El Estado ha sido durante mucho tiempo el principal actor en las relaciones internacionales. Desde hace ya varias décadas, ese monopolio se lo discuten las empresas multinacionales, los gigantes digitales, las grandes fundaciones como la Fundación Bill y Melinda Gates y la miríada de organizaciones no gubernamentales (ONG). La “sociedad civil”, con más de tres mil ONG acreditadas, ya es de hecho un socio reconocido de las Naciones Unidas (ONU). Cabe preguntarse si estas innegables evoluciones vienen ya a refrendar lo que sería la marginación del Estado, eje histórico de la construcción del derecho internacional desde los Tratados de Westfalia de 1648. Esta es la tesis que defiende el politólogo Bertrand Badie (1), haciendo especial hincapié en la inadaptación del Estado cuando se trata de hacerse cargo de fenómenos transnacionales como el calentamiento global y las pandemias: “Los conflictos actuales ya no están dominados por el enfrentamiento entre los ejércitos, sino que se nutren de fenómenos de sufrimiento social (...). Y a rebufo de estos movimientos populares, los productores de opinión pública, medios de comunicación, redes sociales, voces denunciantes y todo tipo de actores privados remodelan las relaciones internacionales a su antojo…” Badie lo interpreta como una “revancha” de las sociedades, de los movimientos sociales y de los pueblos, injustamente apartados de los asuntos mundiales.
Ahora bien, ¿no estará aquí proyectando el autor sus propios deseos en una realidad más ambigua? La acción de las ONG y el auge de los movimientos sociales no neutralizan, por ejemplo, el poder conseguido por las empresas digitales transnacionales o los estragos que comete la finanza mundial. Los recientes conflictos en Asia Central y la afirmación de potencias regionales como Turquía certifican, por lo demás, el incuestionable protagonismo de los sentimientos nacionales y de las relaciones de fuerza estatales. Si bien las campañas de la “sociedad civil”, como las “marchas por el clima”, contribuyen a la comprensión de cuestiones de interés planetario, quienes conservan las palancas de acción son los gobiernos, y sus representantes son quienes ponen su rúbrica en los convenios internacionales.
Para la jurista Samantha Besson, catedrática en el Collège de France, “cediendo al canto de sirenas de la superación del Estado, con muchas prisas se ha anunciado la muerte del mismo. En su sustitución, se ha decretado una nueva forma de gobernanza ‘transnacional’ o ‘global’ (2)”. Eso es mucho correr, porque el Estado conserva un atributo político sin parangón: la representatividad y la legitimidad, construidas por la historia de las relaciones geopolíticas y consagradas por las instituciones que fueron creadas después de 1945. Por imperfecto que sea, el orden internacional basado en los Estados, “con la autoridad general, exclusiva y definitiva, que el derecho internacional reconoce a cada uno de ellos para decir el derecho, es hoy el garante de la paz y la seguridad física, tanto a nivel nacional como internacional”, escribe Besson, “aunque [esta garantía] aún no se ha implementado por completo”. Precisamente, por no beneficiarse de dicha garantía, el pueblo palestino pide un Estado.
Las multinacionales, las ONG y las fundaciones no pueden pretender “representar” más que a sí mismas. Las asociaciones ciertamente promueven ideas de interés general, pero no por ello ejercen un mandato electivo, y se autodeterminan de forma soberana, sin más control que el de sus juntas directivas o el de sus miembros.
Aunque el Estado sigue siendo el actor básico e insuperable de la escena mundial, la naturaleza de las instituciones planetarias no es inmutable. El papel de los pueblos y el respeto a sus derechos son un reto al que Monique Chemillier-Gendreau, catedrática de derecho internacional, sugiere responder mediante la creación de un “consejo mundial de la resistencia” (3). Sus propuestas, que suponen nada menos que la supresión de la ONU, no resuelven, sin embargo, la cuestión planteada por Besson: ¿quién puede actuar en nombre de los pueblos y según qué mecanismos de legitimación política?