La vida de una comunidad humana, y más especialmente la de una comunidad política, está marcada por conflictos que tienen, sin embargo, puntos en común: un principio, un punto medio y un fin, aunque éste muy a menudo resulte ser provisional. Este flujo continuo de acontecimientos, máxime cuando conllevan una fuerte visibilidad mediática (guerras, atentados terroristas, crisis financieras, etc.), mal que bien lo regulan las instituciones locales, nacionales, regionales o mundiales, y puede dar lugar a tratados, convenciones, armisticios, entre otros instrumentos jurídicos.
Siglos de práctica de la negociación han ido perfeccionando dichos procedimientos. Ahora bien, requieren la identificación de las partes interesadas que habrán de rubricar un posible acuerdo. El caso es que, con el imperativo ecológico, hemos entrado en una nueva era en la que se ha colado un actor importante: la alteración del clima, como consecuencia del aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero. A este actor le traen sin cuidado las fronteras; bajo diversas formas, afecta a todos los Estados, pero por supuesto no tiene personalidad jurídica.
Se ha necesitado mucho tiempo para que los gobiernos empiecen a tomar mínimamente conciencia de los cambios sustanciales que se están dando en el planeta. Pero sigue habiendo una brecha abismal entre el discurso político sobre transición ecológica y las medidas adoptadas para garantizarla. Acabamos de tener un ejemplo paradigmático de ello en el transcurso del pasado mes de diciembre. Por una parte, la nueva presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, hace declaraciones alarmistas inspiradas en los informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés): “La humanidad se enfrenta a una amenaza existencial cuyos efectos empieza a verlos todo el mundo. Los bosques están ardiendo desde América hasta Australia. Los desiertos avanzan en África y en Asia. La subida del nivel del mar amenaza ciudades de Europa e islas del Pacífico”. Por otra parte, la 25ª Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP25), celebrada al mismo tiempo en Madrid, se ha cerrado con un fracaso: los países que más contaminan –China, India, Brasil, Australia, Japón, firmantes del Acuerdo de París sobre el Clima de diciembre de 2015, más los Estados Unidos, a los que Donald Trump sacó de este tratado internacional– se negaron a asumir nuevos compromisos. Por el contrario, han puesto todo su empeño en bloquear cualquier iniciativa de acción climática de naciones emergentes o insulares muy directamente amenazadas.
En este desolado panorama, el único actor global que va a contracorriente de la espiral de la inconsciencia es la Unión Europea (UE). Así es como la Comisión ha lanzado un “Green Deal” europeo, una especie de “Pacto Verde” para una transición ecológica “justa” (Bruselas insiste mucho en este término), con un presupuesto de un billón de euros a lo largo de la próxima década.
La intención es encomiable, pero choca con los límites de los dogmas que rigen la UE. No se pueden promover conjuntamente la lógica del “siempre más” propia del capitalismo –por más que a éste se le pinte de verde– y una gestión equitativa y sostenible de los recursos del planeta, que son “finitos” en la acepción matemática del término. Tampoco podemos actuar en pro de la sobriedad energética y fomentar que se multiplique la circulación de mercancías mediante los tratados de libre comercio. En otras palabras, la UE no se ha dotado de las herramientas que le permitan desempeñar el papel que pretende ejercer. Entre el neoliberalismo y salvar el planeta, hay que elegir.
© Le Monde diplomatique en español