Si analizamos las agriculturas tradicionales de los mil y un ecosistemas del planeta constataremos una obviedad: ha evolucionado adaptándose a la disponibilidad de agua. Recorriendo España, por ejemplo, vemos el cultivo del arroz en los deltas o territorios más húmedos, los cereales de secano en las mesetas áridas o semiáridas, y los cultivos de regadío junto a las riberas de los ríos. Incluso en islas volcánicas como Lanzarote descubrimos un ingenioso caso de tal coevolución: el cultivo de vides en conos excavados entre las pequeñas piedras de la zona, el lapilli, para aprovechar cada una de las gotas del rocío.
Los pueblos que las diseñaron tenían presente que el agua no es sólo un recurso fundamental para la producción de alimentos, también tenían claro que es un re-curso, un curso que tiene que volver, preciado y ‘caído del cielo’. Será por eso que, en todas las culturas y religiones, el agua (...)