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Las vacunas contra la covid-19 y los todopoderosos laboratorios

Las patentes, un obstáculo para la vacunación universal

Aunque hayan conseguido producir las vacunas contra la covid-19 gracias a grandes sumas de dinero público, las empresas farmacéuticas las venden al mejor postor. Como mucho aceptan reservar algunas dosis para sus propias naciones. Pero, ¿y si los gobiernos obligaran a suprimir el derecho de propiedad intelectual para que los países capaces de producirlas fabriquen vacunas para los demás?

por Frédéric Pierru, Frédérick Stambach y Julien Vernaudon, marzo de 2021

Todos recordamos el aluvión de buenas intenciones formuladas durante el confinamiento de la primavera de 2020. En aquella sociedad generosamente refundada que le seguiría, las vacunas serían “bienes públicos mundiales”. Aún en noviembre Emmanuel Macron se preguntaba con gesto grave: “Cuando llegue al mercado la primera vacuna [contra la covid-19], ¿estaremos preparados para garantizar el acceso a nivel mundial y evitar a toda costa el escenario de un mundo ‘a dos velocidades’ donde solo los más ricos puedan protegerse del virus y retomar su vida normal?” (1). Pero las promesas se han quedado en meros deseos. El 18 de enero de 2021, el director general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Tedros Adhanom Ghebreyesus, denunciaba un panorama desolador: “Más de 39 millones de dosis de la vacuna se han administrado a día de hoy en al menos 49 países de renta alta. Solo 25 dosis se han administrado en uno de los países considerado como entre los más débiles. No 25 millones ni 25.000, no, solo 25”. Habló de un más que probable “fracaso moral catastrófico”.

Sin embargo, a iniciativa de la OMS, se habían puesto en marcha dos instrumentos que debían traducir en hechos aquella oleada de solidaridad internacional. El primero, el mecanismo Covax, que debía “permitir la adquisición conjunta de vacunas contra la covid-19 para así garantizar a 190 países y territorios un acceso justo y equitativo”. Se firmó un contrato de 40 millones de dosis de vacuna de tipo ARN mensajero con la estadounidense ­Pfizer (aliada con la start-up BioNTech) así como otro con AstraZeneca (que colabora con la Universidad de Oxford) por 120 millones de dosis suplementarias. El objetivo declarado era muy ambicioso: suministrar dos mil millones de dosis antes del final de 2021. El segundo mecanismo, el establecimiento del Acceso Mancomunado a Tecnología contra la Covid-­19 o C-TAP (acrónimo de Covid-19 Technology Access Pool), que debía garantizar la compartición de la propiedad intelectual, los conocimientos técnicos y teóricos necesarios para producir vacunas a gran escala, incluso en los paí­ses en vías de desarrollo. Pero el C-TAP es, a día de hoy, un cascarón vacío y el mecanismo Covax está teniendo enormes dificultades para despegar, hasta tal extremo que la OMS habla ahora de 2022 o incluso 2024…

Rehenes de sus proclamas públicas, los Estados y la Unión Europea mantienen un doble discurso. En el campo de los hechos, para beneficio de las farmacéuticas multinacionales, ha primado la realpolitik. Pese a la opacidad que rodea a los “acuerdos de compra anticipada”, los fundamentos se han filtrado. Y una vez más vemos que vuelve a aplicarse la regla de oro del capitalismo neoliberal: socialización de las pérdidas y privatización de los beneficios. Los laboratorios han recibido miles de millones de euros en subvenciones de los Estados y de la Comisión Europea –que pagó más de dos mil millones durante la preparación de las vacunas– para la investigación y el desarrollo y la posterior producción en masa de las vacunas, limitando de facto los riesgos de las farmacéuticas. No obstante, estas últimas conservan la propiedad de las patentes, negocian al alza los precios con los Estados y restringen las posibles donaciones o reventas de las vacunas a los países en vías de desarrollo. Según la secretaria de Estado de Presupuestos belga, Eva de Bleeker, los precios negociados por Bruselas rondarían los 1,78 euros por dosis para AstraZeneca, 10 para CureVac y 14,68 para Moderna (2).

Por último, las cláusulas de entrega parecen muy flexibles, lo que sumió en el mayor de los desconciertos a la Comisión cuando AstraZeneca informó, en enero, de que no podría hacer entrega del número de dosis previstas (80 millones) en el plazo acordado (el primer trimestre de 2021). Esto provocó el inicio de una crisis política con el Reino Unido, que tenía la intención de quedarse con las dosis producidas, antes de que se llegara a un acuerdo sobre la mitad de lo contratado.

Además, la responsabilidad jurídica de las empresas se limita al máximo en caso de efectos secundarios graves, siendo esta asumida por los Estados firmantes. Sería injusto limitar la acusación solo a las multinacionales que consiguen imponer contratos tan manifiestamente desequilibrados. Según The New York Times, el muy oficial Banco Europeo de Inversiones acordó la concesión de un préstamo de 100 millones de dólares a BioNTech, que ha condicionado a la retención de 25 millones de dólares sobre los beneficios (3), ¡como si fuera lógico obtener beneficios de las vacunas!

A estos contratos inverosímiles se añade una pugna geopolítica entre naciones por el desarrollo, la fabricación y el acceso a las preciadas vacunas: en ella encontramos a China y Estados Unidos, claro, pero también a Rusia –que acaba de lograr una victoria estratégica con el reconocimiento de su vacuna Sputnik V, que va por el buen camino–, Alemania, Israel y el Reino Unido. Aunque todo está lejos de ser perfecto, Londres ha organizado una campaña de vacunación dinámica, socavando el argumento de la Unión Europea como protectora tan repetido durante el laborioso y conflictivo brexit. Ya en mayo de 2020, el Gobierno de Boris Johnson creó una Vaccine Taskforce para desarrollar la investigación, producción y estrategia de vacunación, asociándose por ejemplo con la empresa francesa Valneva para la producción en Escocia de una nueva vacuna.

Resumiendo, en las antípodas de la lentitud y pasividad de los franceses. A fecha de 4 de febrero, el Reino Unido había administrado al menos una dosis de vacuna al 16,2% de su población, frente al 4% de España, el 3,9% de Italia, el 3,6% de Alemania y el 2,7% de Francia. No solo Francia está a la cola de este tren de potencias, sino que los centros de vacunación se montaron de manera precipitada en enero de 2021 bajo la presión de los medios de comunicación y reposan sobre las espaldas de unos sanitarios desbordados y agotados. Lo que es peor, contra toda lógica, el Gobierno francés sigue cerrando camas. Tras el fracaso de Sanofi en su intento de lograr una “vacuna nacional”, su participación y la de otras empresas francesas como Delpharm o Recipharm en ciertas tareas subcontratadas (de embotellamiento, acondicionamiento…) se inició, también con retraso, en febrero.

Con un contexto tan tenso, no es de extrañar que los ciudadanos de los países en vías de desarrollo hayan dejado de ser una prioridad. Las farmacéuticas siguen aferradas a sus patentes, y los mecanismos C-TAP y Covax no funcionan: el 13% de la población mundial que habita en los países ricos ha comprado anticipadamente el 51% de las dosis según Oxfam. Y en el mismo seno de la Unión Europea, las primeras entregas desvelaron desigualdades flagrantes: Italia recibió 9.750 dosis, Francia 19.500 y Alemania 151.125 (4). Incluso comparando estos números con la población respectiva de cada país, este desequilibrio resulta inexplicable y da pie a pensar que unos son más iguales que otros. Además, Alemania está negociando de mutuo acuerdo para hacerse con dosis suplementarias pese a su adhesión al mecanismo conjunto de adquisición de vacunas firmado por la Comisión Europea (5).

Garantizar la “igualdad de valor de las vidas” (6) entre el Norte y el Sur, entre países del Norte y dentro de cada país, requeriría una profunda revisión de las reglas del mercado farmacéutico. La crisis actual es un ejemplo de manual de las aberraciones del modelo económico dominante aplicado a este sector. De hecho, con el giro hacia la biotecnología y la genómica, los laboratorios subcontratan cada vez más los procesos de I+D –y sus riesgos, por tanto– a empresas de nueva creación, a menudo financiadas con dinero público y respaldadas por las universidades (7). Este es el caso de BioNTech y Moderna. Sin embargo, pese a esta cada vez mayor imbricación entre investigación básica, fondos públicos y sector privado, los derechos sobre la propiedad intelectual no cesan de reforzarse. Además, el dinero público, vía sistemas de salud, es el que hace que sea solvente un mercado farmacéutico que funciona gracias a un mecanismo de subastas: las multinacionales hacen competir entre sí a los países para lograr el precio deseado, aun cuando haya que conceder bajo mano descuentos según volumen de ventas.

Frente a la depredación de los recursos públicos y la escasez de ­vacunas, numerosos profesionales sanitarios (8), activistas, organizaciones no gubernamentales y algunos países presionan a los Estados para que activen la “licencia obligatoria”. Este concepto, aparecido en Estados Unidos a finales del siglo XVIII, se incorporó a las normativas internacionales en 1925 mediante una enmienda a la Convención de París para la protección de la propiedad industrial (9). La licencia obligatoria fue consagrada en 2001 en la conocida como “declaración de Doha”, tras la movilización de países especialmente afectados por la epidemia del VIH, en particular Sudáfrica. El artículo 31 de los acuerdos sobre los derechos de la propiedad intelectual (ADPIC), que normalmente duran 30 años, permite su “derogación en situaciones de emergencia nacional u otras circunstancias de extrema urgencia o en caso de utilización pública sin fines comerciales”. Y todo esto “sin autorización del propietario de los derechos” (10).

Francia podría reivindicarlo con mayor razón, ya que la ordenanza pionera del 8 de febrero de 1959 autoriza al Estado a suspender las patentes en caso de cantidad o calidad insuficientes, pero también cuando medicamentos esenciales para la salud pública tienen precios anormalmente elevados. Se trataría pues de encontrar un equilibrio entre los derechos exclusivos que confieren las patentes y el interés superior de la salud pública. Este es claramente el caso actual. ¿Por qué no recurrir a ella, como piden Bolivia, Kenia, Esuatini (antes Suazilandia), Mongolia, Mozambique, Pakistán, Sudáfrica y Venezuela?

Inmediatamente, se manifiestan las dificultades de carácter jurídico. Habría que definir el concepto de “urgencia” y, hasta la fecha, no existe un consenso en el Consejo de los ADPIC de la OMC (11). Además, varias empresas podrían verse afectadas, ya que se trata de una “pila de patentes” registradas sobre conocimientos técnicos, acceso a datos clínicos, ingredientes necesarios para la producción de vacunas, etc. La batalla puede llevar tiempo.

También hay un obstáculo logístico: es necesario poder producir millones de dosis de forma industrial. Pero, por utilizar el caso francés, la crisis ha iluminado en toda su crudeza la desindustrialización, que pone en peligro la soberanía sanitaria tan deseada por el presidente de la República francesa. El fiasco de las mascarillas –se tardó dos meses en reanudar la producción en la primavera de 2020– tendría que haber servido como aviso para empezar a preparar la siguiente etapa. La envergadura y la complejidad del reto que hay que asumir para fabricar vacunas de ARN mensajero, las más eficaces en la actualidad, debería haber merecido una mayor anticipación.

Por último, pero no menos importante, se alza como un muro el obstáculo geopolítico. Activar la licencia obligatoria equivale a iniciar un pulso con otras potencias soberanas, en particular con Estados Unidos, sede de las dos farmacéuticas que ofrecen las vacunas más efectivas actualmente. ¿Tendrán Francia, Europa y otras naciones la valentía para enfrentarse a ellos? Francia no lo ha hecho nunca. En 2014, cuando la farmacéutica Gilead fijó en 41.000 euros el precio del tratamiento Sovaldi, un medicamento muy eficaz contra la hepatitis C, París prefirió racionar a los pacientes y aceptar ese precio desorbitado antes que activar la licencia obligatoria y exponerse a represalias estadounidenses (12).

Estados Unidos, a su vez, nunca ha tenido tales escrúpulos. A raíz de las amenazas de bioterrorismo que siguieron al 11-S, que incluían el uso de patógenos como el ántrax, el país no dudó en utilizar la licencia obligatoria como chantaje para producir el medicamento contra la enfermedad del carbunco, la ciprofloxacina, patentada por Bayer. Los laboratorios finalmente cedieron y bajaron el precio. También confeccionaron una lista negra denominada “Especial 301” de países que no respetaban los ADPIC, entre ellos la India (que producía medicamentos genéricos aún bajo patente), China, o, durante un tiempo, Canadá. ¡Haz lo que digo, no lo que hago!

Pese a que operar a escala europea parece lo más apropiado, esta crisis ha demostrado otra vez que la Unión Europea no existe en el plano geopolítico e industrial. El ejemplo británico incluso probaría que ser miembro supone más un inconveniente que una ventaja. Un país como Francia podría plantearse el uso de las licencias obligatorias. ¿La condición? Que se reencuentre con su independencia y rompa con el dogma del libre comercio, forjando herramientas industriales y sanitarias eficaces a través de un “centro público” del medicamento e invirtiendo masivamente en investigación y desarrollo, así como en el sistema de salud (tanto en medios materiales como humanos) para poder hacer frente a futuras pandemias.

Esto para el día de mañana. Por ahora, convendría apoyar las numerosas iniciativas ciudadanas a favor de que la vacuna sea considerada bien público mundial y, sobre todo, ponerse de acuerdo con otras potencias, especialmente China, Rusia y la India, para contrarrestar el dominio de las empresas farmacéuticas estadounidenses, cuyos intereses defiende su Gobierno. Los últimos movimientos de la diplomacia francesa parecen ir en esta dirección y podrían dar lugar a “licencias voluntarias”, es decir, a la suspensión temporal de los derechos de propiedad intelectual con el acuerdo de los inventores, para las vacunas rusas y chinas.

Del mismo modo, no sería absurdo condicionar la financiación pública y la estrategia de reducción de riesgos (de-risking) de las inversiones a su venta a precio reducido, o incluso a precio de coste (previa justificación de esos costes). Toda la información (patentes, procesos) debería entregarse a empresas de los Estados pobres o emergentes capaces de montar líneas de producción y venderlas a bajo precio a los países en desarrollo o a los “compradores globales”, que las donarían a los países extremadamente pobres.

Así podríamos poner fin al triste espectáculo al que estamos asistiendo, fruto de lo que algunos han llamado la “economía del libre mercado organizado”, en la que lo único “libre” es el poder exorbitante que los Estados han concedido a la industria farmacéutica (13).

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(2) Tuit de Eva de Bleeker publicado el 17 de diciembre de 2020, retirado al día siguiente.

(3) Matt Apuzzo y Selam Gebredikan, “Governments signs secret vaccine deals. Here’s what they hide”, The New York Times, 28 de enero de 2021.

(4) Virginie Malingre, “Vaccination contre le Covid-19: les ratés et lenteurs de l’UE éclipsent ses succès”, Le Monde, 6 de febrero de 2021.

(5) Jilian Deutsch et al., “Thanks to deep pockets, Germany snaps up extra coronavirus jabs”, Politico, Washington, DC, 7 de enero de 2021.

(6) Didier Fassin, De l’inégalité des vies, Fayard - Collège de France, París, 2020.

(7) Margaret Kyle y Anne Perrot, “Innovation pharmaceutique: comment combler le retard français?” (PDF), Les Notes du Conseil d’analyse économique, n.° 62, París, enero de 2021.

(9) Gaëlle Krikorian, “Licence obligatoire”, en Marie Cornu, Fabienne Orsi y Judith Rochfeld (bajo la dir. de) Dictionnaire des biens communs, Presses Universitaires de France, París, 2021 (2.ª edición).

(10) Texto del acuerdo sobre los ADPIC”, OMC, Ginebra

(11) Kaitlin Mara, “Decision on intellectual property waiver over Covid Technology on hold until 2021; what are the next steps?”, Medicines Law and Policy, Washington, DC, 18 de diciembre de 2020.

(12) Olivier Maguet, La Santé hors de prix: l’affaire du Sovaldi, Raisons d’agir, París, 2020.

(13) Fabienne Orsi, “Brevets d’invention”, en Marie Cornu, Fabienne Orsi y Judith Rochfeld (bajo la dir. de), Dictionnaire des biens communs, op. cit.

Frédéric Pierru, Frédérick Stambach y Julien Vernaudon

Respectivamente: sociólogo, investigador del Centro de Estudios e Investigaciones Administrativas, Políticas y Sociales (CERAPS, por sus siglas en francés), París, y del Centro Nacional [francés] para la Investigación Científica (CNRS, por sus siglas en francés). Coordinateur (junto a André Grimaldi) del libro Santé: urgence, Odile Jacob, París, 2020. Autor, junto con Pierre-André Juven y Fanny Vincent, de La Casse du siècle. À propos des réformes de l’hôpital public, Raisons d’agir, París, 2019 ; médico de atención primaria rural en Ambazac ; médico en el hospital Hospices Civils de Lyon.