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Cataluña: el duro precio de una sutura fallida

El reclamo de las larvas

por Víctor Gómez Pin, junio de 2018

En 1949, por iniciativa de Albert Camus, se publica en Gallimard El arraigo (L’enracinement), obra póstuma de la pensadora francesa Simone Weil, fallecida en 1943 con treinta y cuatro años, en su exilio del Reino Unido, escindida entre un desapego a la vida y la finalidad a convicciones contrarias al suicidio. Reivindicar el arraigo en un momento en el que Europa se hallaba en un conflicto que sólo podía ser resuelto en lucha conjunta, y las fuerzas que mayormente resistían al fascismo eran defensoras del internacionalismo proletario, exigía capacidad de ir a contracorriente y desde luego un cierto valor. Y sin embargo, tanto en los años treinta del pasado siglo como ahora, hay razones para considerar que una situación de arraigo es quizás el síntoma mayor de que se ha resuelto sanamente el tremendo problema de la alteridad. Pues la influencia del otro en el marco propio sólo es saludable si supone un reforzamiento, si es un estímulo en la siempre dura asunción del propio ser. Y, sin embargo, ¡a qué formas terribles de reivindicación del arraigo se asiste en la Europa de nuestros días!

“No se agita sin peligro ese universo de larvas”, decía refiriéndose a los fantasmas ocultos de la subjetividad humana un pensador francés. Superado el estadio larvario en esa metamorfosis conocida como pupa, los sarcofágidos llamados moscardas merodean en jardines, complaciéndose en el entorno de plantas y flores de intensivo aroma. No obstante, a la hora de depositar sus huevos, la moscarda cambia de entorno, retorna por así decirlo al medio en el que surgió, frecuenta el estiércol, el basurero urbano o la carne inerte, donde las larvas gozarán de la putrefacción durante días.

Hay algo de fascinante en que la necesidad de procrear de la moscarda pase por este retorno desde el jardín a lo hediondo. “La ternura común por las cosas que quiere evitarles la contradicción”… indicaba Hegel, en referencia a las almas que quisieran retener de la vida tan sólo lo afirmativo. En cualquier caso es quizás una buena metáfora de lo que ocurre en ocasiones en otras especies. Ciertamente en la comunidad de mamíferos que constituimos, las circunstancias que han posibilitado la aparición de un Einstein, un Marcel Proust, un Brahms o un Descartes son como el testimonio de que la especie humana tiene a veces la complicidad de la fortuna; pero quizás perdura siempre un rescoldo del estado originario y una nostalgia del medio que lo facilitaba, una reminiscencia de los efluvios cargados, una atracción por el hábitat previo a la metamorfosis, una fascinación por el estado larvario.

Los foros privados dan testimonio en muchos ciudadanos de una suerte de adición (atetada por la confrontación política) al problema de la filiación originaria, adobada o no con otras causas que sirven de coartada. Y entre estas personas cuentan muchas para las cuales fue precisamente una cuestión de salud intentar superar (¡no ignorar!) un problema que causó en ellas ofensas de muy difícil sutura. Las dos circunstancias personales que voy a evocar son ficticias, pero no carecen de soporte en la realidad.

La ofensa

Está aún presente en la memoria de muchos cómo, en los años franquistas de alternancia entre estancamiento y desarrollo, cientos de miles de inmigrantes de la España rural llegaban a Barcelona, y en ocasiones en la misma estación de Francia tenían que esquivar el control de la Guardia Civil, para no ser devueltos a sus lugares de origen. Pero, a la vez que eran así víctimas de la ignominia del régimen, los que llegaban a instalarse soportaban a menudo los epítetos peyorativos con los que en general en la Europa fabril se tildaba a los desplazados desde las comunidades agrarias. Pues bien: quizás en su infancia o adolescencia una persona se reconoció como diana de esas tan frecuentes actitudes despectivas y, a fin de recobrar su autoestima, buscó insana compensación haciendo suyos los retóricos pero efectivos discursos oficiales que pregonaban la universalidad y peso de la lengua española, frente al carácter local y hasta “dialectal” de la lengua catalana, relegada en la cultura oficial a un papel casero y subordinado.

Frente a esta persona, una segunda, quizás aún niño, despreciado en esa lengua que sentía como el elemento mayormente configurador de su identidad, hacía suyas con rabia las frases escuchadas con rutinario tono en el entorno familiar y social; frases cargadas de notas peyorativas sobre los desagradecidos que habían encontrado en Cataluña un estatus que, en sus lugares de origen (tachados de intrínsecamente míseros), nunca hubieran podido alcanzar.

El polar sentimiento (ofensa compensada con irracional asunción de un prejuicio que posibilitaba afirmar la relevancia de la propia identidad) no llegó quizás nunca a ser erradicado. Pero sí pudo ser neutralizado en función de otras circunstancias, otras exigencias, otros imperativos que parecían irrenunciables, por ser lo único de lo que hay certeza absoluta, a saber: que abusar del débil (o simplemente de aquel flanco por el cual alguien lo parece) es signo inequívoco de abyecta condición moral.

La sutura

De un lado y del otro se fue abriendo paso la identificación de la propia dignidad con la capacidad de apertura a esta suerte de imperativo kantiano, que no abolía los sentimientos, pero sí los apartaba a los arcenes; excluía en todo caso que llegaran a ser motor subjetivo de la acción. Y así las víctimas de ambas ofensas llegaron a encontrarse del mismo lado, en asambleas, manifestaciones o altercados, tanto en tiempos de la dictadura que buscaba reciclarse, como en momentos posteriores. Organizaciones políticas como el PSUC (determinante en la resistencia al franquismo) fueron paradigma de esta confluencia entre personas como las que he evocado, erigiéndose en temible muro de contención para aquellos que querían polarizar a la población en función de su origen cultural y lingüístico. Y desde la propia Cataluña se denunciaban las razones contingentes de la postración económica de las regiones meridionales de España, reivindicando la dignidad en la confrontación de sus gentes con la naturaleza y con el sistema social, y reconociendo en los rasgos de su vida cotidiana el espejo de una profunda civilización.

Pero si formaciones políticas podían jugar ese papel es porque tenían un proyecto; y tenían sobre todo la fuerza y el apoyo externo para sostenerlo más allá de las proclamas ideológicas. Había un objetivo emancipador que podía sentir como suyo todo aquel que se sintiera víctima de la explotación económica, la pretensión supremacista, sea racial o de género, y la canallesca jerarquización de las lenguas. Corolario de la causa misma era llegar a la abolición de ese sistema de abusos imperante; por ello, mientras hubo fuerzas para mantener la causa, el problema de la identidad en Cataluña estuvo razonablemente acotado; precisamente porque a nadie se le toleraba hacer declaraciones en contra de la lengua catalana, ni catalogaciones jerárquicas de lenguas y culturas que herían en su dignidad a comunidades enteras. Un ejemplo concreto: En los años negros del franquismo, yendo más allá de los prejuicios populares, algún relevante político en ciernes hizo tremendas reflexiones por escrito relativas a una de las comunidades de inmigrantes mayormente concernidas. Pero a la desaparición del dictador, e incluso antes de la misma, tales escritos fueron retirados; no por temor a la reacción de las autoridades españolas, sino por temor al repudio en el seno de Cataluña, incluso por parte de militantes nacionalistas; retiradas en suma porque una sana relación de fuerzas era favorable a la parte menos anal, turbia y resentida de todos los que se enfrentaban en el ruedo político. Mas la fuerza para mantener el vigor de la causa se perdió. Se perdió, no sólo en España sino en toda Europa, por no decir en el mundo; y en consecuencia reaparecieron los fantasmas:

Regresión

Sin cumplirse aún dos años de la caída del muro de Berlín, en septiembre de 1991, Umberto Bossi anunciaba la creación de la “República de Padania independiente y soberana”, sustentada en el mero rechazo a un Mezzogiorno al que Bossi se refería como indigente e intrínsecamente parasitario. Frases como las que han atravesado durante años el conflicto político de Cataluña tienen allí matriz, son retoños del “Roma Ladra” fraguado en ese primer cónclave de la causa padana, al que asistía por cierto uno de los entonces dirigentes del incipiente independentismo catalán, coaligado con una cronista barcelonesa que poco después se refería a Cataluña como la “vaca que todo el mundo ordeña”, víctima de “los vampiros que nos rondan”, y muchas otras frases que hoy desgraciadamente han quedado eclipsadas. Pues la cosa con los años se incrementaría exponencialmente.

A la par que el concepto de España empezaba en ciertos periódicos a adoptar connotaciones que siempre dieron miedo al propio pueblo español, mientras ciertos columnistas tildaban a Montilla de “charnego acomplejado” y lacayo de los nacionalistas, fermentaba en el otro bando el caldo espiritual que ha conducido a que hoy toda prudencia parezca ya superflua: el responsable de la CUP calificó de “Demofóbica” a la Europa Comunitaria en la sesión del Parlament en la que puso sus condiciones para facilitar un nuevo presidente de la Generalitat que a su juicio permitiría salir del marco autonómico para conseguir una sociedad “socialista, ecologista y feminista”. Pues bien, a muchos nos hubiera gustado oír en boca de ese responsable una frase tan sencilla de pronunciar como la siguiente: “Señor candidato, yo comparto con usted el ideario independentista, pero a diferencia de usted no soy xenófobo, y en consecuencia me hiere que se nos confunda”.

No se oyó esa frase, quizás porque quien debía pronunciarla considera que, ante la variable independencia-no independencia, todo lo demás carece de importancia. Y además calcula quizás que este asunto de la revelación pública de las posiciones xenófobas del President de la Generalitat será rápidamente neutralizado, lo cual es ciertamente muy probable: neutralizado o simplemente banalizado, por trivial… y desde todos los ángulos, pues el asunto sale por doquier. Y a la par que vuelve a la luz una “filosófica” meditación de 1983 atribuida al presidente del Gobierno, reivindicando (evocación de Mendel incluida) la legitimidad de la tesis según la cual, tanto en lo físico como en lo psíquico, el ser “de buena estirpe” garantiza buena descendencia…, reaparecen las delirantes reflexiones sobre el pueblo andaluz escritas en su juventud por el que fue (¿ya no lo es?) pontífice mayor de la patria catalana. Y, de hecho, declaraciones que hace cuarenta años hubieran descalificado para la política a quien las mantuviera, hoy sólo son objeto de crítica formal, carente de consecuencias, en razón de que gestionar el prejuicio y el resentimiento se ha convertido en expediente trivial de la confrontación política. A este fétido estado de cosas no se escapa con sermones ni buenos sentimientos. Y en ausencia de objetivos de universal liberación, sólo queda… la letal atracción por la singularidad de los orígenes.

Pozo larvario

El destino de la larva es en principio sufrir la evocada metamorfosis en la que desarrollan los órganos propios de su especie. Se supone que en ausencia de tal proceso de metamorfosis, las larvas desaparecerían. Pero el universo de larvas al que metafóricamente se refería Jacques Lacan, sería un caso especial, como si un cultivo de mosca de la carne sin distribución morfológica, perdurara como trasfondo oculto de los seres ya dotados de cabeza, tórax y extremidades.

La moscarda vuelve al origen al menos para procrear, decía al principio. En la medida en que ese universo abisal permaneciera absolutamente aislado e ignorado, cabe decir que las larvas y los adultos se las arreglan cada uno por su cuenta. Mas si los seres ya configurados encontraran excesiva la tensión que supone esa fértil metamorfosis que les hizo ser, podrían llegar a sentir atracción por el estado larvario; letal atracción (nunca abolida pero sí rechazada a los trasfondos) que ejerce el hábitat más natural, el más originario, el más genuino; complacencia en los aromas mefíticos... pero propios. ¡Cuidado entonces si una rendija se abre! Pues ese repudio de la vida que la larva frustrada representa puede deslizarse y llegar a impregnar el exterior por entero. Simone Weil tuvo la lucidez de ver en ello precisamente el síntoma de la falta de verdadero arraigo, en el cual las raíces se fortifican precisamente en el reconocimiento de la alteridad. Letal desarraigo que la autora sintetiza en este tremendo comentario a un pasaje de Mein Kampf: “No es justo acusar a este adolescente abandonado, vagabundo miserable, de alma hambrienta sino a aquellos que lo han alimentado en la mentira, esos a quienes en realidad nos parecemos”.

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P.-S.

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Víctor Gómez Pin

Filósofo. Catedrático emérito de la Universitat Autònoma de Barcelona.