Al principio, no estaban seguras de poder hacerlo. Ni verdaderamente convencidas de deber hacerlo. A decir verdad, en la aldea muchos lo dudaban: cavar hoyos, plantar árboles, tomar iniciativas… ¿No era ese el papel de los hombres?
“Todos pensaban que habíamos enloquecido”, recuerda Nakho Fall, una pequeña mujer regordeta y enérgica, vestida con un ropaje largo rojo y blanco. Junto con unas doce compañeras, aprovecha la sombra de un árbol. Estamos en Koutal, una aldea del oeste de Senegal. Las cabras y las gallinas corretean entre los senderos arenosos que separan las casas. A las once de la mañana el calor es ya agobiante. Sin embargo, en apenas un mes las lluvias y la humedad del verano harán que se añore esta canícula.
Si los hombres de Koutal no podían encargarse de plantar árboles, es porque ya estaban muy ocupados. Algunos trabajaban en la vecina mina de sal, adonde llegaban gracias a (...)