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¿Por qué atrae Donald Trump al electorado popular?

Anatomía de una cólera derechista

En un estado estadounidense muy pobre como es el de Luisiana, contaminado por las mareas negras, la mayoría de la población vota a candidatos republicanos hostiles a las prestaciones sociales y la protección del medio ambiente. Arlie Hochschild, socióloga y mujer de izquierdas, investigó sobre esta paradoja. Unos meses más tarde, Donald Trump ganaba ampliamente en Luisiana.

por Arlie Hochschild, agosto de 2018

Una historia profunda es una historia instintiva, la que nos inspira nuestra percepción, en un lenguaje simbólico. Abole el juicio, elude los hechos. Determina lo que nos inspira. Permite que aquellos que se encuentran en los dos extremos del espectro político se hagan a un lado y exploren el prisma subjetivo a través del cual el campo de enfrente comprende el mundo.

He querido reconstruir esta historia para presentar –de una forma metafórica– las esperanzas, los miedos, el orgullo, la vergüenza, el resentimiento y la ansiedad en las vidas de personas que he ido conociendo. A continuación la puse a prueba con ellos para asegurarme de que la consideraban conforme a su experiencia. Me aseguraron que sí.

Como una obra de teatro, está compuesta por varios actos. Usted espera pacientemente en una larga cola que lleva hasta la cima de una colina, como si de una peregrinación se tratara. Está en el medio, entre personas tan blancas como usted, todas cristianas también, algunas de edad más avanzada, otras más jóvenes, en su mayoría de sexo masculino, tanto con estudios superiores como poco o nada cualificadas. Al otro lado de la colina se extiende el sueño americano, el objetivo del viaje de cada uno.

Al final de la cola se encuentran las personas de color –pobres, jóvenes o de edad avanzada, la mayoría de ellas desprovistas de titulación universitaria–. Mirar hacia atrás le da miedo; son muy numerosos los que le siguen. En principio no les desea ningún mal. Pero ha esperado durante mucho tiempo, ha trabajado duro y, delante de usted, la cola apenas avanza. Merecería avanzar un poco más deprisa. Se arma de paciencia, pero está preocupado. Sus pensamientos se han orientado hacia aquellos que le preceden y, sobre todo, hacia aquellos que ya han alcanzado la cima.

El sueño americano es un sueño de progreso –la esperanza de que le irá mejor que a sus padres, quienes, a su vez, ya se afanaban por arreglárselas mejor que los suyos–. Es un sueño más grande que el dinero y que los bienes materiales. Por una miseria de salario, ha soportado un trabajo de esclavo, despidos, la exposición a productos tóxicos. Ha aguantado bien la prueba de fuego. El sueño americano de prosperidad y de seguridad no es más que la justa recompensa a sus esfuerzos, una manera de reconocer lo que ha sido y lo que es, una especie de medalla de honor.

Hace cada vez más calor y la cola sigue sin avanzar. Incluso parecería que retrocede. No ha recibido ningún aumento salarial desde hace años y no parece que vaya a ser mañana cuando le concedan uno. En realidad, sus ingresos no han dejado de disminuir durante los últimos veinte años, sobre todo si no cuenta con ninguna titulación universitaria, y más aún si no finalizó el segundo ciclo de la enseñanza secundaria. Todos sus compañeros han conocido el mismo destino. La mayoría ya ni se molesta en buscar un empleo decente porque se dicen que es un tesoro fuera del alcance de chicos como ellos.

Se conforma con esta situación, pues no es de los que se quejan. Después de todo, tiene suerte. Le gustaría ayudar más a su familia y a su iglesia, puesto que deposita su fe en ellas. Le gustaría que le agradecieran su generosidad. Pero la cola sigue sin avanzar. Después de tanta perseverancia, de tantos sacrificios, comienza a sentirse atrapado.

Piensa en lo que le llena de orgullo –comenzando por su moral cristiana–. Siempre ha apreciado la honradez, la monogamia, el matrimonio heterosexual. No siempre ha sido fácil. Usted mismo ha pasado por una separación, quizás incluso por un divorcio. La gente de izquierdas dice que sus ideas son anticuadas, sexistas, homófobas, pero nadie entiende nada de los valores que pretenden defender. Hablan de tolerancia, pero guarda el recuerdo de tiempos mejores en los que, de niño, comenzaba su jornada en la escuela pública con la oración de la mañana y el saludo a la bandera –eso era antes de que el “En el nombre del Señor” se viera relegado al rango de opción facultativa–.

¡Mire! Delante de usted hay unos tramposos que se cuelan. Usted acata las normas; ellos, no. Mientras que ellos progresan, usted tiene la sensación de ir perdiendo terreno. ¿Cómo se atreven? ¿Quiénes son? Algunos son negros. Gracias a los programas de discriminación positiva puestos en marcha por el Gobierno federal, disponen de un acceso privilegiado a las universidades, al aprendizaje, al empleo, a las ayudas sociales, a las comidas gratuitas. Mujeres, inmigrantes, refugiados, funcionarios: ¿dónde se parará? Su dinero pasa por un colador igualitarista que escapa a su control y a su aprobación. Le habría gustado poder disfrutar de las mismas oportunidades cuando lo necesitaba –nadie se preocupó por ofrecérselas en su juventud, así que no hay ningún motivo para que los jóvenes de hoy en día se beneficien de ellas–. No es justo.

¡Y Obama! ¿Cómo diablos hizo para llegar a la Casa Blanca? El hijo mestizo de una madre soltera con bajos ingresos se convirtió en el presidente del país más poderoso del planeta; eso no lo vio venir. ¿En qué situación le deja el triunfo de un hombre como él, cuando, al mismo tiempo, le explican que usted es mucho más privilegiado? ¿Qué favor hizo que Barack Obama pudiera estudiar en una universidad tan cara como la de Columbia? ¿De dónde sacó Michelle Obama suficiente dinero para ir a Princeton y, más tarde, a la facultad de Derecho de Harvard a pesar de que su padre no era más que un pequeño empleado del servicio de abastecimiento de agua? Nunca se había visto nada parecido. Sin lugar a dudas, fue el Estado federal el que pagó. Michelle debería estar agradecida por todo lo que tiene en lugar de estar furiosa sin cesar. No tiene ningún derecho a estar enfadada.

Las mujeres: otro grupo más que pasa por delante de usted con total impunidad. Reclaman el derecho a ocupar los mismos empleos que los hombres. Afortunadamente, su padre no tuvo que preocuparse por esta competencia para obtener su puesto de oficinista. ¿Y qué decir de los funcionarios, la mayoría de ellos contratados entre las mujeres y las minorías? Por lo que sabe, les pagan demasiado por hacer muy poco. Piense en esa secretaria del departamento de regulación: sin duda, disfruta de horarios cómodos y de un puesto de por vida, con, ante ella, la perspectiva de una fastuosa jubilación. En este momento, probablemente esté delante de la pantalla de su ordenador comprando por Internet. ¿Por qué se merece unos favores a los que usted nunca tendrá derecho?

Sucede lo mismo con los inmigrantes. Visado o green card en mano, filipinos, mexicanos, árabes, indios o chinos le adelantan en la cola de espera, cuando no se cuelan. Hace muy poco vio cómo unos hombres que parecían mexicanos construían el campamento que alojará a los obreros filipinos del grupo Sasol encargados de la instalación de tuberías. Ve que trabajan duro, y lo respeta, pero no les perdona que acepten salarios por los suelos, provocando la exclusión de la mano de obra estadounidense.

¿Los refugiados? Cuatro millones de sirios han huido de la guerra y del caos, una parte de ellos con rumbo a las costas griegas. El presidente Obama decidió acoger a 10.000 en territorio estadounidense, de los cuales dos terceras partes son mujeres y niños. Todo el mundo sabe que nueve de cada diez refugiados son hombres jóvenes, posiblemente terroristas, decididos a adelantarle en la cola y a llevar una buena vida con el dinero de sus impuestos. ¿Acaso no ha soportado usted inundaciones, mareas negras y contaminaciones químicas? Hay días en los que parece que usted mismo es un refugiado.

Hasta el pelícano pardo se ríe de usted mientras bate sus extensas alas recubiertas de petróleo. Este pájaro típico de Luisiana, emblema oficial del estado, anida en los manglares a lo largo de las costas. En peligro de extinción durante mucho tiempo debido a la contaminación química, había recuperado la salud, hasta el punto de haber sido retirado de la lista de especies en peligro en 2009 –apenas un año antes de la terrible marea negra provocada por British Petroleum (BP)–. Para sobrevivir necesita pescado no contaminado, agua sin petróleo, mangles limpios, costas protegidas de la erosión. Por todo ello, el pelícano pardo también le adelanta en la cola. ¡Y eso que solo es un pájaro!

Personas negras, mujeres, inmigrantes, refugiados, pelícanos… todo el mundo pasa por delante de usted. Pero es la gente como usted la que promueve la grandeza de Estados Unidos. Más vale admitirlo, los que se cuelan le exasperan. No respetan las reglas del juego. No los aprecia y no ve por qué debería disculparse por ello.

No está desprovisto de compasión, pero su compasión no podría abarcar a todos los defraudadores que avanzan a codazos delante de usted. Está vacunado contra los requerimientos de simpatía. La gente no deja de quejarse nunca. El racismo. Las discriminaciones. El sexismo. Ha escuchado una y otra vez historias de personas negras oprimidas, de mujeres dominadas, de inmigrantes explotados, de homosexuales perseguidos, de refugiados desesperados. Llegados a este punto, se dice que es hora de volver a cerrar las fronteras de la simpatía humana –sobre todo cuando beneficia a gente que puede perjudicarle–. Usted ha aguantado más sufrimiento del que le correspondía sin lloriquear nunca.

A partir de ahí comienza a desconfiar. Si toda esa gente se permite empujarle en la cola, es porque alguien importante la está apoyando. ¿Quién? Normalmente hay un hombre que controla la cola, que la recorre de un extremo al otro vigilando que todo el mundo permanezca en su lugar y que el acceso al sueño americano se haga en igualdad de condiciones. Ese hombre era Barack Hussein Obama. Sí, pero resulta que, en lugar de reprender a los tramposos, les dirigía saludos amistosos. Hacía gala de una simpatía hacia ellos que, manifiestamente, no experimentaba en absoluto por usted. Estaba de su lado. Aquel que tenía la responsabilidad de solucionar la progresión en la cola de espera quería que usted pactara con los que se cuelan.

Se siente traicionado. Sus defensas están ahora bien activadas. Aquel presidente no sabía nada del inmenso orgullo de ser estadounidense. Ser estadounidense representa un honor que quiere defender ahora más que nunca, teniendo en cuenta la lentitud a la que avanza la cola del sueño americano y la insolencia de las declaraciones realizadas sobre los blancos, los hombres y los cristianos. Hoy en día basta con ser amerindio, homosexual o mujer para ganarse la simpatía de la opinión pública. Esos movimientos sociales han dejado atrás a un único grupo: el suyo.

Quizás no posea una gran casa, pero eso no le impide estar orgulloso de su país. Quien la toma con Estados Unidos, la toma también con usted. Y si ya no puede estar orgulloso de Estados Unidos a través de su presidente, le toca asociarse a aquellos que, como usted, se sienten extranjeros en su propio país. Entre las imágenes de las personas negras ancladas en la memoria de la gente con la que he podido encontrarme, faltaba una: la de una mujer o un hombre esperando como ellos la justa recompensa a sus esfuerzos. Sin embargo, la historia profunda que se contaban los blancos, los cristianos, las personas mayores o los reaccionarios de Luisiana respondía a un trauma real. Por un lado, el ideal nacional del sueño americano, es decir, del progreso. Por el otro, una creciente dificultad para progresar.

Para la población “de abajo”, es decir, nueve de cada diez estadounidenses, la máquina de fabricar sueños colocada en el lado invisible de la colina ha dejado de funcionar, se ha averiado debido a la automatización, a las deslocalizaciones y al exorbitante poder de las multinacionales sobre su fuerza de trabajo. En este grupo tan extenso, la competencia entre blancos y no blancos se hace cada vez más feroz –ya sea por el empleo, por un lugar en la sociedad o por las prestaciones–.

La avería de la máquina de fabricar sueños se remonta a 1950. Las personas que nacieron antes de esa fecha han visto cómo sus ingresos han ido aumentando a medida que han ido envejeciendo. Para las que nacieron después, es al contrario.

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Arlie Hochschild

Socióloga en la Universidad de California, Berkeley. Autora de Strangers in Their Own Land: Anger and Mourning on the American Right, The New Press, Nueva York, 2016. El texto de esta página es una adaptación de esta obra.