La literatura sirve para explicar la complejidad del universo, porque el relato tiene como punto de partida un lugar y un momento determinado. La crisis me afecta de una manera directa, muchos de mis amigos españoles la padecen con toda su furia devastadora, sienten que el futuro no puede ser más incierto y contemplan atónitos como la normalidad de un país europeo se desmorona cada día entre la deriva de dos Gobiernos, del Partido Popular y del PSOE, incapaces de hacer una exposición que permita a los ciudadanos entender qué diablos pasó, qué está pasando y, lo peor, qué demonios pasará mañana. Se supone que la función de cualquier Gobierno es mantener actualizado el relato de la sociedad, con todas sus contradicciones y problemas, pero este necesario relato no existe en España, no ha existido nunca, porque desde la muerte de Franco y el inicio de la transición a la democracia, los responsables de la conducción política del país hicieron de la pereza intelectual una marca de identidad. No había para qué pensar en un modelo de país viable y, si se revisan como yo lo he hecho, las intervenciones en el Parlamento o los discursos de las campañas electorales, no se encontrará ni una sola frase memorable que apuntara a eso que se llama idea de país y sociedad.
El único estadista español que intentó trazar el relato de la sociedad española fue Azaña. No hubo ni hay otro, porque la gran carencia de España es la falta de una burguesía ilustrada, esa misma que genera la figura del Hombre o la Mujer de Estado.
La única frase destacable es la cita que Felipe González hizo de un proverbio chino: “no importa si el gato es blanco o negro; lo que importa es que cace ratones”. Y a partir de esa frase, que se impuso aplicada a todas las situaciones sociales, económicas, culturales y políticas, intentaré hacer un relato que me permita entender qué diablos pasó, qué demonios está pasando, y por qué está pasando. Como ciudadano europeo necesito un relato para entender este presente de pesadilla, que me ayude a encontrar la puerta de salida y no dejar que me atrape como el maldito retrato de Dorian Gray.
Hacía bastante frío en Madrid la mañana del 4 de febrero de 1988, pero las bajas temperaturas se sentían en la calle y no así en la bien atemperada sala del Palacio de Congresos. Más de mil empresarios convocados por la APD, Asociación para el Progreso de la Dirección, esperaban las palabras animadoras de Carlos Solchaga, ministro de Economía y Hacienda del gobierno socialista de Felipe González.
Y el ministro habló: “España es el país donde se puede ganar más dinero a corto plazo de Europa y quizá del mundo. No sólo lo digo yo: es lo que dicen los asesores y expertos bursátiles”.
El aplauso hizo subir la temperatura a niveles tropicales. El PSOE hablaba claro y contundente; España era un país en donde sólo los imbéciles no podían ser ricos, o vivir convencidos de que eran ricos. Cualquier consideración sobre las reglas fundamentales de la economía, sobre ética o solidaridad social, sobre la idea socialdemócrata del bienestar o acerca de una eventual posición de izquierda respecto de la génesis de la riqueza, podía ser considerada un escollo salvable, insignificante, intrascendente en el camino hacia una sociedad cuya única seña de identidad sería la riqueza, y además a corto plazo.
¿Y cómo un país puede caer en la trampa de la fortuna súbita? La crisis global tiene ya muchas explicaciones dadas por economistas que obvian lo fundamental: que el sistema capitalista en su conjunto ha fallado, pero en el caso específico de España las razones han de buscarse en una transición del Estado dictatorial nacional-católico a un Estado democrático, cuya máxima fue el borrón y cuenta nueva.
En España todas las discusiones fueron postergadas o relegadas a un plano intrascendente en aras de la incorporación al conjunto de naciones democráticas europeas. Así, la experiencia democrática republicana fue ignorada, aún al precio de quedar sin referente histórico, y primó un modo de ser basado, más que en el deseo de ser rabiosamente occidentales en la Guerra Fría con la incorporación en la OTAN, en la maldición cultural española llamada “La Picaresca”. El gato, fuera cual fuese su color, tenía que cazar ratones.
Puede resultar simpático que un canalla le coma las uvas a un pobre ciego, pero cuando esa picaresca se convierte en fórmula para aceptar el día a día, a todos los niveles y, peor aún, para gobernar, los resultados permanecen, inmutables, porque lo que se hace mal siempre está presente para recordarnos justamente lo que hicimos mal.
Algo que se hizo muy mal en España, y se insiste en ello, fue una perversión del vocabulario para alejarlo de la realidad. No es casual que el terrorismo de Estado practicado en la lucha contra ETA en los años 1980 fuera llamado política antiterrorista, ni que la palabra crisis fuera remplazada por “desaceleración del crecimiento”, o que el rescate de la banca privada sea presentado como “préstamo de óptimas condiciones”. Desde el primer día de la Transición el eufemismo se impuso como parte fundamental del discurso político.
Tres años antes de la caída del muro de Berlín, del final del llamado socialismo real de los países del Este de Europa, y del establecimiento fallido del primer “nuevo orden internacional”, España ingresaba a la Unión Europea, y la palabra globalización fue entendida como una suerte de algarabía, sin una sola reflexión acerca del cómo integrar al Estado español en este nuevo statu quo, de prever la manera de ser parte del fenómeno globalizante de la economía. Así, con la certeza de pertenecer por ósmosis a la parte rica de la humanidad, la clase política española en su conjunto, los economistas españoles casi sin excepción, no hicieron el menor análisis sobre las consecuencias del hecho que es genéricamente el primer paso hacia la actual crisis.
Cuando las economías más fuertes del mundo decidieron que los países menos desarrollados debían ser un gran mercado en expansión, a condición de que compitieran con los productos del Primer Mundo, ningún profeta al estilo de Carlos Solchaga se detuvo a pensar que, por muy injustas y maniqueas que fueran las condiciones impuestas a los países del Tercer Mundo para competir, estas generarían una dinámica imparable: los pobres empezarían a vender cada día más a los ricos, a competir con las industrias del primer mundo.
Los países pobres empezaron a crecer a un ritmo sorprendente y pasaron a llamarse economías emergentes. Esto, que muy bien podía haber quedado como una ética y justa reparación por siglos de saqueos, no quedó ajeno a las minorías dueñas de la mayor parte de la riqueza de las potencias industriales, e impusieron a los Estados una visión económica por sobre las consideraciones políticas. Decididos a participar de la nueva riqueza que se genera en los países emergentes no vacilaron en sacrificar a sus propias industrias nacionales. Las deslocalizaciones de fábricas y entramado productivo, los chantajes del tipo “o no pago impuestos o me voy”, como el caso de la sueca Volvo, obligaron a los países del Primer Mundo a tomar medidas restrictivas y el Estado de Bienestar empezó a mostrar las primeras fisuras de un desmantelamiento al parecer imparable.
Y cabe preguntarse si era ésta una nueva forma de actuar de los dueños de la riqueza. No. No era una novedad en el comportamiento del capitalismo. Quien mejor supo definir esta actitud mucho antes de que la globalización entrara en el vocabulario de la economía y de la política, fue el presidente de una lejana nación sudamericana, Salvador Allende, que en un discurso pronunciado ante la Asamblea General de las Naciones Unidas el cuatro de diciembre de mil novecientos setenta y dos, dijo: “Estamos ante un verdadero conflicto frontal entre las grandes corporaciones y los Estados. Estos aparecen interferidos en sus decisiones fundamentales –políticas, económicas y militares– por organizaciones globales que no dependen de ningún Estado y que en la suma de sus actividades no responden ni están fiscalizadas por ningún Parlamento, por ninguna institución representativa del interés colectivo. En una palabra, es toda la estructura política del mundo la que está siendo socavada”.
El Mercado comenzó a actuar como una dictadura y, la política, ese viejo arte de lo posible, pasó a ser una competencia para ver quienes gestionan mejor los intereses, en ningún caso de los países, sino del Mercado.
Pero todo esto fue voluntariamente ignorado por los políticos españoles, el “desprecio lo que ignoro” tan característico del pícaro, los llevó al inmovilismo absoluto en términos de cómo afrontar los primeros síntomas de la crisis.
No hay político español que dude al afirmar que el turismo es la primera o segunda industria española, ninguno se atreve a reconocer que está sujeto a contingencias ajenas a la voluntad del hombre y, que lo que genera, además del enriquecimiento de los dueños de los establecimientos turísticos, es un complejo de inferioridad que daña a las sociedades que viven del turismo. No es lo mismo ser habitante de un país puntero en innovación tecnológica que de un país de camareros, cocineros y recepcionistas.
La incorporación de España, junto a Grecia y Portugal, a la Unión Europea significó, además de abandonar el aislacionismo y la autarquía, recibir, ya sea como Fondos de Cohesión o de Ayuda al Desarrollo, más dinero del que el Plan Marshall puso en toda la Europa de posguerra. Durante el periodo 2007-2013, España continúa recibiendo fondos por un importe de 3.250 millones de euros y, a pesar que durante los ocho años del aznarismo la consigna de “España va bien” fue un dogma, y que en el Gobierno de Rodríguez Zapatero se aseguraba que la economía española superaba a la italiana, se acercaba a la francesa y el sistema financiero español era el mejor del mundo, España no ha puesto ni un euro para los diez países incorporados a la UE en 2004.
Este último detalle debió alertar a los dirigentes de toda Europa sobre la sostenibilidad de la economía española, pero no ocurrió así porque los mercados habían descubierto, de la misma manera como sucedió en Estados Unidos, un negocio mucho más rentable que la modernización del sistema productivo español: la especulación inmobiliaria y la concesión ilimitada de préstamos hipotecarios.
A ningún político o economista español le preocupó que en los últimos cinco años anteriores a la crisis surgida a partir de la quiebra del banco Lehman Brothers, las economías emergentes como China, la India y Brasil crecieran a un ritmo desenfrenado. No les afectaba, los empeños por ser competitivas de las pocas empresas españolas capaces de incidir en la economía global les resultaban indiferentes en contraste con las ganancias a corto plazo que aseguraba la construcción, el ladrillo.
La corrupción irrumpió en la vida política española como la esencia misma de la picaresca: yo te financio los gastos electorales y tú me recalificas el suelo de tu ayuntamiento declarándolo urbanizable. Así, se dieron esperpentos como una ciudad fantasma llamada Seseña, más de 13.500 pisos levantados en un secarral, sin agua, ni electricidad ni infraestructuras urbanas, construidos gracias a la generosidad de bancos que, antes de conceder los primeros créditos a un analfabeto pero pícaro llamado Paco el Pocero –pocero es el desatascador de alcantarillas, alguien que vive de los excrementos– elevaron artificialmente el precio del suelo y en consecuencia el valor de los pisos que ni siquiera existían en los planos.
El ejemplo de Seseña se repitió a lo largo y ancho del territorio español. Y naturalmente que la construcción, que el ladrillo, daba empleo. El ex presidente Rodríguez Zapatero, en una de sus más esperpénticas declaraciones, aseguró que entre 2006 y 2008 en España se habían creado más puestos de trabajo que en Francia, Italia y Alemania juntas, pero ocultando que los salarios eran la tercera parte de los que ganaban los trabajadores de Italia, Francia y Alemania. El país iba bien, muy bien. El mito de la “Marca España” se consolidaba como un dogma más.
El modelo productivo dependiente de la construcción como eje central no sólo corrompió la vida política, sino también la cultural y social. La educación fue un derecho al que cientos de miles de jóvenes renunciaron voluntariamente. El ladrillo, la construcción, los esperaba con los brazos abiertos. ¿Por qué esforzarse cinco o más años para ser médico o ingeniero si depositando sus tres primeros sueldos en un banco o caja de ahorros les concederían un préstamo hipotecario a 30 ó 40 años, y podrían comprar de inmediato un piso, un coche, un televisor de alta definición y el iPhone de última generación?
Nunca un país vio una deserción escolar tan grande en tan poco tiempo. Nunca un país sacrificó su futuro de una manera tan entusiasta bajo la consigna del “compra dos”.
La fiebre del ladrillo y la corrupción generalizada llevó a construir aeropuertos en los que jamás ha aterrizado un avión, líneas de tren de alta velocidad a los que no sube ningún pasajero, circuitos de Fórmula 1 en medio de ciudades, palacios de la cultura faraónicos en los que hoy anidan los pájaros. Y entre todo eso, los bancos ofrecían los balances más favorables de la historia. El gato cazaba ratones.
España iba bien, las proféticas palabras de Solchaga se cumplían, España era el mejor país del mundo para ganar dinero a corto plazo. Y todo gracias a un recurso natural inagotable que cada día subía de valor: el suelo.
La cultura empresarial de un país se mide en la diversidad de su producción. El ladrillo se encargó de asesinar ese axioma, y las pequeñas y medianas empresas dedicaron sus líneas productivas casi enteramente al boom de la construcción.
Tal vez la mayor prueba de incapacidad intelectual de los dirigentes políticos españoles, consistió y consiste en no entender que el necesario relato de la sociedad debe ceñirse a las reglas dramatúrgicas aristotélicas; tiene, en progresión, un planteamiento, un clímax y un desenlace. Esto, en buen castellano puede traducirse en no creer que el futuro es una repetición del presente, y en economía se trata de entender que los ciclos tienen, indefectiblemente, un final. España es un país católico y lo que cabía esperar era que sus dirigentes dieran una pequeña mirada a los tiempos bíblicos, y así habrían descubierto que el casto José interpretó el sueño del faraón con las vacas gordas que se convertían en vacas flacas, como la premonición del fin de un ciclo económico.
Cuando empezó el boom de la construcción todos los dirigentes políticos y sindicales de España sabían que estaban sentados sobre un barril de pólvora, pero, salvo las voces tímidas de Izquierda Unida advirtiendo del peligro, nadie se atrevía a poner el cascabel al gato. El gato tenía que seguir cazando ratones, aunque estos no existieran.
Dice Bertolt Brecht en un poema, que de la misma manera como los pueblos deben cambiar a los dirigentes que no sirven, a veces los dirigentes deben cambiar de pueblo. Claro que es una afirmación cínica, pero es lo que deben haber sentido en el PSOE al conocer los resultados de las dos últimas elecciones, autonómicas y municipales primero, y luego generales, el año pasado. Los primeros pasos para enfrentar la crisis que dio el Gobierno de Rodríguez Zapatero –luego de negar su existencia porque los ideólogos del libre mercado le habían convencido de que la economía española era invulnerable– significaron el abandono de cualquier pretensión de izquierda o socialdemócrata en la política de un gobierno socialista. No se hizo un sólo análisis coherente de cara a la sociedad para explicar lo que ocurría, para que el ciudadano entendiera por qué los bancos dejaban de conceder préstamos, por qué las pequeñas y medianas empresas caían, arrastradas por un efecto dominó y el paro crecía día a día, minuto a minuto. Y la derecha, el Partido Popular, además de hacer la oposición más irresponsable que se haya visto en un país democrático, torpedeaba los tímidos intentos del Gobierno por hacer una política que salvara la situación. Sólo que la situación no estaba representada por la creciente ansiedad y desamparo de los ciudadanos, sino por una jamás explicada necesidad de “recuperar la confianza de los mercados”, que se tradujo en entregar dinero del erario público a los bancos que, tal como ocurrió en Estados Unidos, tenían sus cajas llenas de activos tóxicos.
Los últimos meses del Gobierno del PSOE tuvieron el sello de la comedia lentamente transformada en tragedia. De una parte el Gobierno recortaba sueldos, entregaba más dinero público a los bancos, y de la otra parte, personajes como el actual ministro de Hacienda y Administraciones Públicas, Cristóbal Montoro, no vacilaban en declarar públicamente: dejemos que España caiga, ya la levantaremos nosotros. Tampoco lo hacía mejor Luis de Guindos, hoy ministro de Economía y Competitividad. Fue el hombre de Lehman Brothers en España y Portugal, alguien que consciente y sabedor de las investigaciones realizadas por la Reserva Federal de Estados Unidos, que acusaban a las agencias de calificación norteamericanas de haber falseado la situación del banco que luego quebró y arrastró a todo el sistema financiero, no advirtió al Gobierno español de los alcances del aluvión que se dejaba caer.
Así, mientras el Gobierno socialista recortaba prestaciones bajo el eufemismo de “necesarios ajustes” o “deberes impuestos por Bruselas” y entregaba dinero a los bancos, el paro crecía de los dos a los tres millones, a los cuatro, hasta superar los más de cinco millones de desempleados que hoy tiene España. Al amparo de las sombras, con nocturnidad y alevosía, se cambió la Constitución para fijar unas metas de déficit imposibles de cumplir a rajatabla sin agregar otra crisis a la económica; la social, la de la pobreza que campeaba sobre el suelo español, ese suelo que no valía tanto como habían determinado los tasadores bancarios.
En las elecciones, la falta de relato para entender lo que ocurría, llevó a los ciudadanos a la más nefasta de las preguntas: ¿Queremos ser ciudadanos o consumidores? Y gran parte de la sociedad se decidió por lo último y otorgó una aplastante mayoría absoluta a la derecha.
¿Y el gato? ¿Había dejado de cazar ratones? Una nueva despensa se abrió para la voracidad del gato. España sacó a la venta su deuda pública. Con el dinero recibido por el Gobierno, los bancos, en lugar de mantener las líneas de crédito que hubieran sido la salvación de muchas pequeñas y medianas empresas, o de revisar los créditos hipotecarios y no pasar violentamente al embargo de las propiedades de los que no podían seguir pagando, se dedicaron a comprar deuda pública al 3, 4 y 5% de interés. La especulación contó con la inapreciable ayuda del Estado, con el dinero público. ¿Cómo afectó la crisis al sistema financiero español? Simplemente dejó de ganar tanto, pero en ningún caso dejó de ganar.
Según las reglas económicas de la UE, son los Estados los que avalan la seriedad, sostenibilidad y salud de sus sistemas financieros, de la economía privada. Esta perversión del capitalismo permite que las ganancias se mantengan a beneficio de los especuladores, pero cuando hay problemas o situaciones de riesgo, ahí está el Estado, el dinero público para sacar las castañas del fuego.
Las arcas fiscales se agotaron a pocos meses del fin del Gobierno socialista, el gato seguía con hambre de ratones, y entonces intervino el Banco Central Europeo concediendo préstamos al 1% de interés, y sin la menor investigación sobre el estado real de salud de los bancos españoles que los recibían. Y el gato siguió engordando: con ese dinero conseguido al 1% de interés, con el aval del Estado, se dedicaron a comprar más deuda pública española, al 4, 5, 6 y 7% de interés. Sí. España seguía siendo el mejor país de Europa y del mundo para ganar dinero a corto plazo.
En el país de los eufemismos, al asco frente a la corrupción se llama “desafección de la política”. Mientras el país se hundía en la ciénaga del desempleo, los ejecutivos y directores de los bancos y Cajas de Ahorros preparaban sus retiros auto otorgándose indemnizaciones millonarias ante la impavidez de la mal llamada “clase política”. Una clase social defiende sus intereses como tal, y la clase política española al servicio del mercado defiende los intereses de los especuladores. Pero hay excepciones, y de la misma manera como Roma no premia traidores, el mercado sí premia a quienes han demostrado fidelidad. No es casual que el ex presidente José María Aznar sea asesor “ético” del imperio Murdoch, asesor externo de la multinacional energética Endesa, que el ex presidente Felipe González sea consejero independiente de Gas Natural-Fenosa, o que la ex ministra socialista Elena Salgado haya fichado también por Endesa, como consejera de la filial chilena Chilectra, impulsora de los peores crímenes medio ambientales en la Patagonia. Formidable el gato, nunca deja de cazar ratones.
En España, al contrario de lo que ocurre en otras latitudes, tenemos pánico del amanecer, porque la aurora nos trae nuevas sombras y cada vez más espesas. El Gobierno del Partido Popular, fiel a lo que es Mariano Rajoy, un registrador de la propiedad, un burócrata decimonónico de los que usaban manguitos de felpa negra para proteger la inmaculada blancura de sus camisas, amparado en la mayoría absoluta se ha convertido en una suerte de emisario de lo que dictan los mercados para aumentar la precariedad de los ciudadanos transformados en consumidores en desgracia. Cada amanecer somos despertados por un nuevo zarpazo del gato que insiste en cazar ratones, aunque tengan forma humana. Recortes a la educación, recortes sanitarios, más despidos presentados como “ajustes”, y silencio absoluto frente a los nuevos escándalos de corrupción, robo, estafa, cometidos por instituciones como Bankia, un banco que, tras presentarse como la institución financiera más sólida, hoy amenaza con hacer estallar todo el sistema financiero.
Bankia nace de la fusión y consiguiente desnaturalización de un conjunto de Cajas de Ahorros. El afán de ser “competitivos” en el mercado elimina la función social de las antiguas cajas, los primeros resultados son muy optimistas, esperanzadores para quienes han invertido en acciones, pero en muy poco tiempo algo inexplicable hasta ahora ocurre, el balón se desinfla y Bankia recibe una inyección de dinero público de 23.500 millones de euros, más que todo el presupuesto de infraestructuras del Estado español.
Supongo que todos hemos visto la imagen de un banquero saltando al vacío durante el crash económico de 1929, pero en España, banqueros como el ex ministro de Aznar Rodrigo Rato, ex funcionario del FMI y ex presidenciable no considerado por el dedo de Aznar que prefirió indicar a Mariano Rajoy como sucesor, no salta por ninguna ventana de La Castellana. No con un sueldo de 2.184.000 euros.
Así, todo intento de hacer un relato sobre qué diablos pasó, qué demonios pasa y qué va a ocurrir mañana, empieza y termina con el llamado a la corrupción, al abandono de la ética que pronunciara Carlos Solchaga y que refrendara la alusión al gato de color indefinido citado por Felipe González.
Karl Marx escribió que el capitalismo tenía el germen de su propia destrucción. El filósofo de barbas blancas pensaba en Inglaterra, pero si hoy estuviera sentado bajo el sol en una playa de Marbella y con el gato que caza ratones en sus piernas, tal vez descubriría que el capitalismo clásico, sustentado en la explotación generadora de plusvalía, lejos de auto destruirse se ha metamorfoseado en el rostro invisible del mercado, en el cuerpo inasible del mercado, en la voracidad inimaginable del mercado. Y tal vez con su iPhone llamaría a su colega Friedrich Engels. Juntos, en bermudas y bajo el sol de Marbella escribirían: “un fantasma recorre el mundo. Es el fantasma del mundo en que queremos vivir, el fantasma posible de la sociedad posible en que deseamos participar”.
Pero mientras ese fantasma no empiece su andar, el maldito gato seguirá cazando ratones.