Primero, está el altiplano. Esa inmensa alta meseta acorralada contra el cielo, a cuatro mil metros de altura. El sol. Una bola de fuego que quema la piel. La sombra. Glacial como la noche. ¿Y la noche? Menos diez grados en chozas que nada puede calentar. No hay leña en el altiplano. Sólo el furioso ulular del viento contra los techos.
Algunos caseríos, algunas parcelas cultivadas, algunas praderas. Enfundados en gruesos jerséis, los indígenas con sus gorros, las indígenas con sus sombreros. Durante mucho tiempo, a pie y doblados bajo enormes cargas, las manos vacías, tristes, silenciosos, destruidos, han sufrido la ley de los más fuertes.
Con cierta regularidad, el fuego de artificio de formidables explosiones sociales los devuelve a la memoria de los poderosos.
La aldea se llama Cóndor Iquiña. No figura en los mapas. Olvidada. En especial a causa de la carretera. “El camino es ‘totalmente’ malo”. Sólo hay dos autobuses (...)