Kinoshita Taro considera que ha tenido suerte. Corpulento, robusto y de pelo corto, este pintor de edificios cuarentón bebe a sorbos un café frío mientras mira el ir y venir incesante de los coches en su barrio, situado al sur de Tokio. De su persona emana un sosiego particular. Nada en él permite suponer que hace diez años era miembro del clan yakuza Inagawa-kai, que con sus 3300 miembros es uno de los más poderosos de Japón. Solo existe un indicio susceptible de desenmascararlo: un meñique amputado –la marca de los yakuzas– que oculta cuidadosamente bajo la manga. Es trabajador autónomo, y no es cosa de que un cliente adivine su pasado.
A juzgar por lo que dice, los años vividos con su oyabun (nombre que recibe en japonés un jefe de clan) dejaron un borrón en su vida. Tras hacerse yakuza a los 25 años, tuvo que “matarse a trabajar (...)