Uno de los gritos que más se oye por la calle es el del aguador, “¡Agua! ¡Agua!”: “En París el agua se compra. Las fuentes públicas son tan poco frecuentes y están tan mal conservadas que hay que recurrir al río; ninguna casa burguesa está provista del agua suficiente. Veinte mil aguadores suben de la mañana a la noche dos baldes llenos desde el primer piso hasta el séptimo y, a veces, más. La vía de agua cuesta seis liards o dos sols. Cuando el aguador es robusto, hace alrededor de 30 viajes por día” (I, 134).
El hecho de que el agua potable venga en general del Sena no inquieta mucho a Mercier, sorprendentemente confiado en la calidad de esta bebida.
Mercier reconoce, sin embargo, que la visión, en el corazón de la ciudad, de las cloacas que se vierten en el Sena ayuda a reforzar los prejuicios de los habitantes (...)