Europa es víctima de su decisión de no concebirse a sí misma. Para afirmarse, no necesita contar con un órgano supuestamente ausente (una presidencia, por ejemplo), sino cambiar radicalmente de método, salir de la serie de plazos inscritos en el calendario de sus instituciones, que sólo atañen al desarrollo del aparato y no a la orientación del proyecto. El derrotero habitual, llamado funcionalista, es el desarrollo de un supuesto práctico: el mercado es una maravillosa máquina de unificar; es y debe ser la base e incluso la matriz de todo.
Según este postulado, la Europa política no debe desearse ni organizarse por sí misma. Llegará, llegará inevitablemente cuando el mercado haya producido sus efectos en los pueblos. En su actual manera de funcionar (en crisis), el mercado único y la Europa política y social son considerados como dos segmentos de la misma recta, mientras que es su compatibilidad la que plantea (...)