A la postre, la única protección eficaz era que interviniese un pez gordo de la casa. Claro, los peces gordos sabían cómo manejar la maquinaria de los ascensos, los intríngulis del presupuesto, los tejemanejes de los traslados de una sección a otra, y toda la pesca. Y el capitoste más apropiado era el Solal que hacía y deshacía en aquel antro. Aquel cerdo, en cinco minutos, podía convertirte en A. ¡Señor, Señor, mira que depender su destino de un mierda de judío!
¿Cómo hacerle intervenir en mi favor?
Hundió la cabeza entre las manos, apoyó de nuevo la frente en la mesa, permaneció largo rato inmóvil, aspirando por la nariz el deprimente olor del molesquín. De súbito, se incorporó. Ajá, exclamó ante la idea que acababa de surgir. Ajá, ¿y si se diera un garbeo por los alrededores del despacho del subsecretario general? Si se apostaba (...)