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“Resiliencia” y “gentrificación”, los nuevos vicios de Miami

En Florida, los ricos no se mojarán los pies

El nivel del agua sube en Miami. Al igual que hacen los precios de los “condos” de lujo a prueba de huracanes o de las viviendas en barrios populares de las zonas más elevadas, hacia donde se abalanzan los ricos. ¿Gentrificación clásica o toma de conciencia ante el calentamiento global? En verdad, poco importa. “En cien años”, augura un promotor, “¡toda la ciudad estará bajo el agua!”.

por Laura Raim, mayo de 2020

En las estanterías de las tiendas de recuerdos de Miami Beach abundan unas tazas estampadas con un planisferio: si se vierte agua caliente en el interior, Florida desaparece del mapa. Aquí, ya no cabe negar la realidad. Los autobuses que cruzan Miami van rotulados con el lema “El cambio climático es real”. La prensa local trata profusamente el tema, hasta el punto de que el diario The Miami Herald tiene una sección dedicada en exclusiva a este desde hace dos años. El gobernador republicano de Florida, Ron DeSantis, otrora negacionista del cambio climático, contrató el año pasado a científicos y asesores en “resiliencia” para preparar la península a los “impactos del cambio climático”. El nivel del mar ha subido 7 centímetros desde 1992, pero la dinámica se ha acelerado en los últimos 15 años. El agua podría subir hasta 86 centímetros de aquí a 2060. Y, por una vez, no están a salvo los millonarios que viven en mansiones frente a la playa en Miami Beach o cerca de ahí, en Fisher Island, Star Island o en Indian Creek. Entre los potenciales refugiados climáticos de lujo está el propio presidente de Estados Unidos, cuyo club privado de Mar-a-Lago se prevé que sea anegado bajo 30 centímetros de agua, de aquí a 2050, durante 210 días al año (1).

De modo que, en Miami, el cambio climático no solo se ve como un riesgo futuro: sus consecuencias ya forman parte de la vida cotidiana. Florida, una antigua zona pantanosa que escasamente supera el nivel del océano Atlántico, es el estado estadounidense más vulnerable a las inundaciones, cada vez más frecuentes. El mar sube aquí más rápido que en otros lugares y las mareas, más fuertes que antes, son especialmente destructivas durante la temporada de las king tides, las mareas gigantes de otoño. Durante estas, las tuberías de drenaje desembocan bajo el nivel del mar, por lo que el agua salada se cuela en el sistema de desagüe y, junto con las aguas residuales, refluye por las alcantarillas, sumergiendo durante días carreteras y aparcamientos subterráneos. En 2016, la foto de un pulpo varado en un parking de Miami Beach quedó grabada en la memoria de los habitantes. Este fenómeno reciente ha sido denominado “sunny day flooding” (“inundación de día soleado”) porque ocurre incluso sin que llueva. En algunas islas de los Cayos de la Florida, el archipiélago que se extiende al sur de Miami, las inundaciones en 2019 duraron 90 días seguidos; todo un récord.

Otra desventaja geológica: compuesto de limo poroso, el subsuelo de la región es una verdadera esponja, lo cual constituye una notable diferencia respecto a otras ciudades costeras como Nueva Orleans o Nueva York. Como consecuencia, la expansión del océano también penetra en las reservas de agua dulce de los acuíferos y en las fosas sépticas de la ciudad. Contra este fenómeno, los diques cada vez más altos levantados por el consistorio no sirven de nada. En Hallandale Beach, el agua salada ya ha contaminado cinco pozos de agua dulce. En otros lugares, amenaza con matar la vegetación intolerante a la sal, especialmente las palmeras, que proporcionan una sombra muy apreciable. Sedientos antes que mojados: ese podría ser, en otras palabras, el destino que espera a sus habitantes. En cuanto a los huracanes, que regularmente barren esta región tropical, ya son más violentos y de mayor duración debido al calentamiento de la superficie del océano. La devastación material dejada por el huracán Irma en 2017 es prueba de ello.

“Lo que se teme a corto plazo es la combinación de huracán y marea alta, como ocurrió con el huracán Sandy en 2012 –nos aclara David Letson, un economista que estudia los comportamientos de evacuación, y que reside en el pueblo de Key Biscayne, una isla al sur de Miami Beach–. Mi esposa y yo llevamos 25 años viviendo en nuestra casa y estamos empezando a preocuparnos por su valor y por el tiempo que podremos aguantar. ¡Y eso que no somos lo suficientemente ricos para estar en primera línea junto al mar! Mi vecino está considerando elevar la altura de su casa, pero resulta muy caro, por lo menos 100.000 dólares [92.000 euros]. De ahí el dilema: al invertir para proteger su casa, uno aumenta el valor de lo que expone a unas intemperies aún más poderosas, que fatalmente terminarán por llegar. Tarde o temprano, habrá que emprender la retirada”.

Philipe Stoddard, alcalde de South Miami, uno de los 34 municipios del condado de Miami, es uno de los pocos representantes electos que pronuncia las palabras “marcha voluntaria”. “Pocos líderes políticos están dispuestos a decirle la verdad a la gente –nos explica–. La renta media en Miami es de 50.000 dólares. No tenemos recursos para financiar la infraestructura que se necesitaría si se quiere adaptar la zona a la crecida del nivel de las aguas en las próximas décadas. La Agencia Federal para la Gestión de Emergencias (FEMA, por sus siglas en inglés) tiene un presupuesto nacional de 125 millones de dólares. ¡Solo en mi pequeña ciudad de 13.000 habitantes, nos costaría 75 millones de dólares reemplazar las fosas sépticas defectuosas por un sistema de alcantarillado municipal! Hay que decirle a la gente que es hora de pensar en abandonar la zona, mientras aún hay tiempo para organizarse tranquilamente”.

Algunos no tuvieron tiempo de prepararse. En el archipiélago de los Cayos, la destrucción causada por el huracán Irma forzó la marcha de varios centenares de personas. En teoría, la FEMA ofrece comprar a sus propietarios algunas casas en zonas vulnerables, para poder declarar estas tierras no edificables y poner fin al ciclo infernal de destrucción y reconstrucción. Pero el proceso administrativo es largo, cinco años de media. Y, por encima de todo, “FEMA no tiene en absoluto dinero suficiente para comprar las casas de todos los que deberían irse”, insiste Stoddard.

El alcalde de South Miami no es el único que aboga por dejar la zona. En términos más contenidos y técnicos, el asesor en gestión de patrimonio Mark Singer insta a los clientes a “reducir su exposición”. En el pasado, explica, “ser dueño de tu casa era la inversión más segura. Pero eso ya se acabó. El calentamiento global no es cíclico como el mercado de valores, a no ser que esperes a la próxima Edad de Hielo”. Tiene un vívido recuerdo de la primera vez que vio salir agua por las alcantarillas sin que estuviera lloviendo. “Los promotores que construyen en el frente marítimo se mueven en un horizonte de 3 a 4 años, pero yo tengo una relación a largo plazo con mis clientes, que empiezan a preocuparse por la subida del nivel del agua. Tarde o temprano, las compañías de seguros aumentarán drásticamente las tarifas, los bancos no querrán seguir prestando a treinta años y no podrán vender sus casas”.

Así las cosas, a quienes conocen esta temática no se les ha escapado que algunos barrios a pocos kilómetros del mar están situados ligeramente a mayor altitud. Lejos del postureo y del frenesí turístico de Miami Beach está West Coconut Grove. Esta antigua zona residencial, originalmente poblada por inmigrantes de las Bahamas, alcanza los 3 metros de altura. Tres escasos metros que lo cambian todo, especialmente si se compara con Miami Beach, donde la mayoría de los edificios apenas descansan sobre una altura de entre 60 y 120 centímetros sobre el nivel del mar. Estas pequeñas casas de madera rectangulares y estrechas características de las construcciones antillanas, conocidas como shotgun, puede que no tengan vistas al mar, pero nunca se inundan. El reverendo Nathaniel Robinson, que oficia en la Iglesia Metodista Episcopal Africana del barrio, elogia la robustez de estas viejas casas de planta baja, capaces de resistir los huracanes. “Basta con abrir puertas y ventanas y la casa respira –explica–. El viento atraviesa la casa, no la derriba”. Y señalando una humilde y desmejorada casita blanca, presume de que “esta sobrevivió incluso al [huracán] Andrew en 1992”.

¿Pero sobrevivirá a los promotores? “Los agentes inmobiliarios me mandan cartas y me llaman cada semana para que me anime a vender”, cuenta Thaddeusq Scott, un jardinero “semijubilado” de 63 años que vive en el barrio desde que era un niño. Hace diez años, se compró una casa por 130.000 dólares, solicitando un préstamo a 30 años. Sigue aguantando, pero se siente cada vez más solo conforme los inversores van comprando y derribando las casas vecinas para edificar imponentes residencias cuadradas y blancas de depurado estilo. Describe la aparición de un centenar de estos lujosos “terrones de azúcar” que sobresalen sobre las diminutas casas antillanas como una “amenaza”: “Estos nuevos alojamientos cuestan dos millones de dólares. No son para gente como nosotros”.

¿Se están alejando los ricos de la costa inundable para establecerse en tierras más altas en detrimento de los habitantes originales? Para describir este fenómeno, Thaddeusq Scott no duda en hablar de “gentrificación climática”. El término está en boca de toda la prensa local desde hace un año, con la publicación de varios estudios. Según Jesse Keenan, un profesor de Harvard oriundo de Miami, el valor de las casas unifamiliares aumentó más rápido entre 1971 y 2017 en los barrios altos que en los bajos (2). Un informe de la consultora McKinsey considera además que las casas de las zonas inundables de Florida podrían perder entre el 15% y el 35% de su valor de aquí a 2050 (3).

En Little Haiti, el tema tiene muy movilizado a un grupo de activistas. Famoso por su mercado antillano y sus “botánicas” (tiendas de vudú), este barrio popular, donde viven desde los años 1970 los refugiados haitianos que huyeron de la dictadura de Jean-Claude Duvalier, se encuentra a una altura de entre 2 y 4 metros sobre el nivel del mar. “¡Para Miami, esto son las Montañas Rocosas!”, exclama divertida Caroline Lewis, fundadora de CLEO, una asociación especializada en educación sobre cuestiones climáticas. Aquí, el estandarte de la gentrificación climática se llama Magic City Innovation District. Este megaproyecto de 1.000 millones de dólares implica la construcción a lo largo de quince años de unos veinte edificios que combinan oficinas, tiendas, apartamentos, galerías, cafés y restaurantes, repartidos en un “campus peatonal” de siete hectáreas. El sitio web oficial de este proyecto de “revitalización” (sic) elogia explícitamente la “elevación” del barrio frente a los “impactos del cambio climático” y a las “oleadas de tormenta”. A pesar de tres años de dura lucha por parte de los residentes haitianos, los promotores recibieron luz verde del consistorio el año pasado. Única concesión: querían renombrar la zona “Little River” –el nombre del barrio antes de que llegaran los haitianos–. Finalmente, aceptaron mantener “Little Haiti”. El consuelo es poco.

Marleine Bastien, directora del Family Action Network Movement, un grupo de apoyo a las familias haitianas, repite una y otra vez a los propietarios de las viviendas que no las vendan. “Los desarrolladores del proyecto les ofrecen comprar por 150.000 o 200.000 dólares las casas que ellos adquirieron a principios de los años 2.000 por 40.000 dólares. Creen que están haciendo un gran negocio, pero una vez han vendido, se dan cuenta de que, por esa cantidad de dinero, ya no queda nada en Miami”. Algunos se van a vivir más lejos en el condado, a North Miami Beach, Homestead o Miami Gardens; otros terminan aún más lejos, en Fort Lauderdale, en el vecino condado de Broward, o incluso en el vecino estado de Georgia.

Ante la crecida de las aguas, el Ayuntamiento de Miami considera lógico desarrollar estas zonas, que no solo son más altas, sino que también cuentan con el servicio de una de las pocas líneas de tren. “Miami se desarrolló inicialmente como un destino de vacaciones de invierno antes de convertirse en una ciudad de residencia permanente, en gran parte debido a la generalización del aire acondicionado en la década de 1960 –explica Francisco García, director de urbanismo de la ciudad (4)–. Pero el urbanismo de los inicios, basado en casas unifamiliares, ya no es viable: es necesario densificar”.

A los residentes de Liberty City –a 2,6 metros de “altura”– no les cabe duda de que son los siguientes en la lista de compras de la gentrificación climática. En este barrio negro, donde la mitad de los habitantes gana menos de 20 000 dólares al año, el precio medio por metro cuadrado dio un salto del 26% en 2018. En asociación con grupos privados, la ciudad comenzó a renovar en 2017 las viviendas sociales construidas en la década de 1930 en las nueve manzanas que componen Liberty Square. Las promotoras comenzaron inmediatamente a comprar las casas unifamiliares de la zona. “Han abierto aquí una clínica veterinaria –dice con guasa Samantha Quaterman, directora de una escuela del barrio–. Cuando veamos a los blancos paseando a sus perros, sabremos que no hay nada que hacer. No conozco a nadie del barrio que tenga un perro…”.

Tristemente famosa por los disturbios raciales de 1979, las bandas y el crack, a Liberty City parece que le queda todavía margen hasta llegar a esa fase de aburguesamiento: el Dunkin Donut es el único establecimiento de restauración del barrio y ha tenido que instalar cristales antibalas para proteger a sus cajeros. Esta cadena, especializada en rosquillas del día asequibles de precio, no se dirige a la misma clientela que un Starbucks Coffee, por ejemplo. Pero Quaterman ya lo ve como un signo insoslayable de aburguesamiento: “Antes era un KFC [Kentucky Fried Chicken, una popular cadena de comida rápida que vende pollo frito]. ¡No hay nada que hacer!”.

En West Coconut Grove, en Liberty City o en Little Haiti, todos resaltan con amargura la ironía histórica de la situación: “Durante la segregación, y después con los políticos que, hasta mediados de los años 1960, prohibían que se les concedieran hipotecas a los negros fuera de determinadas zonas, estos no podían instalarse en el litoral. Y ahora que está subiendo el agua, quieren venir a vivir a nuestros barrios y echarnos fuera”, resume Caroline Lewis. Esto es lo que hace a Miami diferente de una ciudad como Nueva Orleans, donde las comunidades negras viven en las zonas bajas e inundables.

Dicho esto, no existe consenso en torno a la hipótesis de una gentrificación exclusivamente climática, ya que la especulación inmobiliaria empezó a partir de 2005, mucho antes de que se hablara tanto del cambio climático. En un contexto de explosión demográfica, esta afectó a todos los barrios por igual, incluidos los de la parte más baja. En espacio de quince años, Miami ha pasado de balneario y paraíso fiscal para jubilados amantes del golf a metrópoli global, cultural y muy cosmopolita para altos ejecutivos jóvenes del mundo de las nuevas tecnologías y las finanzas, con afición por el arte contemporáneo. Desde 2010, la población del condado de Miami ha aumentado en medio millón de personas para alcanzar los 2,8 millones de habitantes. Impulsado por una fuerte demanda extranjera, el precio de los bienes inmuebles se ha disparado. Los rascacielos de lujo han crecido como setas. Como consecuencia, muchos barrios se han aburguesado rápidamente, tanto el Downtown como Wynwood y el Design District. Entre 2011 y 2017, los alquileres aumentaron un 24% en el condado. Pero ni los salarios ni la construcción de viviendas sociales han seguido el mismo ritmo.

Mallory Kauderer, un promotor inmobiliario que lleva 25 años invirtiendo en Little Haiti, no disimula su irritación cuando sale el tema del cambio climático: “Invertimos en este barrio porque es uno de los pocos que siguen siendo asequibles de precio. La diferencia de 3 metros de altitud es irrelevante… ¡Dentro de 100 años no habrá diferencia, la ciudad entera estará bajo el agua!”. El investigador Jesse Keenan, autor del estudio que pone el foco en la relación entre altitud y tasa de crecimiento del valor inmobiliario, reconoce que “en un barrio como Little Haiti, estamos probablemente ante un caso de gentrificación típico”. Y puntualiza: “Con frecuencia, la gente que se muda de Miami Beach para huir de las intemperies no se queda en Miami, sino que se marcha a otras ciudades como Orlando o Atlanta. Mi mejor amigo, por ejemplo, acaba de vender su casa en Miami Beach y se ha mudado a Denver”.

No basta pues con analizar el fenómeno a escala local. Según un estudio del demógrafo de la Universidad de Georgia Mathew Hauer (5), seis millones de habitantes de Florida tendrán que mudarse tierra adentro de aquí a finales de siglo si el agua sube 180 centímetros. Con aglomeraciones urbanas como Dallas y Houston, que probablemente absorberán a gran parte de esa población, los efectos de la gentrificación climática se podrán medir a nivel nacional. En todo el país, unos 13 millones de personas podrían verse obligados a desplazarse de las ciudades costeras, principalmente de Long Island en Nueva York, Nueva Orleans en Luisiana (6), Charleston en Carolina del Sur y San Mateo en California. Si bien las Naciones Unidas alertan a menudo sobre la situación de los pequeños Estados insulares como Polinesia, las Maldivas y las algo así como 7.000 islas de Filipinas, se trata de un problema acuciante en Estados Unidos, donde podría dar lugar a un movimiento de población equiparable con la Gran Migración Afroamericana, desde el sur hacia el norte del país, a lo largo del siglo XX.

Jesse Keenan también reconoce de buen grado que no son los milmillonarios quienes abandonan sus casas de Miami Beach para instalarse en Little Haiti o en Liberty. “Les da igual si se inunda una de sus casas de veraneo de 15 millones de dólares”. En caso de huracán, estos adinerados propietarios estarán lejos de Miami en una de sus muchas residencias. “En cambio, a las clases medias sí se les hace cada vez más difícil lidiar con las inundaciones más y más frecuentes, que destrozan sus coches, encarecen sus pólizas de seguro y hacen intransitables las carreteras que los conectan con su trabajo”.

Así pues, los ricos no solo no piensan en marcharse, sino que algunos de ellos incluso siguen mudándose a la orilla, donde se construyen y venden a precios irracionales “condos” de lujo diseñados por arquitectos de prestigio. A los compradores no les duele firmar el cheque, tanto menos cuanto que solo asumen un riesgo parcial. En Estados Unidos, el seguro contra inundaciones lo cubre un sistema público, el National Flood Insurance Program (NFIP), creado en 1968, cuyas tarifas no reflejan los riesgos reales. “Soy de izquierdas, no soy un fan de los mercados, pero tratándose de los seguros, ¡me gustaría ver la mano invisible de Adam Smith empujar al alza las primas de seguro! –suelta en tono de broma Mario Ariza, periodista de Sun Sentinel y autor de un libro de próxima aparición sobre los efectos de la ‘catástrofe climática’ en Miami–. Hoy en día se socializa el riesgo aun cuando dos de cada tres casas cubiertas por este seguro público son segundas residencias de gente rica”.

¿Que está subiendo el nivel del mar? No importa, los nuevos edificios están concebidos para resistirlo. Valga el ejemplo del Monad Terrace: diseñado por el arquitecto francés Jean Nouvel, el edificio de 59 apartamentos está pensado para resistir un huracán de categoría 5 (nivel máximo). Este edificio que da a la bahía Vizcaína se construirá sobre una elevación de 3,5 metros y tendrá el aparcamiento en la planta baja, en vez de ser subterráneo. En caso de inundación, el exceso de agua se dirigirá, para colmo de la exquisitez, a la laguna situada en el centro del complejo. A los promotores se les llena la boca con la “resiliencia” del futuro edificio, que debería estar terminado a finales de año. Eso sí, se olvidan de indicar que, para construirlo, ha sido necesario comprar un bloque de viviendas y desalojar a sus inquilinos, los cuales, a no ser que puedan pagar entre 1,7 y 14 millones de dólares según el apartamento, no disfrutarán de los milagros de tal “resiliencia”.

Resiliencia: esa es la palabra mágica. “Antes, la actitud de los promotores y de las autoridades estatales era negar la realidad del cambio climático –analiza Stephanie Wakefield, geógrafa en la Universidad Internacional de Florida–. La ‘resiliencia’ les allana el camino para hablar sobre este, ya que pueden presumir que saben cómo afrontarlo”. Este concepto, surgido en el ámbito de la física para designar la resistencia de un material a los choques, tenía ante sí un brillante futuro: importado en los años 1970 por las ciencias de la ecología para analizar la evolución y la adaptación de los ecosistemas, su uso se dispara en los años 1980 en el campo de la psicología para explicar la capacidad de superar los traumas que tienen algunas personas. Posteriormente lo adoptaron economistas, urbanistas y expertos en desarrollo, de tal forma que, desde hace unos diez años, se ha convertido en la palabra clave que salpimienta todas las políticas públicas, ya se trate de alteración del clima, desastres naturales, terrorismo, crisis financieras o epidemias. Emmanuel Macron, ante la covid-19, puso así el nombre “Resiliencia” a la operación militar lanzada el 25 de marzo para respaldar la lucha contra el virus. Stephanie Wakefield prosigue: “Es un término pernicioso que implica que es imposible cambiar los sistemas económicos existentes y detener los desastres que crean. Todos seríamos naturalmente vulnerables y tendríamos que convivir con esa realidad. Las tecnologías de resiliencia que sirven para gestionar el cambio climático coexisten perfectamente con las tecnologías actuales que precisamente lo generan. Lo más preocupante es que parte de la izquierda y de los activistas han hecho suyos ese vocabulario y esa visión del mundo”.

El tema de la “resiliencia” como respuesta a los desafíos climáticos debe gran parte de su éxito a la Fundación Rockefeller, cuya presidenta, Judith Rodin, escribió un libro de sugestivo título: The resilience dividend. Being strong in a world where things go wrong (“El dividendo de la resiliencia. Ser fuerte en un mundo donde las cosas pueden torcerse”) (7). Desde 2013, la fundación ha creado y financiado puestos de chief resilience officers (“directores ejecutivos de resiliencia”) en unas cien ciudades de todo el mundo.

Jane Gilbert es la primera mujer en desempeñar este cargo en Miami. Nos dice punto por punto las medidas que está tomando la ciudad para obligar (o más a menudo incitar) a propietarios y constructores a que realcen las plantas bajas, eleven la altura de los diques o instalen paneles solares. Lo de marcharse ni se contempla. “La gente viene aquí por la belleza del mar, no nos vamos a alejar”, argumenta. Por tanto, en lugar de “reubicación”, que es el eufemismo al uso, adaptación. En 2017, el Ayuntamiento consiguió que los residentes votaran un plan de nombre optimista, “Miami Forever” (“Miami para siempre”), que suponía una inversión de 400 millones de dólares destinados a las infraestructuras y a la vivienda del futuro. ¿De dónde consigue tal cantidad de dinero? En muchos aspectos, Florida es considerada como un paraíso fiscal, ya que el Estado no recauda impuestos sobre la renta. Frances Colon, exmiembro del Comité de Resiliencia Climática, encargada de formular recomendaciones al Ayuntamiento, aclara que “una parte considerable del presupuesto de Miami, en torno al 40%, procede del impuesto sobre bienes inmuebles. Y aquí es donde aparece lo absurdo del sistema: como el Ayuntamiento depende por completo del mercado inmobiliario y del turismo, él mismo es quien fomenta la construcción de apartamentos y hoteles de lujo con el fin de recaudar los ingresos fiscales necesarios para financiar la infraestructura que protegerá estos mismos edificios”. La dependencia respecto al turismo también explica, en parte, que el gobernador DeSantis tardara tanto en ordenar el confinamiento frente al coronavirus, permitiendo sin pestañear que decenas de miles de estudiantes de vacaciones se amontonaran en las playas de Florida hasta principios de abril, antes de marcharse a propagar el virus por todo el país (8).

Más aún que la ciudad de Miami, es el municipio de Miami Beach, más pequeño y más rico, el que se ha distinguido sobremanera por su arrollador voluntarismo en el ámbito de la “resiliencia urbana”. En 2015, anunció un plan de 400 millones de dólares que plasmaba en un nombre épico, “Rising above”, la ambición que tenía el por aquel entonces alcalde de “elevar” literalmente la ciudad por encima de la crecida de las aguas. Tras declarar el estado de emergencia climática, Philip Levine no vaciló en saltarse los pasos habituales para emprender obras titánicas y levantar una decena de carreteras, instalar bombas gigantes (en particular en Alton Road, donde es propietario de edificios) y realzar los diques.

Los resultados no han cumplido las expectativas. Los diques, edificados atropelladamente y sin permiso, infringían las normas sobre protección de las especies vegetales y animales silvestres y se tuvo que interrumpir su construcción. La elevación de las carreteras agravó la inundación de los edificios que quedaron encajonados más abajo. El gerente del restaurante Sardinia Enoteca cuenta las desventuras que sufrió durante la última tormenta: “Las bombas gigantes instaladas para evacuar el agua no funcionaban por el corte de suministro eléctrico. Las compañías de seguros se negaron a cubrir los daños. Debido a la elevación de las carreteras, ¡consideraban que éramos un sótano!”. El Ayuntamiento acabó añadiendo generadores eléctricos en las inmediaciones para dar solución a los cortes de electricidad y negoció con las compañías de seguros. “Las cosas han vuelto más o menos a la normalidad, exceptuando por un permanente olor a podredumbre que sube de las alcantarillas”. En cuanto a las bombas, no fueron diseñadas para filtrar el agua que vierten en la bahía Vizcaína. Como resultado, esta se halla tan infestada de bacterias fecales que varias playas ya lucen carteles que desaconsejan firmemente bañarse.

“Sea como sea, todo esto sirve para tranquilizar a las compañías de seguros y a los promotores inmobiliarios, pero solo permitirá ganar unos 30 años –considera la geógrafa Stephanie Wakefield–. Más a largo plazo, algunos ingenieros imaginan que tendremos cinco rascacielos de lujo unidos unos a otros con puentes, y a eso se le llamará las ‘islas de Florida del Sur’. Otros consideran la posibilidad de islas flotantes”.

En esta línea, Arkup comercializa, desde 2018, casas flotantes de 400 metros cuadrados, a medio camino entre el yate y la casa. “Una alternativa ecológica, responsable y resiliente”, anuncia el sitio web de esta startup francesa. Alimentadas energéticamente por paneles solares, son también autosuficientes en el abastecimiento de agua gracias a un sistema de recuperación y depuración de aguas pluviales. Diseñadas para resistir un huracán de categoría 4, el conjunto descansa sobre cuatro pilares hidráulicos. En vez que luchar contra la crecida de las aguas, ¿por qué no vivir en simbiosis con ella? La resiliencia es posible, pero tiene un precio: exactamente 5 millones de dólares.

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(1) Adam Gabbatt, “How hurricanes and sea-level rise threaten Trump’s Florida resorts”, The Guardian, Londres, 9 de septiembre de 2017.

(2) Climate gentrification: from theory to empiricism in Miami-Dade County, Florida”, (PDF) Environmental Research Letters, vol. 13, n.° 5, IOP Publishing, Bristol, 23 de abril de 2018.

(3) Climate risk and response: Physical hazards and socioeconomic impacts”, McKinsey Global Institute, Nueva York, enero de 2020.

(4) Léase Benoît Bréville, “El aire acondicionado al asalto del planeta”, Le Monde diplomatique en español, agosto de 2017.

(5) Jason Evans, Matthew Hauer y Deepak Mishra, “Millions projected to be at risk from sea-level rise in the continental United States”, Nature Climate Change, vol. 6 n.°7, Londres, 2016.

(6) Léase Elizabeth Rush, “Luisiana, un futuro a ras del agua”, Le Monde diplomatique en español, octubre de 2015.

(7) Judith Rodin, The resilience dividend. Being strong in a world where things go wrong, PublicAffairs, Nueva York, 2014.

(8) “A shadow over the Sunshine State”, The Economist, Londres, 2 de abril de 2020.

Laura Raim

Periodista.