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Ricos genéticamente modificados

por Laura Hercher, enero de 2020

La medicina genética y las manipulaciones de ADN suscitan numerosos temores. En cuanto se pronuncian esas palabras, algunos imaginan desarrollos terroríficos, a base de experimentos que salen mal, criaturas Frankenstein o mundos dominados por superhombres genéticamente modificados. Pero, al proyectar hacia escenarios tan lejanos, ¿no corremos el riesgo de ignorar una amenaza inmediata y muy real? Ya que, al modificar nuestra concepción de la enfermedad, la medicina genética contribuye al aumento de la desigualdad.

¿Si pudiera, utilizaría técnicas genéticas asociadas a la reproducción a fin de evitarle a su hijo una enfermedad hereditaria? Para muchos padres potenciales esta cuestión ya no es ciencia ficción. Si su genoma presenta un riesgo particular de cáncer de mama o de ovarios, ahora pueden evitar transmitir esa variante patógena a su progenitura. Sucede igual en caso de que cada uno ellos posea un gen de amiotrofia espinal –lo que conlleva una probabilidad del 25% de que su bebé nazca con una enfermedad degenerativa mortal–: ahí, de nuevo, la genética puede cambiar las reglas.

¿Es algo deseable? En Estados Unidos, los futuros padres responden masivamente de modo afirmativo, si atendemos al éxito creciente del test genético introducido en 2011, que permite observar de manera no invasiva el ADN de un feto. La opinión del conjunto de los estadounidenses presenta más contrastes: aprueban determinados usos y rechazan otros. Según un estudio efectuado en 2018 por la Universidad de Chicago (1), serían favorables a las intervenciones destinadas a reducir el riesgo de cáncer en un niño, pero rechazarían la posibilidad de escoger el color de sus ojos o de optimizar su inteligencia. En resumen, bebés con salud, pero no bebés a la carta.

Ahora bien, irónicamente, es justo la manipulación genética con fines terapéuticos –su vertiente más consensual– la que podría plantear más problemas en un futuro próximo.

¿Por qué prevenir enfermedades hereditarias podría ser nefasto? A primera vista, la operación es completamente beneficiosa. Sin embargo, varios indicios permiten pensar que los test prenatales podrían convertirse en un lujo reservado a una élite, lo que transformaría determinadas enfermedades genéticas en problemas “que solo tienen los demás”.

Es lo que sugiere el caso del síndrome de Down, o trisomía 21, una anomalía cromosómica relativamente corriente para la cual las mujeres pueden someterse a un test desde hace décadas. La trisomía es una diferencia, y no una enfermedad propiamente hablando. En 2011, un equipo de investigadores entrevistó a 284 personas de más de 12 años afectadas por ese síndrome; el 99% de ellas afirmaron ser felices (2). En entrevistas, sin dejar de destacar sus necesidades en recursos y apoyo, muchos padres me han dicho que su hijo trisómico les hacía felices. Por lo tanto, es importante ofrecer un diagnóstico prenatal que integre una cierta comprensión de las experiencias y necesidades de los interesados. Ahora bien, ese ideal raramente es llevado a la práctica, y los programas de detección avanzada a veces son percibidos como una afrenta a la naturaleza humana de las personas con discapacidad.

Paradójicamente, la restricción del acceso a la detección podría revelarse todavía más peligrosa para el bienestar de las personas trisómicas, transformando ese acontecimiento aleatorio en anomalía casi ausente en algunos grupos y relativamente corriente en otros.

No todo el mundo decide someterse a un test para detectar ese síndrome y, cuando el resultado es positivo, algunos padres prefieren continuar el embarazo. Pero una gran mayoría elige la opción contraria. Según un estudio, el más completo sobre el tema –publicado en 2012 por investigadores de la Universidad de Carolina del Sur (3)–, dos terceras partes de las mujeres embarazadas que descubren que su feto presenta síndrome de Down deciden abortar. Pero esa proporción varía según el medio social, y la probabilidad de que una mujer dé a luz un hijo trisómico varía según su nivel cultural, creencias religiosas, lugar de residencia, ingresos, etc. Así, el acceso a los test prenatales ha modificado la incidencia de la trisomía 21 hasta el punto de convertirse en un indicador geográfico y de clase. Como las familias acomodadas tienen cada vez menos niños con el síndrome, este se asocia cada vez más a otros grupos sociales.

Existen miles de enfermedades genéticas, y pronto podremos diagnosticar todavía un mayor número de estas durante el embarazo. Los test versarán sobre enfermedades mortales en la infancia, sobre patologías menos graves o incluso sobre afecciones que aparecen más tarde, como el Parkinson o el Alzheimer. A veces, los resultados certificarán que el niño será portador de la enfermedad. Pero, por lo general, solo señalarán un riesgo mayor, como con los genes que exponen más a algunas personas a las enfermedades cardiacas o al cáncer de colon.

Para muchos padres, el aborto es un acto doloroso, y eso limita la incidencia de los test prenatales. La situación es muy diferente cuando se trata de escoger entre varios embriones en el marco de una fecundación in vitro (FIV). Ese sector está en pleno auge en Estados Unidos, en parte gracias al test genético preimplantatorio (Preimplantation Genetic Testing, PGT), que consiste en extraer una pequeña muestra de células de un embrión en estado precoz a fin de analizar su ADN.

Últimamente, han salido al mercado muchos servicios que permiten detectar centenares de enfermedades raras, como la mucoviscidosis, o enfermedades que además no cuentan con ningún tratamiento, como la trimetilaminuria, también llamada “síndrome de olor a pescado”, un trastorno del metabolismo caracterizado por emanaciones corporales nauseabundas. Estos test tienen un precio elevado, y esto no es nada en comparación a lo que hay que desembolsar para hacer uso de la información. Imaginemos que los señores Smith descubren que ambos son portadores del gen de la hipofosfatasia –su hijo tendrá una posibilidad sobre cuatro de nacer con huesos frágiles y deformes y de morir en la primera infancia–. Para evitarlo, pueden pasar por el PGT. La FIV les costará 20.000 dólares por ciclo, a los que habría que sumar otros 10.000 dólares en datos de laboratorio para determinar qué embriones no son portadores de la enfermedad. Para muchas familias, semejantes sumas son ridículas: rondan el equivalente a un año de matrícula universitaria y pueden evitar la catástrofe. Una pareja rica con antecedentes de cáncer de mama y ovarios puede librarse de esa lacra en una generación. Y, si produce bastantes embriones, puede aprovechar para reducir los riesgos de aparición de la enfermedad de Alzheimer, o escoger un bebé menos propenso a las enfermedades coronarias. Para otras familias, esos gastos son prohibitivos, sobre todo porque no se ha hecho nada para hacer la FIV más accesible. En Estados Unidos, algo menos del 2% de los recién nacidos son concebidos así; en los países que asignan fondos públicos a la reproducción asistida –como Israel, Dinamarca o Bélgica–, las cifras son dos o tres veces superiores. Cuarenta años después de su introducción, la técnica sigue fuera del alcance de numerosos bolsillos estadounidenses.

Las desigualdades del sistema de salud en Estados Unidos no son algo nuevo, y el acceso a la FIV solo ofrece un ejemplo entre tantos. Pero si consideramos las consecuencias potenciales de un mundo en el que solo los ricos pueden reducir o eliminar el riesgo de enfermedad genética, el desafío adquiere dimensiones completamente distintas. Algunas patologías hereditarias siempre han afectado particularmente a algunos colectivos. Así, por ejemplo, la depranocitosis está más presente entre los afroamericanos, la enfermedad de Tay-Sachs lo está entre los judíos asquenazíes y se ha observado un extraño caso de enanismo entre los amish. Con las pruebas prenatales, algunas enfermedades genéticas podrían afectar de manera desproporcionada a determinados colectivos regionales, culturales y socio-económicos –generalmente los más frágiles–.

El problema no es solo moral, sino también práctico. Las familias acomodadas dirigen la lucha contra las enfermedades. Financian la investigación, dan a conocer las enfermedades que sufren sus miembros, fundan asociaciones y captan la atención de los medios de comunicación. Los hogares modestos no tienen ese poder. Sin duda alguna, serán los perdedores de la “Olimpiada de las enfermedades” (4), ese juego de suma cero en el que los grupos de presión tratan de orientar los fondos dedicados a investigación y sanidad hacia la enfermedad que les preocupa.

Asimismo, podrían encontrarse confrontados a una creciente falta de empatía. Si una parte de la población se siente protegida, quizá no tendrá el reflejo de compasión que entraña generalmente la idea de que habríamos podido estar en el lugar de una persona enferma o discapacitada. Proteger al propio hijo parecería entonces un asunto de competencia y responsabilidad parentales. Allí donde la sociedad veía desgracia, vería una falta, y se mostraría renuente a “pagar por los errores de otros”.

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(1) The December 2018 AP-NORC Center Poll” (PDF), The Associated Press – NORC Center for Public Affairs Research de la Universidad de Chicago, diciembre de 2018.

(2) Brian Skotko, Sue Levine y Richard Goldstein, “Self-perceptions from people with Down syndrome”, American Journal of Medical Genetics, vol. 155, nº 10, Hoboken (Nueva Jersey), octubre de 2011.

(3) Jaime Natoli et al., “Prenatal diagnosis of Down syndrome: a systematic review of termination rates (1995-2011)”, Prenatal Diagnosis, vol. 32, nº 2, Charlottesville (Virginia), febrero de 2012.

(4) Virginia Hughes, “The Disease Olympics”, 6 de marzo de 2013.

Laura Hercher

Directora de investigación en el programa de genética humana Joan H. Marks en el Sarah Lawrence College y presentadora del podcast The Beagle Has Landed. Una versión extensa de este artículo se publicó en la revista estadounidense The Nation (23 de agosto de 2019).

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