Creada en 1948, en el marco del enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética (URSS), la Organización de los Estados Americanos (OEA) constituye uno de los instrumentos de la proyección geopolítica de Washington en América Latina y los Estados del Caribe, los cuales fueron incorporándose a la organización, uno tras otro, a medida que obtenían su independencia entre las décadas de 1960 y 1980. Por su parte, Canadá, que sólo es miembro de la OEA desde 1990, en la mayoría de las ocasiones se limita a presentar una versión moderada de la línea defendida por la Casa Blanca.
Al igual que hiciera Fidel Castro, la izquierda latinoamericana y caribeña percibe a la organización como el “Ministerio de las Colonias de Estados Unidos” (1); las elites, por su parte, le profesan una deferencia que roza lo sagrado. El puesto de embajador latinoamericano o caribeño en la OEA es uno de los destinos diplomáticos más prestigiosos en sus respectivos países. En cuanto a su secretario general, goza de gran influencia en los debates políticos de los países miembro, excepto en Estados Unidos, donde tanto este como la organización son prácticamente desconocidos, incluso entre las elites políticas.
No obstante, la sede del Consejo Permanente de la OEA es un imponente edificio de mármol –donado por Andrew Carnegie, el gran barón de la siderurgia, a la Unión Panamericana (antecesora de la OEA)– situado a menos de un kilómetro de la Casa Blanca. A finales de la década de 1940, Estados Unidos redefinió el sistema multilateral mundial: la sede de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) se instaló en Nueva York y la OEA en Washington. La intención de Estados Unidos era sugerir una hegemonía difusa, pero sin llegar al punto de ceder la sede a un país periférico.
En un primer momento, la OEA desempeñó un papel secundario, al margen de dispositivos centrados puramente en la seguridad, como la Junta Interamericana de Defensa (JID), creada en 1942, y el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (también conocido como Tratado de Río) de 1947. Este último era un mensaje destinado a la URSS puesto que establecía que cualquier agresión contra un Estado del continente sería considerado como una agresión contra todos los países signatarios.
Sin embargo, poco a poco, su prioridad se fue orientando hacia el desarrollo de un “multilateralismo interamericano”. Había llegado el momento de mostrarle al mundo que Washington y las elites latinoamericanas tenían en común su repulsa al comunismo. En 1962 expulsaron a Cuba de la OEA mediante una resolución que establecía que “la adhesión de cualquier miembro de la OEA al marxismo-leninismo es incompatible con el sistema interamericano” (2). En cambio, no se excluyó de la organización a ninguna de las dictaduras militares latinoamericanas, ni siquiera después de las denuncias bien documentadas de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) sobre las atrocidades cometidas por varios Gobiernos en los años setenta.
Aunque también es cierto que, en algunas ocasiones, los países de América Latina y el Caribe han logrado constituir una mayoría en el Consejo Permanente con el objeto de sublevarse contra las posiciones de Estados Unidos, como sucedió con los conflictos marítimos que enfrentaron a Estados Unidos con Perú y Ecuador a finales de los años 1960, durante la Guerra de las Malvinas, en 1982, o en el momento de la invasión estadounidense de Panamá, en 1989-1990. Pero incluso en estas situaciones, Washington ha ignorado las resoluciones de los Estados miembro y ha actuado de manera unilateral.
El fin de la Guerra Fría sumió a la OEA en una crisis existencial. La ola de democratización de los años 1980 liberó a la organización del silencio que la tutela estadounidense le había impuesto durante las dictaduras. Mientras el bloque soviético se desmoronaba, se dedicó a defender las normas y valores de la democracia liberal. La organización se reinventó y comenzó a centrarse, en particular, en la observación de los procesos electorales para asegurar su credibilidad. Esta misión, que comenzó en Costa Rica en 1962, terminó por convertirse en uno de los pilares de la nueva institución. No obstante, esa hoja de ruta no fue suficiente para situar a la OEA en el centro de la escena. En esa época, las preocupaciones de Washington eran, esencialmente, imponer su consenso y los programas de ajuste estructural resultantes. En este ámbito, el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) acapararon la atención de los latinoamericanos.
La OEA tampoco logró imponerse como árbitro de los diferendos entre los países de la región, en particular, en torno a las herencias de las rivalidades fronterizas poscoloniales. La voz de la OEA no se tuvo en cuenta ni cuando se resolvió el conflicto del Canal del Beagle entre Chile y Argentina, en 1984, ni cuando se firmó la paz entre Ecuador y Perú, en 1998.
Durante la década del 2000, con la llegada al poder de la izquierda en varios países de América Latina, la influencia de Estados Unidos en el sistema interamericano se vio mermada en cierta medida. En 2005, por primera vez en la historia de la organización, fue elegido –y posteriormente reelegido en 2010– un secretario general que no contaba con el apoyo de Washington. En 2009, una resolución de la Asamblea General de Ministros de Asuntos Exteriores declaró sin efecto la exclusión de Cuba. Si bien La Habana reconoció el gesto, rechazó toda invitación a regresar a la organización.
Ese mismo año, desde la OEA se sancionó el golpe de Estado contra el presidente Manuel Zelaya mediante la suspensión del derecho de participación de Honduras en la organización –sin duda, toda una novedad–. La reincorporación de este país solo se habilitó tras un acuerdo que permitió el regreso a Tegucigalpa, en 2011, del expresidente Zelaya. Los Gobiernos progresistas de América Latina aprovecharon esa cohesión relativa para emanciparse de algunos aspectos del sistema interamericano. Después de México en 2001, se sucedieron las denuncias del Tratado de Río por parte de Nicaragua, Bolivia, Venezuela y Ecuador, entre 2012 y 2014.
La izquierda regional, preocupada por evitar que la OEA siguiera siendo una herramienta de Washington en su lucha contra los Gobiernos de vocación antimperialista, apostó por fortalecer lazos con el Caribe. En particular, a través del apoyo que Venezuela ha prestado a ese conjunto de pequeños países, proveyéndoles de petróleo a precio controlado en momentos en que su cotización era muy elevada. La mayor parte de los catorce votos de los países que integran la Comunidad del Caribe (Caricom) en la OEA ayudó a contrarrestar los ataques de Estados Unidos en contra de Venezuela y de los Gobiernos latinoamericanos de izquierdas.
Sin embargo, a pesar de esos avances, el recelo del bloque progresista latinoamericano respecto de la OEA se mantenía latente, puesto que eran conscientes de que los cambios en el equilibrio de poder en el Consejo Permanente no modificaban de manera fundamental la estructura de la organización ni su supeditación a Washington. La realidad es que la mayor parte de su financiación proviene de Estados Unidos –hasta el 60% de su presupuesto anual, siendo en algunos órganos del 100%–. Además, si bien la organización se compone de un cuerpo burocrático mayoritariamente de origen latinoamericano, este reside en Washington y demuestra una lealtad de hierro hacia la institución. Esta, a su vez, recompensa a sus empleados dotándolos de prestigio profesional.
Por ello, los Gobiernos de izquierdas decidieron impulsar un nuevo regionalismo. Ese contexto único favoreció la creación, en 2008, de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur). Unasur ha sido una apuesta ambiciosa que implicaba una integración política, económica y de defensa, entre otras, que iba más allá de los objetivos de otros mecanismos de integración sudamericanos y que excedía el mandato de la OEA, sobre todo –pero no únicamente– en lo que concernía a los aspectos económicos y de desarrollo de la unión. La Unasur ha intervenido tanto en crisis políticas internas –en Bolivia en 2008, en Ecuador en 2010 y en Paraguay en 2012–, como en conflictos internacionales, como el que tuvo lugar entre Venezuela y Colombia en 2010. La OEA quedó excluida de todas estas mediaciones e intervenciones.
Posteriormente, se creó la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), es decir, los países del hemisferio occidental, incluyendo a Cuba y sin Estados Unidos ni Canadá. Este espacio se constituyó para crear un foro, menos institucionalizado que la Unasur y sin tratado constitutivo, es cierto, pero destinado a la concertación política entre los Estados de la región y los debates internacionales. De hecho, se han celebrado varias cumbres entre la Celac y actores internacionales: con la Unión Europea, China, Rusia, la India, etc.
En 2015, Luis Almagro, próximo al expresidente uruguayo José “Pepe” Mujica –figura de la izquierda latinoamericana–, fue elegido como secretario general de la OEA. Presentado por Mujica y con el apoyo de los Gobiernos de izquierdas de la región, este exministro de Asuntos Exteriores de Uruguay prometió continuar la senda de independencia que había trazado su predecesor, José Miguel Insulza. Sin embargo, la ola progresista empezó a perder fuelle y Almagro supo adaptarse al nuevo contexto: en poco tiempo se erigió como líder de una derecha en recomposición y orquestó el regreso de la OEA bajo la tutela de Estados Unidos... Un país que pronto pasaría a estar dirigido por un tal Donald Trump.
Almagro no tardó en interesarse por Venezuela. Proporcionó un apoyo militante a la oposición y se opuso a cualquier intento de negociación. Cuando el expresidente del Gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero defendió una salida política negociada para Venezuela, Almagro le respondió: “No sea imbécil” (3). El uruguayo –al igual que Washington– decidió que la única salida posible implicaba un cambio de régimen. También aclamó todas las medidas económicas coercitivas de Estados Unidos. Cuando la Administración de Trump afirmó que “todas las opciones están sobre la mesa”, sugiriendo la posibilidad de una acción militar, Almagro respaldó esta amenaza y blandió el argumento de una intervención humanitaria, lo que atemorizó incluso a varios Gobiernos del Grupo de Lima, una alianza constituida con la intención de aislar al Gobierno de Nicolás Maduro.
Ahora bien, el entusiasmo del secretario general por la defensa de la “democracia” no se hizo extensivo a Brasil. La destitución de la presidenta Dilma Rousseff no le conmovió más que el encarcelamiento, sin pruebas, del expresidente Luiz Inácio “Lula” da Silva, que lo excluyó de la campaña presidencial de 2018. Tampoco reaccionó ante las violaciones a los derechos humanos cometidas por el Gobierno de Jovenel Moïse en Haití, en el marco de las manifestaciones de 2018 y 2019. Cuando Almagro viajó a Ecuador a finales de octubre de 2019, tras las mayores manifestaciones de la historia contemporánea del país y una oleada represiva inusitada, felicitó al presidente Lenín Moreno por la manera en que había gestionado la crisis, sin mencionar que la represión había causado varios muertos. A su entender, el presidente chileno Sebastián Piñera –que también llevó a cabo una violenta represión de los movimientos sociales– “ha defendido con eficiencia el orden público y ha tomado medidas especiales para garantizar los derechos humanos” (4). En cuanto a Colombia, Almagro ha guardado silencio sobre las desapariciones cotidianas de sindicalistas y el abandono del proceso de paz por parte del Gobierno, pero se ha mostrado alarmado por la violencia de los manifestantes que rechazaban las políticas neoliberales del presidente Iván Duque.
Pero es en Bolivia donde Almagro ejecutó su toque maestro. En octubre de 2019 se celebraron las elecciones generales en este país latinoamericano. El presidente saliente, Evo Morales, resultó ganador en primera vuelta con el 47,08% de los votos, frente a su principal rival Carlos Mesa, con una diferencia superior al 10% de los votos (36,51%). Según la Constitución boliviana, cuando un candidato obtiene más del 40% de los votos en primera vuelta con una diferencia de al menos 10 puntos con el candidato que ha quedado segundo, es elegido en la primera vuelta. Sin embargo, la Misión de Observación Electoral de la OEA sembró la confusión nada más anunciarse los primeros resultados al señalar un “cambio inexplicable en la tendencia” (comunicado de prensa del 21 de octubre de 2019) en el recuento de los votos. Como han demostrado desde entonces varios estudios estadísticos, ese “cambio de tendencia” era resultado de un recuento tardío en algunas zonas geográficas muy favorables a Evo Morales.
A pesar de esto, los grandes medios de comunicación denunciaron el fraude; la oposición se radicalizó y Morales tuvo que exiliarse, amenazado por el Ejército. Finalmente, un largo informe del Centro de Investigación en Economía y Política (CEPR, por sus siglas en inglés), con base en Washington, reveló, entre otras cosas, que la OEA nunca logró fundamentar sus acusaciones de fraude (5). Algunas semanas después de estos acontecimientos, el Gobierno de facto de Jeanine Áñez anunció su apoyo a la reelección de Almagro, un hombre que, según la nueva ministra de Asuntos Exteriores Karen Longaric, “ha cumplido una labor fundamental en la defensa de la democracia en la región” (6).
La reelección de Almagro marca un regreso inequívoco a una OEA favorable a Estados Unidos. Si lo que pretendía la organización era reinventarse y ganar legitimidad como defensora de la democracia, su apuesta ha fracaso. Bajo el liderazgo de Almagro, ha vuelto a ser sinónimo de “monroísmo” –en referencia a la doctrina del presidente estadounidense James Monroe, de principios del siglo XIX, según la cual América Latina es un “patio trasero” en el que Washington no tolera ninguna injerencia extranjera–. Así pues, en enero de 2020, el secretario de Estado estadounidense celebró “el regreso al espíritu de la OEA de las décadas de 1950 y 1960” (7).