La brutalidad del coronavirus, así como la rapidez con que se ha propagado en todo el planeta, pueden enfocarse a la luz de referencias históricas y culturales, junto con los estudios sobre epidemias (las gripes estacionales son, a día de hoy, las más notorias entre la ciudadanía). Estos estudios tienen en cuenta en primer lugar el número de víctimas registradas: entre 290.000 y 650.000 personas cada año según la Organización Mundial de la Salud (OMS).
El enfoque demográfico está presente en todo lo que se ha escrito sobre las epidemias y en especial, últimamente, sobre el ébola, el chikungunya, el SARS o el MERS.
Lo mismo ocurre con el coronavirus, con la publicación diaria, país por país, del número de personas afectadas por la enfermedad en un grado u otro.
Las curvas que se cruzan y vuelven a cruzar en las pantallas, como envueltas en una competición macabra, no bastan para explicar el fenómeno que se está produciendo ante nosotros. Las comparaciones científicas entre Alemania e Italia, por ejemplo, dejan a la ciudadanía insatisfecha. Se necesitan puntos de referencia más dramáticos. Por eso se sacan una y otra vez a colación la peste negra –que, según los historiadores, mató a mediados de la década de 1840 a 25 millones de europeos, entre una supuesta población total de 75 millones– y la “gripe española” de 1918-1919, que causó entre 20 y 50 millones de muertes. Y así es como se les allana el camino a las teorías conspirativas más extravagantes.
¿Por qué estos perturbadores y hasta apocalípticos recordatorios? ¿Cuál es la singularidad de la actual pandemia? Pues precisamente el adecuarse a la misma definición de esta palabra, a saber, una epidemia que se extiende a todo el planeta o al menos a uno o más continentes. Una enfermedad “global”, por así decirlo. Nacida en China, migró a Asia Oriental, Europa y Estados Unidos, y también se extiende desde Marruecos a Nueva Zelanda, desde Israel a Sudáfrica. No hay país que se libre de ella. Es la versión sanitaria de una globalización liberal basada en la libre circulación planetaria de capitales, bienes, servicios y, adicionalmente, personas. De modo que el facilitador ideológico implícito del coronavirus ha sido y es el librecambismo. En el mismo sentido, puede decirse que la única herramienta contra la enfermedad de que disponen los médicos hasta la fecha, el “confinamiento”, es una forma de proteccionismo.
Para entender por qué, en menos de un trimestre, cientos de millones de personas de los cinco continentes han quedado sojuzgados por un simple virus, debemos considerar también el momento en que estalló la pandemia. En Europa, el momento del imperativo ecológico. En los últimos dos años, hemos presenciado un considerable auge de los partidos verdes, los cuales han impuesto su agenda en el debate público. Tanto es así que la Comisión Europea, pertinaz baluarte del neoliberalismo, ha propuesto un “Green Deal” que hace suyos, aunque suavizándolos mucho, los temas predilectos de los ecologistas, basados en una abundante literatura científica. Algunos de los escenarios que plantean, especialmente sobre calentamiento global y biodiversidad, son propiamente estremecedores y sintonizan con los discursos milenaristas. El virus está contribuyendo a esta atmósfera de “fin del mundo”. Y la perspectiva de una crisis financiera internacional peor que la de 2008 ciertamente no va a tranquilizar a los ciudadanos, en su futurible condición de pacientes arruinados. De ahí la cuestión que prevalece sobre cualquier otra: ¿qué fuerzas podrán hacer que se encasquille esta convergencia de problemáticas mortíferas?
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