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En Estados Unidos

La derecha explota las emociones

por Serge Halimi, diciembre de 2005

El 6 de noviembre de 1962 Richard Nixon anunciaba su retirada de la vida política estadounidense. Distanciado ya dos años antes en la carrera hacia la Casa Blanca, por un puñado de votos, acababa de ser vencido por el demócrata Edmund G. (“Pat”) Brown en la elección para el cargo de gobernador de California. En 1964, otro republicano, Barry Goldwater, fue barrido por Lyndon Johnson, elegido presidente de Estados Unidos con el 61% de los votos. En materia de derechos civiles y de “guerra contra la pobreza”, marcaría favorablemente la historia de su país. Supo responder positivamente a la presión del movimiento por los derechos civiles y de miles de militantes de izquierda, con frecuencia jóvenes y blancos, que fueron al sur para ayudar a los partidarios de Martin Luther King. La segregación institucional fue desmantelada, se lanzó la “guerra contra la pobreza”, y el progresismo parecía instalado para una generación.

Pero la ilusión duró poco. Aunque la sociedad estadounidense hervía durante los años sesenta (movimiento negro, estudiantil, feminista, pacifista y homosexual), pronto se esbozó un backlash (una reacción) conservador prácticamente en todos y cada uno de esos ámbitos. Para sorpresa general, en 1966 Ronald Reagan aplastó a “Pat” Brown, y se convirtió en gobernador de California gracias al apoyo de un electorado popular blanco que acababa de lograr por referéndum la anulación de las disposiciones favorables a la política de coexistencia racial en las viviendas. Dos años más tarde, Richard Nixon, aparentemente incapaz de renunciar a la política, venció al vicepresidente elegido por Lyndon Johnson –Hubert Humphrey- y se instaló en la Casa Blanca.

El giro a la derecha de parte de las bases demócratas (obreros, empleados, trabajadores rurales) explica el resultado electoral. En California, Reagan aparta a los “blancos pobres” del partido del gobernador saliente, acusando a este último de haber pecado de debilidad durante los disturbios de Watts (Los Ángeles) en agosto de 1965, y también de haber contemporizado con la actitud contestataria de una “minoría neurótica” de “beatniks” (jóvenes contestatarios) instalados en la Universidad de Berkeley. El consevadurismo de la burocracia sindical de la AFL-CIO, su falta de compromiso durante las luchas contra la segregación racial, el militarismo (guerra de Vietnam) y las discriminaciones sexistas permitieron un deslizamiento conservador por el cual, diez años más tarde, el conjunto del movimiento obrero pagaría un tributo económico y social.

A escala nacional, Richard Nixon también sacó partido de las consignas de “la ley y el orden”. Aunque en 1968 los levantamientos de Chicago y de Harlem estaban todavía frescos en la memoria –cuarenta y tres personas, negros en su mayoría, fueron asesinados (la mayor parte de las veces por la policía, la guardia nacional o el ejército) durante los disturbios de Detroit en julio de 1967-, llamó a sus compatriotas a escuchar “otra voz, una voz tranquila en medio del tumulto de los gritos. Es la voz de la gran mayoría de los estadounidenses, los estadounidenses olvidados, los que no­­­gritan, los que no hacen ma­ni­festaciones. No son ni racistas ni enfermos. No son culpables de las calamidades que infestan nuestro país” (1).

¿Ni racistas? En 1963, el 59% de los blancos se declaraba todavía favorable a la prohibición de los casamientos inter-raciales, el 55% no quería vivir junto a los negros, el 90% se oponía a que su hija saliera con uno de ellos, de quienes la mitad de los blancos imaginaba que se reían mucho, que eran menos ambiciosos y sentían de manera diferente (2) ... Sin embargo, no se reían cuando eran interpelados por las fuerzas del orden, por entonces casi enteramente blancas. Por otra parte, fue un caso corriente de brutalidad policial el que desencadenó los disturbios de 1965 en Watts, que duraron cinco días, implicaron a casi 50.000 personas (entre los cuales había 16.000 guardias nacionales), y provocaron 34 muertos y 1.000 heridos.

Desde finales de los años cincuenta, el FBI y las autoridades locales de Alabama, Arkansas y Mississipi explicaban los “desórdenes” incriminando a “agitadores” venidos de fuera. Para desacreditar al movimiento negro, se lo proclamó infiltrado por comunistas: pancartas instaladas a lo largo de las carreteras del sur anunciaban incluso que Martin Luther King había pasado por un campo de entrenamiento revolucionario donde habría sido alentado por una fracción comunista, más bien de origen chino que ruso. Con Malcolm X, se prefirió invocar las influencias perniciosas del islam tercermundista. El propio Lyndon Johnson imputó en un principio los levantamiento urbanos a algunos “promotores de disturbios negros”, antes de comprender el carácter espontáneo y popular de la explosión. Por otro lado, la derecha estadounidense continuó asociando espontáneamente agitación social con “subversión” y enemigo “externo”. Así, unas semanas atrás el canal republicano Fox News hablaba de una “insurrección musulmana en Francia”, que había ganado en “ferocidad” debido a la negativa del gobierno a “recurrir al ejército”.

Pobres contra pobres

En Estados Unidos recurrir al ejército es más habitual. Pero el incremento de violencia que de ello se deriva no genera necesariamente un grado más elevado de toma de conciencia colectiva. En abril-mayo de 1992, por ejemplo, los disturbios de Los Ángeles (más de 50 muertos y 10.000 detenciones, después de la absolución de un policía filmado mientras aporreaba salvajemente a Rodney King, un automovilista negro) sólo perturbaron durante algunos días la campaña presidencial en curso, ya que los tres principales candidatos (George H. Bush, William Clinton y Ross Perot) estaban preocupados principalmente por seducir a las clases medias, y no por solucionar los problemas de los guetos.

Los levantamientos urbanos reactivan casi siempre el uso demagógico de la seguridad de la derecha estadounidense, que aprovecha la ocasión para “proletarizarse” sin gran costo. Desde hace cuarenta años lo logra, en el registro que parece haber inspirado a Alain Finkielkraut durante la conflagración de algunos barrios periféricos franceses, cuando el ensayista multimedios opuso la indignación de los “automovilistas pobres del departamento Seine-Saint-Denis” a la “simpatía por los vándalos” que atribuía a los “ecologistas progres que andan en bicicleta por París” (3).

A comienzos de los años sesenta el periodista de izquierdas Andrew Kopkind, como muchos otros entre los cuales estaba Martin Luther King, esperaba el nacimiento de un movimiento inter-racial de los pobres, que uniera a los aparceros negros del Mississipi y a los blancos indigentes de los Apalaches. En 1968 triunfó en Estados Unidos la lucha contra las leyes racistas. Pero la solidaridad inter-racial parecía, en cambio, más lejos que nunca. Porque el sueño de movilidad social de los obreros y de los empleados blancos se disipó en ese preciso instante. Y los culpables fueron encontrados rápidamente. Al interrogar a un obrero blanco de Chicago, “que apoyaba totalmente a la policía,” Kopkind no pudo menos que constatar el progreso de las ideas autoritarias en el seno de “lumpen asalariado de jóvenes que fracasaron en su acceso a la clase media y que se sienten encerrados en la condición obrera”. Para esos lumpen asalariados blancos, la integración racial significaba, en primer lugar, la amenaza de ver que los negros se instalen en sus barrios.

Los levantamientos urbanos agregaron a esta obsesión por la pérdida de posición social la exigencia de un retorno al orden: “No estoy contra la gente de color, estoy contra los disturbios”, le dice a Kopkind el mismo obrero de Chicago. Veinte años más tarde, en 1988, el discurso había variado poco. Tratando de explicar el vuelco hacia la derecha de un carpintero blanco de la ciudad, Thomas y Mary Edsall citan sus dichos: “La mayor parte de los que necesitan ayuda son negros. Y la mayoría de los que ayudan son blancos. Ya estamos cansados de pagar las viviendas económicas de Chicago y el transporte público que no utilizamos” (4).

Pero entonces, ¿cómo actuar, y quién debe pagar? El discurso de la derecha estadounidense está gastado: la pregunta está mal planteada; toda ayuda daña a los que la reciben (5). “La gente está harta de esa queja constante que se oye sobre los pobres. Los contribuyentes que pertenecen a las clases medias piensan que pagan cada vez más por ellos, que por su parte se portan cada vez peor”, decía en 1995 David Frum, un ensayista republicano que asesoraba al presidente George W. Bush al comienzo de su mandato. Empleando otras palabras, Nicolas Sarkozy también ha abandonado al brazo secular del mercado los elementos más vulnerables de la sociedad: “La verdad es que desde hace cuarenta años hemos aplicado una estrategia errónea para los barrios periféricos. De alguna manera, cuantos más recursos hemos dedicado a la política de la ciudad, menos resultados hemos obtenido” (6).

Lo cual cae bien, porque esos recursos, tanto en Francia como en Estados Unidos, se reservan para otros usos, como por ejemplo la reducción de los impuestos directos. ¿Inconsciencia? De ninguna manera: la historia reciente sugiere la suerte política de las orientaciones no igualitarias que individualizan o etnicizan las relaciones sociales con el fin de poder reprimir más fácilmente a aquéllos a quienes maltratan cuando se sublevan.

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(1) Discurso pronunciado en Miami ante la convención del Partido Republicano, el 8 de agosto de 1968, citado en Le Grand bond en arrière: Comment l’ordre libéral s’est imposé au monde, Fayard, 2004, p. 131

(2) Encuesta de Newsweek, citada por Thomas Burne Edsall y Mary Edsall, Chain Reaction: The Impact of Race, Rights and Taxes on American Politics, Norton, Nueva York, 1991.

(3) Le Figaro, 15 de noviembre de 2005.

(4) Thomas y Mary Edsall, op. cit. La mayoría de los barrios del sur de Chicago, comunicados por el transporte público, muchas veces en mal estado, en esa época estaban habitados por más de un 95% de negros. Cf. “L’Université de Chicago, un petit coin de paradis au coeur du ghetto”, Le Monde diplomatique, París, abril de 1994.

(5) John Galbraith, “El arte de ignorar a los pobres”, Le Monde diplomatique edición española, octubre de 2005.

(6) Entrevista con L’Express, 17 de noviembre de 2005.

Serge Halimi

Consejero editorial del director de la publicación. Director de Le Monde diplomatique entre 2008 y 2023.

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