocultivos en esas “tierras inexplotadas” (7). También es él quien organiza visitas sobre el terreno para potenciales inversores brasileños. También se deben a GV Agro las líneas generales del plan de ProSavana y su mecanismo de financiación. El proyecto, con una inversión inicial de 38 millones de dólares de los gobiernos brasileño y japonés, aún ha de ser sostenido por un fondo ad hoc bautizado Nacala, que se supone debe atraer 2.000 millones de dólares de inversiones privadas. El objetivo declarado del fondo es “generar rendimientos a largo plazo para los inversores, estimulando el desarrollo económico local y regional”. Paralelamente, Maputo y Tokio crean un Fondo para la Iniciativa de Desarrollo ProSavana a fin de “apoyar diferentes modelos de integración de los pequeños agricultores”.
Esos planes de transformación y desarrollo rural se elaboran lejos de los pequeños agricultores que viven en la región. “La primera vez que oímos hablar del programa, fue en agosto de 2011, durante una entrevista concedida por el ministro de Agricultura Pachecho a un periódico brasileño” (8), recuerda Jeremias Vunjane, director de la Acción Académica para el Desarrollo de las Comunidades Rurales (ADECRU), una asociación de Maputo que apoya al campesinado familiar. “Fue un shock. ¡Nuestro Gobierno vendía al extranjero algo de lo que nunca había hablado al país!”, exclama indignado este experiodista de larga barba negra y elocuencia de predicador. “Esa entrevista nos abrió los ojos. Hicimos indagaciones y comprendimos que se trataba de un programa marco que pretendía abrir las puertas de nuestro país a las multinacionales de la agroindustria”. Las indagaciones se demuestran fáciles de hacer: en el mismo artículo, empresarios brasileños se muestran entusiasmados ante la idea de emigrar al país africano, donde les prometen tierras por arriendos ridículos. “Mozambique es un Mato Grosso en medio de África, con tierras gratuitas, pocas trabas medioambientales y costes de transporte de mercancías hacia China mucho más bajos”, afirma Carlos Ernesto Augustin, presidente de la Asociación de Productores de Algodón de Mato Grosso.
No obstante, diga lo que diga el discurso ideado por GV Agro, y repetido como un mantra por los promotores del proyecto, el corredor de Nacala tiene poco que ver con el Cerrado. Aunque los dos territorios se encuentran en la misma latitud, la zona ambicionada por ProSavana es mucho más fértil y, por lo tanto, más importante para el campesinado local, que su vago equivalente brasileño. Y, sobre todo, contrariamente a Mato Grosso, que, en los años 1970 no estaba muy poblado, el corredor de Nacala está habitado por 5 millones de personas, en su mayoría pequeños agricultores que producen buena parte de la comida consumida en el país…
En Mozambique, como en numerosos países de África, la tierra pertenece al Estado y no puede ser vendida. Esta prerrogativa, conferida tras la independencia, en 1975, es garantizada por la Constitución de 1990. Según la ley, el Gobierno concede a las poblaciones o individuos un “derecho de uso y explotación de la tierra”, o DUAT (“Direito de uso et aproveitamento dos terras”), para cultivar sus machambas, las pequeñas parcelas agrícolas. Pero, en las zonas rurales, no todo el mundo posee un DUAT, un documento cuya importancia a veces los campesinos subestiman. Por lo tanto, puede suceder que la tierra cambie de manos insidiosamente.
El pueblo de Wuacua, a aproximadamente quince minutos por carretera de Nakarari, es muy consciente de ello. Un día de 2012, funcionarios del distrito se presentaron en el lugar para pedir a los habitantes que firmaran unos documentos. A cambio, les prometieron una suma de dinero y la realización de “proyectos sociales”. Pero se trataba de algo muy diferente: la renuncia explícita al DUAT. “Fueron engañados. Les dijeron que iban a formar parte de un programa de desarrollo rural y les hicieron firmar documentos que no entendían. Recibieron una compensación, entre 4.500 y 6.000 meticales [entre 60 y 80 euros] y fueron obligados a marcharse”, cuenta indignado Mepoteia. Poco después, Agromoz, una empresa de capital mixto brasileño y portugués que cuenta con la participación de una compañía mozambiqueña dirigida por el expresidente Armando Guebuza, obtuvo una concesión de 9.000 hectáreas, en la que principalmente cultiva soja. “Se aprovecharon del hecho de que aquí una gran parte de la población es analfabeta y de que pocos comprenden el portugués”. Hoy, Wuacua es un pueblo fantasma, rodeado de plantaciones de Agromoz. Vigilantes contratados por la empresa no dejan acercarse a nadie. La tierra está vacía, a la espera de ser sembrada. El contraste con el paisaje de Nakarari, donde se extienden pequeñas parcelas de judías y mandioca, crecen mangos y grupos de niños corren por todas partes, resulta impactante.
Aunque sin relación directa con ProSavana, el caso Agromoz ilustra las intenciones de sus promotores. En toda la región, la historia de Wuacua y la expropiación de tierras corren de boca en boca. Aleccionados por esta experiencia, los representantes de los campesinos desafían al Gobierno. “Los funcionarios nos convocaron en la capital del distrito para hablar de desarrollo. Hicieron una bonita presentación con diapositivas. Preguntamos por Agromoz, pero no nos respondieron. Así que abandonamos la sala”, relata Mepoteia. El distrito de Malema se convierte en el símbolo de una protesta que, a lo largo de los meses, se extiende a todo el país y rebasa rápidamente las fronteras nacionales.
“Todo comenzó con un viaje a Brasil”, cuenta Vunjane. Al descubrir el programa y sus similitudes con lo que había pasado en Mato Grosso treinta años antes, las organizaciones mozambiqueñas deciden informarse por sí mismas. En noviembre de 2012, una delegación de cinco personas parte hacia el interior brasileño. Los participantes vuelven en estado de shock. “Recorrimos centenares de kilómetros y solo vimos extensiones gigantes de soja. Ni un solo campesino ni ninguna población rural”, recuerda Abel Saída, de la Asociación Rural de Ayuda Mutua (ORAM). “El conjunto del territorio está deforestado. No hay la menor forma de vida, ya que la utilización intensiva de pesticidas y abonos ha creado un desierto. La perspectiva de ver nuestra tierra convertida en un paisaje tan vacío nos pareció una pesadilla”. Un documental que relata este viaje, traducido a las lenguas locales, circula por todo Mozambique (9).
“Decidimos pasar a la acción, ya que seguían sin darnos información”, explica el presidente de la UNAC de Nampula, Costa Estêvão. Lleva con orgullo las insignias de su organización y, con su camiseta amarilla y su gorra de béisbol, critica violentamente al Gobierno. “No estamos contra el desarrollo, pero creemos que se debe contar con los agricultores y consultarles”, declara. “En lugar de eso, primero trazaron el plan sin informarnos; después, intentaron imponérnoslo hablando de desarrollo rural, pero robando la tierra a los que la cultivan desde hace décadas”. Sin perder el hilo de su discurso, cava agujeros en la tierra con una azada y siembra maíz en su pequeña machamba, a media hora por carretera de Nampula. “Cuando finalmente vimos el plan, comprendimos que lo que nos proponían era un verdadero timo”. Revelado por una filtración, el documento elaborado por GV Agro y por dos consultorías japonesas, Oriental Consulting y NTC International, confirma los temores de las organizaciones campesinas. En él se habla de “dirigir a los agricultores desde las prácticas tradicionales de cultivo y gestión de tierras hacia prácticas agrícolas intensivas basadas en semillas comerciales, insumos químicos y títulos de propiedad privada” (10).
La movilización, al principio un simple movimiento local, rápidamente adquiere fuerza. En Brasil, Japón y Mozambique, los movimientos campesinos y las asociaciones comparten información y coordinan sus acciones. Veintitrés organizaciones mozambiqueñas escriben una carta abierta a los gobiernos japonés, brasileño y mozambiqueño en la que denuncian “la ausencia total de un debate público profundo, transparente y democrático” sobre una cuestión “de gran importancia social, económica y medioambiental, que tiene un impacto directo sobre nuestras vidas” (11). Unas cuarenta organizaciones internacionales firman el documento y lo hacen circular. El propio Estêvão es catapultado desde la sabana mozambiqueña hasta los fastuosos pasillos de la Cámara de Representantes de Tokio. “Me invitaron a reunirme con parlamentarios japoneses. Les dije que criticábamos ProSavana porque ponía en entredicho nuestro modo de vida”.
Las manifestaciones, la actividad de internacionalización, la carta abierta, una corriente de opinión que une las organizaciones campesinas mozambiqueñas a las de Brasil, a los profesores universitarios y a las organizaciones de la sociedad civil japonesa y europea: todo eso termina de debilitar el proyecto. “La protesta alcanzó a todas las provincias. Organizamos caravanas para informar a las poblaciones y animarles a no aceptar las promesas vacías de los funcionarios”, cuenta Vunjane. “Fue duro. Recorrimos distancias enormes. Pero obtuvimos un resultado extraordinario: por primera vez, el Gobierno mozambiqueño tuvo que escuchar al pueblo, que le dijo alto y claro que no aceptaría un modelo de desarrollo impuesto desde arriba”.
En efecto, los promotores del grandioso proyecto de transformación del corredor de Nacala en un nuevo Mato Grosso comenzaban a desinflarse. Temiendo ser vistos como los agentes de un nuevo colonialismo agrario, los japoneses son los primeros en manifestar dudas sobre su pertinencia. Los empresarios que habían visitado el país a invitación de GV Agro anuncian que ya no están interesados. Los técnicos de la agencia de cooperación brasileña se vuelven a su país. Y el Fondo Nacala, que se suponía debía reunir 2.000 millones de dólares, es discretamente liquidado. ProSavana es suspendido.
“Cometimos un error de evaluación”, reconoce Yokoyama Hiroshi, responsable de ProSavana en la JICA. En la sede de la agencia, en un edificio moderno en el centro de Maputo, el funcionario admite con franqueza que no se había efectuado ningún estudio de viabilidad. “Al principio, pensábamos que sería posible repetir el experimento de Mato Grosso. Posteriormente, nos dimos cuenta de que los dos contextos eran muy diferentes y de que no era apropiado poner en práctica el modelo de desarrollo brasileño aquí”. Yokoyama habla ahora de apoyar a “los pequeños productores” y rechaza toda agricultura a gran escala, lo que precisamente era la esencia del proyecto. “Estamos reformulando el plan, con un mecanismo de consulta a las poblaciones rurales concernidas”. GV Agro ya no forma parte del proceso. Los promotores afirman haber aprendido la lección y proponen volver a la casilla de salida.
Cerca de diez años después del principio de su andadura en el G8 de L’Aquila, ProSavana hace pensar en un matrimonio frustrado antes siquiera de su consumación. Aunque los japoneses han invertido demasiado dinero y prestigio como para retirarse, los brasileños ya han hecho las maletas. Y Maputo, que soñaba con transformar el país en el eje central de la agroindustria africana, gestiona ahora un simple plan de cooperación, todavía sobre el papel, en el que nadie parece ya creer…
Basta con acudir al Ministerio de Agricultura para observar esa pérdida de fe en el proyecto. La sede de lo que se concibió como el mayor proyecto de desarrollo agrícola de África se encuentra relegada al fondo de un ala secundaria del edificio. En una habitación desangelada, sin ordenador ni teléfono, tras un escritorio sobre el que destacan dos mini banderas de Mozambique y Japón, está apostado el coordinador nacional de ProSavana. A Antonio Limbau le ha sido confiada la penosa tarea de negar lo evidente: “Nunca tuvimos intención de exportar el modelo brasileño del Cerrado. Siempre hemos querido promover un desarrollo rural adaptado a nuestro país, favoreciendo a las pequeñas, medianas y grandes empresas. La soberanía alimentaria de nuestro pueblo es nuestra prioridad”, afirma, perentorio. Según él, el proyecto avanzará “pese a los retrasos y malentendidos”.
Pero, en el corredor de Nacala, ProSavana parece un fantasma. En la periferia de Nampula, solitario e incongruente como una catedral en medio de la sabana, se yergue un laboratorio de análisis de suelos, una de las escasas entidades construidas en el marco del plan. En el edificio vacío y desolado, algunos estudiantes y una agrónoma nos proponen con desgana enseñarnos sus aparatos. Americo Uaciquete, responsable de ProSavana en la provincia, recita la tesis oficial: “el programa es bueno, pero no ha sido comprendido. Ahora todo está congelado”.
A algunas horas de carretera, bajo el mango de Nakarari, basta con pronunciar la palabra “ProSavana”, para ver las caras ensombrecerse de rabia. “Pueden venir mil veces, nunca nos convencerán”, recalca Mocernea. A su lado, Vunjane, que muestra su satisfacción por haber logrado una “victoria histórica”, se muestra sin embargo prudente: “El Gobierno ha cambiado de discurso. Pero permanecemos vigilantes, ya que volverá al ataque”.