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Glasgow: ¿una última oportunidad para limitar la debacle?

Cambio climático, una conferencia en busca del tiempo perdido

La Conferencia de las Naciones Unidas sobre el cambio climático de Glasgow (COP26) tiene como objetivo poner en práctica el acuerdo universal firmado en París en 2015. Para limitar las desastrosas consecuencias de un calentamiento que ya está en marcha, cada país debe comprometerse a reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero de forma mucho más drástica en las próximas tres décadas. Las anteriores dilaciones no dan muchos motivos para el optimismo.

por Frédéric Durand, noviembre de 2021

Glasgow acogerá la 26.ª Conferencia de las Partes (COP26) de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC) del 31 de octubre al 12 de noviembre de 2021. Firmada con ocasión de la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro en 1992, esta convención compromete a todos los Estados a evitar “interferencias antropógenas peligrosas en el sistema climático”. Semejante formulación deja claro que los líderes mundiales son conscientes de la gravedad de las amenazas desde hace al menos un cuarto de siglo, especialmente tras la publicación en 1990 del primer informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés). Las primeras negociaciones sobre el tema ya fracasaron en Toronto en junio de 1988; entonces, ello se debió a la oposición de Estados Unidos a un acuerdo sobre una reducción negociada del 20% de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI).

A partir de 1995, las COP pasaron a celebrarse anualmente para que los firmantes (196 países y la Unión Europea) pudieran avanzar paso a paso en la implementación de medidas para combatir el calentamiento global. Una de las más conocidas fue la COP3, celebrada en Japón en 1997, que condujo a la firma del Protocolo de Kioto. Aclamado por la prensa internacional, este protocolo denotaba sobre todo poca ambición: solo representaba el 3% del esfuerzo necesario para resolver el problema (1)

En 2009, una campaña de desprestigio ­precedió a la COP15, más conocida como Conferencia de Copenhague. Unos piratas informáticos filtraron correos electrónicos de un grupo de investigación británico, intentando hacer creer que el IPCC –recién galardonado con el Premio Nobel de la Paz en 2007– había falsificado datos. Aunque muy modesto y no vinculante, el acuerdo final firmado en Dinamarca refrendaba lo que siguen siendo los dos principales objetivos de las negociaciones ­sobre el clima: limitar el calentamiento a un máximo de +2 °C con respecto a la era preindustrial y crear un “Fondo Verde” de 100.000 millones de dólares.

La COP21 de 2015 recibió mucha más atención mediática que las anteriores, ante la creciente presión de las asociaciones, de los movimientos juveniles y de una comunidad científica casi unánime en reconocer el carácter crítico de la situación. El Acuerdo de París muestra mayor ambición al comprometer a los líderes mundiales a contener “el aumento de la temperatura media mundial muy por debajo de los 2 °C respecto a los niveles preindustriales y a seguir esforzándose por limitar el aumento de la temperatura a 1,5 °C”.

El término “preindustrial” es importante. Como confirma el último informe del IPCC, de agosto de 2021, la temperatura media del planeta ya ha aumentado en 1,1 °C debido a los gases emitidos desde la Revolución Industrial, a mediados del siglo XIX (2). Por lo demás, la mayoría de los expertos coinciden en que, considerando la inercia del fenómeno, en torno a 2040 el calentamiento superará en cualquier caso los +1,5 °C, aunque también están de acuerdo en que este objetivo debe mantenerse durante las décadas siguientes. A escala global, las décimas de grado de temperatura cuentan. Las consecuencias de un calentamiento de +2 °C serían mucho más serias, como ha demostrado un anterior informe del IPCC (3). Esto se debe a que estamos hablando de temperaturas “medias globales”, no de temperaturas locales, sujetas a fluctuaciones de mayor consideración. A escala mundial, un calentamiento de +2 °C acarrea perturbaciones considerables. Durante el Último Máximo Glacial, hace unos 21.000 años, la temperatura media de la Tierra estaba entre 5 y 6 °C por debajo de la actual. En aquella época, una capa de hielo cubría casi todo el actual Canadá, el norte de Europa y gran parte de Rusia, con un nivel del mar 120 metros más bajo que el actual.

Ante tal emergencia, sorprende que los firmantes del Acuerdo de París se hayan concedido un margen de cinco años antes de aplicarlo (la COP26 se pospuso de 2020 a 2021 debido a la covid-19). Con la Administración de Trump poniendo trabas en el proceso, la mayoría de los países aprovecharon la posición norteamericana para dejar que sus emisiones aumentaran de 2016 a 2019, en lugar de insistir en la necesidad de actuar rápidamente. Aunque distan de ser insignificantes en cuanto al impacto en cada economía nacional, los compromisos actuales del conjunto de los países son harto insuficientes, ya que llevarían a una trayectoria por encima de +3°C en 2100. De ahí la necesidad, durante la COP26, de revisar a la baja estas “contribuciones determinadas a nivel nacional”.

Los debates también ponen de manifiesto una división Norte-Sur, en la que los países del Norte intentan pedir a los del Sur que hagan un esfuerzo máximo basándose en ­argumentos sesgados y cuestionables. También mantienen la especie de que son menos capaces de luchar contra los efectos del ­calentamiento global. En realidad, los países del Norte también serán muy vulnerables, especialmente por la sofisticación de sus economías. Las sequías, los incendios y las inundaciones de los últimos años ya presagian el caos que provocaría una política del laissez-faire.

Si bien hay países emergentes que se han convertido en grandes emisores de GEI en el siglo XXI –con China a la cabeza–, los países occidentales tienen una gran responsabilidad histórica, ya que se les pueden achacar los dos tercios de las emisiones acumuladas hasta la fecha. Además, una parte importante de las emisiones de los países emergentes está vinculada a deslocalización, una forma de enmascarar el aumento de las emisiones produciendo en el Sur bienes consumidos en el Norte (4). Los países del Sur han intentado en vano que estas emisiones históricas e importadas se incluyan en los cálculos. La única pequeña concesión que han obtenido es la integración del principio jurídico de “responsabilidades comunes, pero diferenciadas”, una excepción al principio de igualdad entre los Estados que forma parte del derecho medioambiental internacional desde la CMNUCC de 1992. Pero este principio tiene pocos efectos concretos y su valor normativo en la jurisprudencia aún no se ha establecido.

Las reacciones de los Gobiernos ante la covid-19 demuestran que pueden tomar medidas drásticas, pero muy a menudo demasiado tarde, lo que los lleva a adoptar decisiones aún más radicales que las que hubieran sido necesarias en el oportuno momento (5). En el tema del cambio climático, la procrastinación se debe probablemente a la magnitud de los cambios necesarios, pero conduce a que estos sean aún más grandes. Para mantenerse por debajo de +1,5 °C de calentamiento global, las emisiones mundiales de CO2 tendrían que haberse reducido en un 3,3% anual a partir de 2010; como han aumentado, ahora deben reducirse en aproximadamente un 7% anual (6). Este es el orden de magnitud de la disminución vinculada a los confinamientos en el año 2020. En lugar de tomar nota, la mayoría de los líderes solo habla de impulsar el crecimiento y el consumo...

A día de hoy, tres cuartas partes del consumo energético mundial proceden de combustibles fósiles (carbón, petróleo y gas), cuya combustión genera la mayor parte de los gases de efecto invernadero. A menudo se pasa por alto el lucro cesante de los productores, especialmente en los países que gravan fuertemente la energía, como Francia, donde estos impuestos son la tercera fuente de ingresos nacionales. Ello también explica por qué los esfuerzos por promover la eficiencia energética y las verdaderas energías renovables son aún limitados.

Francia se encuentra cada vez más aislada dentro de Europa en materia de energía nuclear: Alemania, Suiza, Austria, Bélgica e Italia han decidido renunciar a ella. Pero la tentación de utilizar esta energía como recurso para cumplir los objetivos de reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero será cada vez más fuerte. Sin embargo, aun pudiendo garantizar su seguridad, las reservas de uranio son demasiado limitadas para sustituir a los combustibles fósiles. Lo que sí es cierto es que la energía nuclear resultará cada vez más inadecuada y peligrosa, dada su intermitencia (sequías, envejecimiento de las centrales), el mayor riesgo de accidentes debido a fenómenos meteorológicos extremos y la ausencia aún total de una solución para gestionar las crecientes cantidades de residuos extremadamente peligrosos. Ni siquiera el ya muy cuestionado y controvertido centro de soterramiento de Cigéo, previsto en Bure, podría acoger los residuos adicionales que supondría la decisión de construir nuevas centrales en Francia (7).

La creciente preocupación de una parte de la población y de las asociaciones, que incluye acciones legales contra los Gobiernos, así como la gravedad de las conclusiones del último informe del IPCC podrían llevar a la COP26 a asumir el Compromiso Global sobre el Metano, liderado por Estados Unidos y la Unión Europea. Esta iniciativa de emergencia pretende reducir drásticamente en veinte años las emisiones de este gas, que produce un efecto de calentamiento setenta veces mayor que el CO2. Aparte de esta medida, la COP26 debería, en el mejor de los casos, dar algunos pasos para subvencionar determinados sectores “de transición” y decidir ajustes técnicos o administrativos. Tendrá que homogeneizar los compromisos nacionales, para llegar a plazos y unidades idénticas, habiendo tomado cada uno la referencia que más le convenía en 2015.

Hasta los esfuerzos nada desdeñables sobre el papel suelen conllevar algún sesgo. Por ejemplo, la Unión Europea, que se presenta como una de las partes más movilizadas en la lucha por el clima, se compromete a la “neutralidad de carbono” en 2050. En realidad, la “neutralidad” de la Unión no significa el fin de las emisiones de GEI, sino que se basa en proyectos de captura de CO2 en sumideros de carbono, cuyas modalidades son, como mínimo, inciertas. La Comisión Europea mantiene la ilusión –si no la mentira– de que los europeos han “conseguido desvincular las emisiones de gases de efecto invernadero del crecimiento económico en las últimas décadas” (8). Así es como quedan enmascaradas las emisiones importadas a través de las deslocalizaciones.

Pese a la sincera buena voluntad de muchos investigadores y negociadores, la COP26 podría incluso, a fin de cuentas, provocar efectos nocivos, como incentivar la financiarización de la economía y de las burbujas especulativas a través de los mercados del carbono, dar apoyo a la energía nuclear con todos sus peligros o aceptar “soluciones tecnológicas” como la geoingeniería y manipulaciones del clima aún más arriesgadas.

Sin embargo, una cuestión podría cambiar el escenario: la de la adaptación. Hasta hace muy poco, incluso en la francesa Convención Ciudadana por el Clima el discurso sobre los esfuerzos se centraba principalmente en la mitigación, es decir, en la reducción de las emisiones. Pero, por más que se haga ahora y teniendo en cuenta la permanencia de los gases en la atmósfera, los trastornos climáticos previstos para los próximos treinta años son ya en gran medida inevitables. Además de reducir las emisiones, las delegaciones de la COP26 tendrán que pensar en cómo adaptarse a las amenazas, algo que ningún país, ni siquiera en Europa, se ha atrevido aún a hacer a gran escala para no asustar a la población.

A la vista de los datos científicos, la COP26 parece ser una de las últimas conferencias con posibilidades de evitar que se supere un umbral desastroso de alteración del clima. Sin un giro radical y una revisión completa de los equilibrios de poder entre naciones desiguales –y del consumo masivo–, es de temer que los objetivos del Acuerdo de París serán en breve imposibles de alcanzar. Estaba prevista una reunión en la capital francesa para revisar los compromisos cinco años después. Ha llegado el día.

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(1) Véase “En el país de los ciegos, el efecto invernadero es el rey”, Le Monde diplomatique en español, diciembre de 2002.

(2) “Cambio climático 2021: bases físicas”, IPCC, Ginebra, 9 de agosto de 2021.

(3) “Calentamiento global de 1,5 °C”, IPCC, Ginebra, 2019.

(4) Cf. Les émissions importées. Le passager clandestin du commerce mondial, ADEME-Réseau Action Climat, Montreuil, 2013.

(5) Véase Philippe Descamps y Thierry Lebel, “Un aperitivo del ‘shock’ climático”, Le Monde diplomatique en español, mayo de 2020.

(6) “Informe sobre la Brecha de Emisiones 2019: reporte sobre el progreso de la acción climática”, Organización de las Naciones Unidas, Programa para el Medio Ambiente, Nairobi, 26 de noviembre de 2019.

(7) Cf. “Avis délibéré de l’Autorité environnementale sur le centre de stockage Cigéo”, 13 de enero de 2021.

(8) Cf. “Un planeta limpio para todos. La visión estratégica europea a largo plazo de una economía próspera, moderna, competitiva y climáticamente neutra”, Comunicación de la Comisión Europea, Bruselas, 28 de noviembre de 2018.

Frédéric Durand

Catedrático de Geografía, Universidad de Toulouse II Jean Jaurès, autor de Le réchauffement climatique, enjeu crucial du XXIe siècle, Ellipses, París, 2020.

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