Temprano, una mañana de finales de marzo del año 414 a. C., Aristófanes, apoyado en una puerta de los Propileos, adivina el teatro de Dioniso más abajo. Los nubarrones sacuden sobre él su niebla; los fresnos y los madroños se agitan, ¡tiotiotiotiotiotinx!, vuelan algunos pájaros. ¡Brekekekex, koax, koax!, salmodia una rana extraviada. En esta primavera lluviosa de las Grandes Dionisias, celebración, durante varios días, del dios del teatro, de los misterios y del vino, se espera una “multitud de personas, más amantes de los honores que Cleofonte, sobre cuyos charlatanes labios terriblemente brama una golondrina tracia”. Cantos, danzas, sacrificios, embriagueces y competición dramática… En un instante, Los Pájaros de Aristófanes van a participar.
Hace seis meses que el productor-mecenas –el corego– ha sido designado; hace seis meses que los veinticuatro coreutas amateurs y los tres actores ensayan. Los esclavos han montado las gradas de madera, el jurado ha sido seleccionado por (...)