Es sábado, 13 de abril de 2019. En París, Claire Leblon, jefa de equipo en un gran hotel de la región parisina, aguarda en la sala de espera de una consulta de psiquiatría pediátrica junto a Niels, su hijo de 11 años. En unos instantes, el niño se enfrentará al médico, que le volverá a preguntar sobre sus resultados académicos y su comportamiento. Tras unos minutos en su asiento, el chico comienza a patalear, se levanta, se vuelve a sentar y coge el smartphone de su madre para ver fotografías de ciudades, su pasión del momento –después de las farolas, las papeleras y los camiones–.
Cataplum: el móvil cae al suelo. Leblon está indignada; sube el tono de voz. Para ella, esta escena es una prueba más de que su hijo es diferente, imposible, incorregible –encontró la palabra adecuada hace unos años: “hiperactivo”–. Sus tonterías, tanto en casa como en la escuela, la exasperan.
Ha acudido al lugar adecuado. El médico, cuya voz se oye al otro lado de la pared, tiene reputación de ser una “gran autoridad en su ámbito”, dice. Invitado recurrente de las radios nacionales, Gabriel Wahl publica con regularidad artículos en la prensa médica y generalista. Ha escrito numerosos libros sobre sus temas predilectos, a la cabeza de los cuales se sitúan el fracaso escolar, la precocidad y el famoso trastorno por déficit de atención, con hiperactividad (TDAH) o sin hiperactividad (TDA).
Su milagroso remedio: el Ritalin, un medicamento creado a partir de una molécula sintetizada en 1944 por un químico italiano, Leandro Panizzon. La historia cuenta que Panizzon diseñó ese producto para su mujer, Marguerite (apodada “Rita”), que trataba de mejorar tanto su concentración como su revés en el tenis. Este sábado de abril, todos los pacientes del doctor Wahl se irán con su receta de psicotrópicos.
El Ritalin está compuesto de clorhidrato de metilfenidato, un derivado de anfetamina que aumenta la producción de dopamina en el cerebro. Supuestamente, esta molécula libra tanto a adultos como a niños de una impresionante lista de imperfecciones, desde la molesta tendencia a irritarse ante una tarea tediosa hasta el rechazo frontal de la autoridad, pasando por la falta de atención o concentración. Es uno de los productos estrella del laboratorio Novartis (52.000 millones de dólares de cifra de negocios en 2018). Se supone que este psicoestimulante, llamado tanto smart drug (“droga de la inteligencia”), como “pastilla de la obediencia” o kiddy coke (“cocaína para niños”), mejora el rendimiento intelectual del paciente y proporciona a padres y docentes unos niños maleables. “El Ritalin no cura nada. Es un suspensivo, no un curativo: suspende los síntomas de la falta de atención”, admite el doctor Wahl. “Uno no se cura del TDAH, que es un trastorno biológico transmitido por los genes” (1). El Ritalin y sus competidores, a la cabeza de ellos el Adderall (laboratorio Shire), están catalogados como estupefacientes.
Niels es uno de los aproximadamente 62.000 niños de menos de 20 años de Francia –en su mayoría chicos de 6 a 17 años– que consumieron metilfenidato en 2016 (2). Como la mayoría de sus compañeros “hiperactivos”, toma sus pastillas solo los días de clase. El modo de difusión, “de liberación prolongada”, fue diseñado para mantenerlo en su asiento exactamente desde las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde. “Cuando tienes un niño disruptivo, la clase se resiente”, insiste el doctor Wahl. Gracias a su poción mágica, ya no hay necesidad de castigos o trucos pedagógicos para contener a los tarambanas. A las niñas, menos predispuestas por su educación a presentar un comportamiento inadecuado, se les diagnostica con más frecuencia un simple TDA, el trastorno por déficit de atención sin hiperactividad.
En Francia, la prescripción de metilfenidato se ha disparado: hoy se consume treinta veces más que en 1996, el año de su lanzamiento al mercado. En 2017, se vendieron 810.000 cajas, cuatro veces más que en 2005. Y, para algunos, el mercado aún no está suficientemente inundado: “Cuarenta mil niños tratados [en 2014]: es insuficiente”, considera por ejemplo [el periódico conservador] Le Figaro, que lamenta que “varios cientos de miles de niños no se beneficien del tratamiento que deberían recibir” (3). Mientras que el sitio web Allodocteurs.fr da la señal de alarma: “El Ritalin no se receta lo suficiente” (5 de septiembre de 2017). Claire Leblon no se anda con remilgos: “Se lo damos para conseguir algo de paz, para que obedezca, se porte bien en clase y saque buenas notas. ¡No paraban de convocarnos a reuniones con los profesores! Pero ya no le hace efecto, y le provoca ansiedad, así que vamos a dejarlo”.
No hay ningún estudio sobre los efectos a largo plazo del metilfenidato en los niños (4). Algo que preocupa a esta madre, y que confirma el doctor Wahl con la flema habitual de los grandes médicos: “Sí, puede haber trastornos del sueño o del apetito, dolores de estómago… Pero este medicamento se prescribe en setenta y cinco países y fue descubierto hace más de setenta años. No hay una sola aventura humana libre de riesgos. Es un medicamento que no hace ningún daño y no crea ninguna dependencia. El metilfenidato permite salvar vidas, fundamentalmente la de gente que no llega a concentrarse y se encuentra en riesgo de fracaso escolar”. Gente como esa alumna “de cociente intelectual muy alto” que no llegaba a concentrarse debidamente en el estudio y cuya media de notas pasó “de la noche a la mañana” del suspenso al notable alto. O ese “gran médico” lionés que “declaró explícitamente que, si su hijo no hubiera tomado Ritalin, no habría podido cursar estudios de medicina y, más tarde, de cirugía”. Wahl tiene todo un repertorio de anécdotas. “Mis pacientes toman este tratamiento como quien enciende un radiador cuando tiene frío, como quien abre un paraguas cuando llueve o como quien se pone gafas porque es miope. Vaya usted a explicarles que si Kentucky, que si lo social, si esto y aquello… Les da igual”.
¿Por qué Kentucky? Porque es el estado estadounidense con la mayor tasa de niños diagnosticados con hiperactividad: un 14,8%, según los Centers for Disease Control and Prevention (CDC), que se basan en las declaraciones de los padres. Uno de cada diez niños está bajo medicación (5). En determinados condados, como el de Henderson, en el oeste, una cuarta parte de los niños escolarizados han comunicado a su escuela un diagnóstico de TDAH. Lo que sitúa a este estado y sus cuatro millones y medio de habitantes en el primer puesto del ranking mundial de la medicalización de niños con déficit de atención. En 2017, más de veinte millones de estadounidenses tomaban psicoestimulantes, de los cuales dieciséis millones eran adultos –cinco de ellos lo hacían ilegalmente– y cuatro millones niños (6). El problema afecta más a los estados del oeste y el sur, rurales e industriales, que al resto del país.
Domingo 29 de septiembre de 2019, Lexington, Kentucky. Intercambiadores viales, una sucesión de comercios y, al final de un barrio residencial, la biblioteca Beaumont. Jesse Dune y sus dos hijos han venido a sacar los libros de la semana. “Este récord mundial no me sorprende en absoluto”, dice esta farmacóloga de 39 años, que trabaja en el hospital universitario. “Kentucky es un estado muy conservador; nunca se habla de las emociones y los sentimientos de los niños. Se prefiere darles una pastilla, es más fácil. En California es al revés: ser creativo e interactivo no te hace estar en el punto de mira. Aquí, es un trastorno muy sobrediagnosticado, sobre todo entre los chicos”.
A su lado se encuentra Elizabeth, de 11 años de edad, que se comporta como un ángel. “Mi hija siempre ha ido un paso por delante; leyó antes que los demás. De hecho, se pasa la vida leyendo. Pero por las noches, era imposible de controlar. Nunca quería cenar tranquilamente con su padre y conmigo. Trabajo cincuenta horas a la semana, tengo un empleo muy absorbente y, por la noche, estoy agotada. Además, la pequeña tenía pensamientos lúgubres, me decía cosas del estilo de: ‘Quisiera no haber nacido nunca, mamá’. Eso me rompió el corazón. Consultamos a varios médicos y, cuando tenía 7 años, se le prescribió Concerta [un competidor del Ritalin]. Desde entonces, lo toma sin interrupción, también durante las vacaciones y los fines de semana. Cuando intentamos dejarlo, sus notas bajaron. Es muy duro, como madre, tener que dar anfetaminas a tu hija, pero tienes la impresión de no tener alternativa”. Los únicos culpables a sus ojos: los dispositivos móviles.
Cada mes, Dune tiene que pedir cita en el médico para renovar sus existencias. “Solo tenemos derecho a tener reservas para treinta días, por lo que todos los meses tengo que ir a la consulta del pedopsiquiatra a por una receta. Luego tengo que llamar a la farmacia cuatro días antes, enseñar el carné de identidad… Está todo muy controlado por culpa de la gente que lo revende a los estudiantes en el mercado negro”.
Según un estudio realizado en 2008 en una gran universidad del sudeste de Estados Unidos, el 34% de los estudiantes estadounidenses han consumido metilfenidato para estudiar (7). Shannon, que cursa estudios de comercio, se muestra sorprendida: “¿Solo? Yo diría que más, mucho más. Aquí, al menos el 70%, si quiere mi opinión. Todo el mundo a mi alrededor lo toma”. En el campus de la Universidad de Kentucky, en Lexington, nada resulta más fácil que encontrar metilfenidato. “Cuando tomo Concerta, me siento súper concentrada. Ayer, me lo tomé a las dos de la tarde y permanecí pegada a mis apuntes hasta la una de la mañana, sin comer. Pagué 8 dólares por 27 miligramos, a través de un grupo de discusión en Internet. Es muy sencillo”, asegura Maya (8), de 19 años de edad que, con la mirada vidriosa y la tez pálida, acaba de salir de su examen de psicología. “Soy la primera de mi familia que ha entrado en la universidad. No tengo elección: tengo que conseguirlo sí o sí. Allí de donde vengo, en el norte de Kentucky, nadie va a la universidad, ni siquiera los buenos baloncestistas”. Con los 13.000 dólares (11.800 euros) que cuesta un semestre en la universidad, la joven no duda en “poner todas las oportunidades de [su] parte”.
Una situación “peligrosa”, según Matthew Neltner, médico universitario que trabaja en la unidad de tratamiento de enfermedades mentales de los estudiantes de la universidad. “El argumento de que los psicoestimulantes no son adictivos me recuerda al discurso sobre los opioides: ¡justo así comenzó la crisis! Cuando uno tiene mono de Ritalin, está deprimido, cansado, duerme todo el día y nada le motiva”. Cuenta que muchos pacientes acuden a verle y declaran de entrada que sufren TDAH. “Nadie viene a verme diciendo ‘Soy bipolar’ o ‘Sufro una depresión’. No resulta atractivo. Los estudiantes no quieren oír hablar de terapias conductuales, no obstante eficaces, o de soluciones más simples, como hacer ejercicio. Cuando lo cierto es que correr, salir, hacer deporte cura la hiperactividad”. Neltner dice que, en su unidad, tratan de “no prescribir más de lo necesario: nos basamos en el DSM-5, que establece que el 5% de los niños y el 2,5% de los adultos tienen TDAH” (9).
En Estados Unidos, padecer TDAH se considera a veces algo deseable, ya que es un pasaporte hacia el club de los superdotados. Numerosas celebridades, del cantante Justin Timberlake a la actriz Emma Watson, pasando por el empresario Richard Branson, el nadador Michael Phelps, el difunto músico Kurt Cobain o… Leonardo da Vinci, han sido diagnosticadas con dicho trastorno. Son incontables las historias en honor del metilfenidato, que ha penetrado en la vida cotidiana de los estadounidenses en diversos ámbitos: en las finanzas, los videojuegos, el béisbol y el show-business, pero también en el ejército o incluso las carreras de caballos (10).
“Mi hijo es un genio”, afirma Mary Fuller Proffit, una camarera de 63 años de edad que cría sola a Isiac, adoptado hace once años. “Es capaz de dibujarte con los ojos cerrados los mapas exactos de Europa antes y después de la Primera Guerra Mundial y de después de la Segunda Guerra Mundial”. Ex asistente social para personas aquejadas de enfermedad mental (“Tenía que ocuparme de treinta y ocho pacientes, con un total de diez mil medicamentos que gestionar cada mes”), se opuso durante mucho tiempo a los psicoestimulantes. Los médicos concluyeron muy rápido que Isiac tenía TDAH, pero Proffit, recelosa, considera que el sobrediagnóstico está muy extendido en Kentucky. “Isiac nació dependiente al crack y el alcohol, dado que su madre biológica los consumía. Tuve que abandonar mi empleo para ocuparme de él. Desde que es pequeño, no oigo más que hablar de su comportamiento en la escuela. Habla todo el tiempo, se niega a sentarse, hace un poco lo que quiere. Sus profesores me presionaron para que se le prescribiera algo. Estos quieren que se siente y calle”. Finalmente, Proffit cedió: “Le doy Concerta para la escuela, y sus profesores están satisfechos. Yo algo menos, porque soy pobre, no tengo un buen seguro y me cuesta 130 dólares al mes [118 euros]”.
Al este de Kentucky, al pie de los Apalaches, la ciudad de Hazard, de cinco mil habitantes, se reduce a una serie de farmacias de drive-in, supermercados dispersos y montañas escalonadas, agujereadas por las excavadoras que extraen carbón o que reparan carreteras. De camino al rectorado, que ha aceptado recibirnos, nos detenemos en una clínica que hace centellear las siglas “ADHD” –por “attention-deficit hyperactivity disorder”, la versión anglófona del TDAH– en una pantalla destinada a los conductores. En el interior, nos topamos con un anuncio del Crossroads Health Center: “¿Su hijo no consigue cumplir las normas y terminar los deberes? ¿Conoce a un alumno o estudiante que tenga dificultades para permanecer sentado o ponerse en fila? ¿Convive con un niño que patalea, se excita, corre, salta o está siempre en movimiento? ¿Conoce alguien que parezca tener TDAH y que requiera establecer un diagnóstico? Llame a este número”. En el vestíbulo, nos informamos sobre la edad a partir de la cual se puede diagnosticar como hiperactivo a un niño en la región. “A partir de los 18 meses”, nos responde la médica de guardia.
En la sala de reuniones de la Kentucky Valley Educational Cooperative (50.000 alumnos, 2.900 profesores), la directora adjunta, Dessie Bowling, ha convocado a no menos de ocho personas para responder a nuestras preguntas sobre la epidemia local de TDAH. “De los veinte alumnos de mi clase –cuenta Emily K., profesora en un gran instituto de la región–, tengo probablemente un 30% que tiene o bien un TDA o bien un TDAH. Hace cinco años que soy profesora y siempre ha sido así. Creo que es lo normal para todo el mundo aquí. Al menos la mitad de mis alumnos ya no están con sus padres por culpa de los opioides u otras drogas, y viven con sus abuelos o con familias de acogida. Ese es el verdadero problema en mi clase.
En esta región minada por el declive de la industria del carbón y por los estragos de la droga (principalmente, los opioides, el metilfenidato y la cocaína), los docentes hacen lo que pueden. “Tratamos de animar a los niños que se distraen fácilmente a que vayan al laboratorio de tecnología o al taller de carpintería”, explica Bowling. Cuando construyen drones o imprimen sus objetos en 3D, no tienen ningún problema en concentrarse. Quizá solo son niños que están más a gusto con un motor o un plano de construcción que con un papel y un bolígrafo. Animamos a muchos profesores a que equipen su clase con grandes balones, sillas altas para quienes quieran sentarse de pie o mecedoras. Todo eso pueden ser soluciones que eviten la prescripción directa de medicamentos”.
En estos veinte últimos años, la escuela estadounidense ha sufrido dos reformas sucesivas que han incrementado la competitividad entre establecimientos, entre alumnos y entre profesores. No Child Left Behind (“Ningún niño dejado atrás”), una ley votada bajo el mandato de George W. Bush, y Race to the Top (“Carrera hacia la cima”), un programa implantado bajo el de Barack Obama, han aumentado las desigualdades escolares. ¿Se ha vuelto la escuela tan dura que hay que drogar a los niños para que puedan seguir el ritmo? “Debemos prepararlos para la vida adulta, para que sean miembros productivos de la sociedad”, responde Emily K. “Una parte no pequeña del problema reside en que algunos chicos no toman sus medicinas en todo el fin de semana, por lo que, cuando llega el lunes, arrancan la semana completamente alterados y hay que esperar al martes para que vuelvan a funcionar”.
En lo alto de una montaña de carbón, en el Primary Care Center de Hazard, el mayor del condado, Molly O’Rourke, pediatra, nos abre las puertas de su despacho. “Mire mi horario: el jueves es una jornada intensa. De veintiséis pacientes, doce vienen a verme por hiperactividad o trastornos de la atención. Quieren renovar su receta mensual. A veces, eso supone más de la mitad de mis consultas”. Para establecer un diagnóstico de TDAH, O’Rourke somete a sus pacientes a un cuestionario, el Vanderbilt ADHD Diagnostic Rating Scale (VADRS). “Es subjetivo”, explica. “Los padres lo rellenan en función del comportamiento de su hijo. Si se dan los mismos síntomas en la escuela y en casa, entonces nos planteamos la medicación”. El formulario comprende cuarenta y siete preguntas. Las respuestas van de 0 (“nunca”) a 3 (“con frecuencia”).
Como en el caso del DSM, se marcan casillas y, a partir de determinado número de puntos, el paciente es considerado “hiperactivo” o simplemente con “déficit de atención”. Ejemplos: “habla demasiado”, “a menudo olvida sus cosas”, “le cuesta organizar sus tareas”, “interrumpe a menudo a los demás”, “tiende a irritarse”, “ya se ha escapado por la noche”, “ya ha agredido a alguien sexualmente”, “se pelea con los adultos”. Las preguntas son variadas, pero todas tienen como tema la capacidad de los niños de terminar siendo un problema. O’Rourke receta Ritalin, Concerta, Focalin, Adderall o Vyvanse, “desde los 4 años si hace falta. Hay un nuevo medicamento cada mes”, exclama.
La última de estas creaciones, el Adhansia, sale de las fábricas de Purdue Pharma, el laboratorio del OxyContin, considerado el principal responsable de la crisis de opioides (400.000 muertes en veinte años) (11). “Vengo de un programa en el que tratamos de rebajar las dosis, de primar las terapias conductuales, de detener la medicación”, prosigue O’Rourke. “Mi objetivo es que sean capaces de ser niños, de jugar y aprender. Nunca he visto efectos negativos a largo plazo, a excepción de una alteración del crecimiento. El mayor problema sería la adicción, sobre todo en el caso de los adolescentes, así como la reventa”. Para ella, no hay duda: “La televisión es responsable en buena medida del TDAH. Es la mayor niñera del país”. En su sala de espera, Jayden, de 12 años, todavía un niño, “no se está quieto”. Diagnosticado como hiperactivo, consume psicotrópicos desde hace cuatro años. Su madre, Tasha, comenta: “Cuando no los toma, es insoportable”. ¿La escuela? “Me parece aburrida”, responde Jayden. “Leer es aburrido. Quedarse sentado todo el día es aburrido. Prefiero jugar al baloncesto con mi padre, o al Fortnite, el World of Warcraft o el NBA 2K [videojuegos] con mis amigos”.
Vuelta a Francia. En el despacho del doctor Wahl, Claire Leblon se dirige con franqueza al médico. “A fin de cuentas, no vamos a engañarnos: el Ritalin es para la tranquilidad de la escuela. Puesto que no se lo damos los fines de semana o durante las vacaciones escolares…”. Wahl parece molesto. Se endereza en su asiento: “En ese punto, sinceramente, no estoy de acuerdo con usted. El primer objetivo es conseguir que niños con problemas vayan a mejor, ya que un niño con TDAH está en conflicto permanente. ¡Por el día le echan la bronca los profesores, por la noche los padres!”. Leblon coincide: “Es verdad, doctor. ¡Estamos hartos de discutir todo el tiempo con él!”. El pedopsiquiatra repite su doctrina: “Es un trastorno biológico. En este asunto, ustedes no han obrado ni bien ni mal. Ustedes no son más responsables de su TDAH de lo que mis padres lo son de mi miopía”. Estallido de risa de Niels. El doctor continúa: “Niels no es un TDAH puro”. Lo que no es óbice para que haya tomado psicotrópicos durante cuatro años y sienta ahora lo que podríamos calificar como ansiedad.
¿Explicarían las largas horas pasadas viendo “Enquête exclusive”, “Enquête d’action”, “Enquête sous haute tension” y otros programas de “reportaje” [de la televisión francesa] sobre las fuerzas del orden, su obsesión por un improbable secuestro? “Desgraciadamente, el Ritalin solo cura el TDAH, no la ansiedad”, precisa Wahl. Niels no es el primer caso de niño bajo estimulantes víctima de pensamientos inquietantes. Nos viene a la cabeza el caso de Gab T., adolescente de 14 años que intentó suicidarse tras haber tomado Adderall desde los 7 años de edad; o el de Trey McCormick, de 23 años, trabajadora de la hostelería y la restauración de Kentucky, que, cuando era más joven, hacía creer a su madre que se tomaba las pastillas pero que las tiraba por el retrete porque le transmitían “pensamientos negativos y opresivos, visiones horribles”; o incluso el de Joe Dazier, obrero de la construcción, quien no encuentra palabras para criticar ese “veneno” que sus padres le “obligaron” a tomar.
Según un estudio publicado en 2019, los niños bajo psicoestimulantes tienen el doble de posibilidades de desarrollar psicosis (12). Pero el doctor Wahl no está nada convencido: “El Ritalin reduce el riesgo de adicciones y, en principio, limita el riesgo de psicosis, puesto que los resultados académicos son mejores”. Mientras las notas sean buenas, la misión está cumplida y el doctor, satisfecho.
Claire Leblon nos recibe en su chalé de Saint-Prix, al norte de París. “Cuando me prescribió Ritalin, el doctor Wahl me dijo: ‘¡No lea el prospecto, porque la lista de efectos secundarios le desanimará!’. Como es una gran autoridad en su campo, seguí su consejo. Pero lo que leí en otras partes, sobre todo lo relativo a su parentesco con las anfetaminas, me preocupó. Tras esos descubrimientos, y constatar que el Ritalin ya no le hacía ningún efecto, decidimos abandonar el tratamiento. Lo ha seguido durante cuatro años; es mucho. El año que viene, empieza secundaria. Nos da miedo”.
En el comedor, Claire hace sonar el tubo de Ritalin y nos tiende el prospecto perfectamente plegado de lo que, con ironía, llama la “pequeña pastilla mágica”. En el apartado 4, se mencionan no menos de setenta “posibles efectos adversos”, desde los “más frecuentes” (palpitaciones, latidos irregulares, dolores de cabeza, nervios, insomnio, etc.) y los “frecuentes” (disminución del apetito, fiebre, caída del cabello, etc.) hasta los “muy raros” (crisis cardíaca, intentos de suicidio, pensamientos anormales, falta de sentimientos o emoción…). En la sección “otros efectos adversos” se lee, entre otras menciones: “dependencia al medicamento”.
Risueño y juguetón, Niels cuenta que está muy contento de haber dejado ese medicamento que le “impedía dormir” y hacía que “el corazón le latiera demasiado rápido”. “Estaba segura de que era hiperactivo”, dice su madre, que se pregunta: “¿Acaso no le damos la espalda al problema cuando damos droga a nuestros hijos?”.