“Al principio, cuando mi madre, enferma de Alzheimer, estaba todavía lúcida –cuenta Diane, una maestra– no dejaba de repetir a todo el personal médico que quería morirse. Un día me dijo: ‘¿A quién le pertenece mi vida? ¿Qué les costaría darme un caramelo y dormirme? ¿Se lo dirás cuando haya perdido la cabeza?”.
Hoy –cuatro años después– Diane lo dice, lo repite, pero nadie escucha. No quieren escuchar. El personal médico se limita –según la palabra de moda– a “acompañar”: “Controlan las escaras, le dan un antibiótico apenas le sube la fiebre (aunque no sepan su origen), esperan que el paciente muera”. Casi totalmente inconsciente, la madre de Diane ya no reconoce a su hija. Constantemente con suero yace en su cama rodeada de otros enfermos postrados como ella, a los que nadie visita y suplican –cuando aún pueden expresarse– que los alivien. “Pero, con la excusa de que pueden seguir (...)