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Escritos

Eduardo Chillida.
La Fábrica, Madrid, 2005,
119 páginas.

por José Luis Gallero, marzo de 2006

“Los pintores no deben meditar más que con los pinceles en la mano”. Por fortuna para el lector, Eduardo Chillida (1924-2002) desoyó el destemplado precepto de Balzac en La obra maestra desconocida. Como tantos otros artistas contemporáneos —Klee, Picabia, Duchamp, Braque, Miró, Giacometti, Dubuffet, Rothko…—, el escultor vasco cultivó la sana costumbre de tener al alcance de la mano un cuaderno de notas. ¿Para qué? Ante todo, para conocerse a sí mismo: “Lucho con las cosas, más que para conocerlas, para saber por qué no las puedo conocer, es decir, para conocerme”.

El asombro convertido en camino de sabiduría y compañero de aventura; una aventura y un camino a cuya incesante redefinición parece consagrada la vocación artística. En ningún caso el pensamiento configura un refugio, sino un lugar a la intemperie, una encrucijada, un horizonte. “Me di cuenta de que el poder de la razón estaba en la capacidad de hacernos (...)

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